teorías
Apuntes fuera de lugar III
Por Aldo Mazzucchelli Mazzucchelli / Lunes 09 de julio de 2018
Pintura de Xul Solar
¿Cómo se construye la identidad de un territorio? En estos apuntes fuera de lugar, Aldo Mazzucchelli viaja en el tiempo para entender conceptos como americanismo o latinoamericanismo que nos identifican de diferentes formas y en diferentes áreas desde hace siglos.
La historia comienza —no en la «realidad», sino en mi lectura, que es lectura de lecturas— con las oposiciones (todas ellas dentro del campo liberal) entre utilitarismo, especialización y democracia radical, por un lado, y desinterés, generalismo humanista y aristocratismo espiritual contrario a la marea modernizadora, por el otro.
Esa galaxia conceptual arma sus figuras entre 1895 y 1917. Para 1936 —inicio de la Guerra Civil Española— ha sido suplantada ya completamente por una lucha que se da entre liberales y antiliberales.
A partir del escándalo moral de las dos Grandes Guerras y de la Revolución Rusa, la política se lleva por delante a la filosofía en «América Latina». Es entonces que todos los términos se entreveran y cambian de significado. Los antiliberales, reclutados desde los años veinte entre las filas del comunismo (y del fascismo, especialmente en Argentina) relevan y reemplazan las ideas liberales-americanistas de Rodó, por sus propias ideas antiliberales, que significan que el que no se refiere al color local, y no oponga lo autóctono (si es posible, racistamente indígena) a lo «europeizante», es un traidor a la «humanidad», cuyos intereses en general se ven converger con los del socialismo, el comunismo y la revolución mundial.
Ese nuevo color local también llegará, entre los treinta y los sesenta, a ser americanista, pero en este caso el término cae en desuso y es reemplazado por el de latinoamericanismo, el cual es definido por oposición a los gobiernos y a todo compromiso con la historia presente del continente, en base a la noción antimperialista, que viene teóricamente de tiempos de Lenin. Pero el término americanista, en la década de los veinte y treinta, ya empleado por los intelectuales independientes, muchos de los cuales aún eran liberales, aunque se sentía ya la presión del discurso de rechazo a lo Occidental, no hablaban en nombre del continente, sino en nombre de un cosmopolitismo universalista.
La izquierda argentina de los veinte, entre ellos la supuesta gente de Boedo, es «cosmopolita», defiende valores «humanísticos» frente a lo que consideran una dictadura del capital y la industria, que tiene por cierto sus antecedentes ideológicos en el positivismo. A ellos se oponía un primer Borges, enamorado sin embargo en clave vanguardista del color local de los suburbios porteños, del carácter de reservorio de una historia prístina que para el porteño en la Buenos Aires modernizada seguía teniendo la Banda Oriental; o también los intelectuales de Martín Fierro, que admiraban la pintura de Pedro Figari porque les hacía recordar la luz de la época bonaerense de Rosas y del «minué federal».
La «autonomía» y el «utilitarismo» también cambian de manos. La autonomía americana, que en la gente del novecientos significa expresarse por primera vez con una voz propia de identidad continental ver Rodó en Juan María Gutiérrez), va a significar en 1922 o 1924 en Sn Pablo y Buenos Aires, autonomía del artista, y autonomía de su arte respecto de los discursos utilitarios en el sentido político. El utilitarismo, en este entrecruce de contraseñas conceptuales, pasa de rechazo filosófico de las tareas del espíritu y la letra —según una rancia costumbre inglesa que de los poetas románticos a los prerrafaelitas debieron capear en Inglaterra— a rechazo de aquellos que admitan someter su trabajo artístico a fines no completamente estéticos. Se podría citar aquí lo que dice Locke contra la metáfora: que hace menos claro —y por ende menos honesto— el pensamiento.