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Cambio climático y ética biocéntrica

Ecologías del futuro en un planeta caliente

Por Eduardo Gudynas / Martes 02 de noviembre de 2021
Foto: Freepik

¿A qué futuros nos enfrentamos los próximos años? ¿Es posible imaginar un escenario no distópico ante la emergencia climática? Mientras se celebra la Cumbre del Clima en Glasgow (COP26), Eduardo Gudynas nos recuerda la potencia de la ética biocéntrica, el impacto del reconocimiento de los derechos de la Naturaleza y nos invita a cambiar hacia una sensibilidad menos utilitarista y antropocéntrica.

Se inicia una nueva cumbre de los gobiernos para enfrentar la crisis ecológica planetaria. Presidentes, jefes de gobierno o ministros se reunirán en Glasgow (Escocia) para intentar una vez más detener las emisiones de gases invernadero que explican el cambio climático global. Es el encuentro número 26, lo que quiere decir que por más de dos décadas, una y otra vez, se han hecho todo tipo de anuncios. Sin embargo la problemática ambiental continúa incambiada.

 

Los datos están allí: la temperatura planetaria promedio ya aumentó 1,1 grados y las emisiones de CO2 siguen aumentando, rompiendo récord tras récord. Un par de días antes de que se iniciara la cumbre de Glasgow se alcanzaron las 413,89 partes por millón de CO2, o sea por encima del registro de un año antes (412,17 ppm el 31 de octubre de 2020)[1]. Así, poco a poco, pero sin pausa, la concentración de ese gas invernadero subió desde las 310 ppm en la década de 1950 a los niveles de peligrosidad actuales.

 

A lo largo de todos estos años parece extenderse la resignación de que será imposible detener esa debacle ambiental, lo que alimenta todo tipo de futuros ominosos. Una sensibilidad que es muy clara en el cine, con algunos ejemplos que se volvieron clásicos como Blade Runner, con Harrison Ford corriendo y peleando en un oscuro, lluvioso y contaminado laberinto urbano, cazando androides que tenían sueños nietzschianos. El futuro de aquella película era el año 2019, o sea que ya es nuestro pasado, y si bien no estamos amenazados por androides sublevándose, la debacle climática efectivamente está sobre nosotros.

 

En otros casos, los futuros distópicos son desencadenados por el agotamiento de recursos que sabemos limitados y escasos. La crisis del petróleo es una de las causas más repetidas, y eso hace que muchos lean con avidez Guerra americana, que imagina un Estados Unidos hacia 2075, con parte de su territorio perdido por el aumento del nivel del mar e inmerso en una guerra civil que su autor, Omar el Akkad, condimenta con una pandemia, terrorismo y refugiados.

 

Es que cuando se atisba el futuro con lentes ecológicos asoma la preocupación. La evidencia del cambio climático es abrumadora y las evaluaciones más recientes indican que no solo está avanzando, sino que lo hace a un ritmo más acelerado del esperado. Muchos investigadores incluso sostienen que ya entramos en una etapa de problemas encadenados, como por ejemplo olas de calor y déficits hídricos que a su vez potencian, entre otros efectos, incendios forestales masivos que llegan al extremo de fuegos perpetuos, imposibles de extinguir.

 

Sea por una u otra razón, esas narrativas de futuros grises, habitados por sobrevivientes o zombies, que deambulan paisajes inundados, contaminados o incinerados, son las que prevalecen en el norte global industrializado. Es como si esa misma cultura que tiempo atrás produjo la industrialización y la globalización, muy responsables de la problemática ambiental, sea a la vez incapaz de imaginar un mañana que no sea su propio colapso.

 

Ese pesimismo no es del todo exagerado porque las posturas convencionales han sido incapaces de detener la debacle. Apostar a los ajustes tecnológicos, como colocar más y más filtros para no contaminar, auspiciar programas de reciclaje, esperar que los mecanismos de mercado protejan la Naturaleza o medidas de ese tenor, no han logrado soluciones efectivas. Algunas de ellas se han intentado por más de treinta años. Es que, al fin de cuentas, repiten concepciones y mecanismos que son las causas primarias de lo que padecemos.

 

Esas raíces están en saberes y sensibilidades que consideran que la Naturaleza es un mero conjunto de objetos a ser dominados y utilizados en beneficio de los humanos. Son posiciones compartidas por todas las tradiciones ideológicas occidentales y pueden ser descritas como antropocentrismos —el ser humano es el centro, el único sujeto, y desde allí todo lo demás son objetos disponibles para su beneficio.

 

El valor de la vida

En cambio, en el sur, y en particular en América Latina, surgieron con mucha potencia otro tipo de reacciones. No apostaron a soluciones tecnológicas o ajustes económicos mientras se mantenían las mismas ideas y sensibilidades. Por el contrario, apuntaron a esas bases culturales. No es que rechazaran la tecnología o la economía, sino que las consideraron insuficientes, y enfatizaron la necesidad de otras sensibilidades para reencontrarse con la Naturaleza.

 

En esa discusión se sostenía que el origen de la problemática ambiental (y de muchas otras cuestiones sociales) estaba en un antropocentrismo que consideraba que la Naturaleza eran apenas objetos que estaban allí, a nuestro alrededor, para ser aprovechados, extraídos y consumidos. Una sensibilidad claramente utilitarista. En cambio, la postura sudamericana sostenía que la vida, por supuesto la humana, pero también la no-humana, tiene valores propios, intrínsecos a ella. Esos son valores independientes de la utilidad que tuviera para las personas y por ello estas perspectivas se conocen como «biocéntricas».

 

La expresión más notoria fue el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza en la nueva Constitución aprobada en Ecuador en 2008. No ha sido un caso aislado y a la lista se suma el reconocimiento de esos derechos a ríos o regiones ecológicas (por ejemplo en Colombia, India y Nueva Zelanda), que son invocados en acciones judiciales (como ha ocurrido en Brasil), o se intentan anclar con leyes específicas (como ocurrió en Bolivia o como se discutió en Argentina).

 

Cuando se reconocen valores propios en la Naturaleza, esta dejar de ser un objeto y se revela como sujeto. No estamos frente a una ampliación jurídica, como ocurre cuando se brindan derechos a una entidad ficticia como una empresa, sino que es algo más profundo y radical. Lo que está en juego es una ética muy distinta a la occidental, tanto en sus concepciones del valor como en quiénes o qué son sujetos de valor. Es así que las especies vivas se vuelven sujetos que tienen el derecho a seguir sus propios procesos vitales bajo sus ritmos ecológicos y evolutivos.

 

Aquí, en Uruguay, todo eso puede resultar extravagante para muchos ya que ese empuje debe bastante a las cosmovisiones de ciertos pueblos indígenas andinos. Sin embargo, también hay aportes desde la ética ambiental y la ecología contemporánea propias de los saberes occidentales. Entre los más importantes se pueden mencionar la «ética de la tierra», defendida por Aldo Leopold en Estados Unidos a mediados del siglo XX, y la «ecología profunda» promovida por el filósofo noruego Arne Naess desde la década de 1980. Estas posturas no imponen un regreso al pasado o una defensa del primitivismo, sino que se presenta a los derechos de la Naturaleza como una respuesta para enfrentar el futuro, y no solo eso, sino para hacerlo viable. La sobrevivencia humana solo es posible si se asegura la supervivencia de la Naturaleza.

 

Esto es justamente lo que deja en claro la actual discusión sobre el cambio climático en esa cumbre en Glasgow. La debacle climática pone en riesgo a la humanidad, generará millones de desplazados climáticos, aumentará la pobreza, y tendrá severos impactos sociales y económicos. Eso es lo que advierten los científicos y los organismos de las Naciones Unidas: estamos ante una emergencia ecológica planetaria. La solución no está en más y mejores filtros en las chimeneas, sino en otro modo de concebir y sentir la Naturaleza.



[1] Datos del observatorio de referencia global en Mauna Loa, Hawaii; Agencia Oceánica y Atmosférica (NOAA) de Estados Unidos. 

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