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Miradas generacionales

Generación X vs. Millennials, según Bret Easton Ellis

Por Patricia Turnes / Jueves 19 de mayo de 2022
Fragmento de la portada de Blanco, de Bret Easton Ellis (
Bret Easton Ellis, el autor de la célebre American Psycho, no se ha cansado de polemizar sobre la generación de los millenials, ni tampoco sobre el impacto de las redes sobre nuestras vidas. Patricia Turnes reseña Blanco, sus memorias en formato libro. Lo que empieza como una autobiografía en Ellis, sin embargo, deriva en la meditación ácida y necesaria sobre la contemporaneidad. 

En la solapa de mi ejemplar del libro Blanco puedo apreciar una foto actual de Bret Easton Ellis. Ahí está el enfant terrible de las letras norteamericanas, vestido con un buzo jogging negro y con el mismo gesto de «paso de todo» de cuando era joven. Pero ahora es un señor cincuentón, regordete, su pelo se ha vuelto canoso y usa lentes.

Ellis es, para quien no lo conozca aún, el autor de clásicos de los ochenta como Menos que cero (1985) o Las leyes de la atracción (1987), y de la polémica novela American Psycho –que terminó en 1989, pero que recién fue editada en 1991–. 

Blanco (2019) es su primer libro de no ficción. Se trata de un ensayo autobiográfico en el que Ellis se propone contar cómo eran las cosas en aquella era analógica preinternet, a diferencia de cómo se desarrolla el mundo en los tiempos que corren. 

Cuando creía que los escritores de mi generación, y los de la siguiente, ya no tenían nada para decir, me topé con este libro que me puso contentísima. Por fin alguien se animaba a escribir acerca de cómo hemos sido modificados por el mundo digital y sus dispositivos, sus redes sociales, su acceso «democrático» a la información, sus aplicaciones. En las últimas cuatro décadas nuestra realidad se ha alterado notablemente, no hay vuelta atrás. Sé que existen algunos ensayistas que teorizan sobre las nuevas relaciones que tenemos con las pantallas, otros se centran en el deseo de gustar y la necesidad de seducir que todos hemos desarrollado en esta sociedad postcapitalista e hiperindividualista. Pero aún no había leído ni una palabra acerca de todos estos fenómenos por parte de ninguno de los escritores de ficción con los que me formé.  

El libro comienza con la narración un tanto nostálgica acerca de cómo fue vivir y crecer en Los Ángeles en los setenta. El escritor nunca pierde de vista su contexto; todo es contado –según sus propias palabras– desde el punto de vista de un niño «de clase media acomodada blanca en el apogeo del Imperio».  Lejos de ser controlado por sus padres, el escritor se recuerda a sí mismo y a sus amigos de la infancia siempre solos, moviéndose libres por las calles del vecindario, por parques, piscinas, playas, salones recreativos o centros comerciales. La televisión aún no se podía ver todo el día, sólo existía durante algunas horas y siempre después del atardecer. 

Ellis cuenta que durante largas temporadas no veía a su padre, salvo en algún desayuno en día de semana o los domingos, porque el resto de los días trabajaba en una inmobiliaria. Los niños, cuenta, hacían los deberes de la escuela y, en las horas libres, recorrían el vecindario en bicicleta o se entretenían con juegos de guerra o espionaje por las calles del barrio y los desfiladeros que partían las colinas de Sherman Oaks, Studio City y Encino. 

«En retrospectiva mis padres, como los padres de los amigos con los que crecí, parecían despreocuparse increíblemente de nosotros, no como los padres de hoy en día, que documentan cada movimiento de sus hijos en Facebook y los muestran en Instagram y los limitan a espacios seguros y exigen sólo positividad al tiempo que parecen intentar protegerlos de todo. Si creciste en los setenta, tu infancia no fue así. El mundo todavía no giraba en torno a los niños». Eran otros tiempos: a nadie le importaba lo que los niños miraban en la tele, lo que veían en el cine ni cómo se sentían al respecto, no existía el control ni la censura que hay hoy en día. 

«Comparado con lo que se considera aceptable hoy día, cuando se mima a los niños hasta convertirlos en inútiles, fue una edad de inocencia», concluye Ellis. Según él, no existían los tiroteos en las escuelas –al menos, no eran una epidemia–, «pero nos pegaban, normalmente niños mayores y por lo general sin que nuestros padres se apiadaran de nosotros […] Y desde luego no nos decían que éramos especiales a la menor ocasión. (Sin embargo, no recuerdo que uno solo de mis compañeros de infancia y adolescencia se suicidara, ni en el ámbito nacional ni en la educación privada de Los Ángeles)».

Mientras crecía en el Valle de San Fernando el preadolescente Easton Ellis se hacía cada vez más adicto a ver películas de terror en el cine, a los cómics y a las novelas de Stephen King. Los libros que leía y las películas que veía le recordaban, según él, que el mundo en el que vivía era un lugar cruel y azaroso, en el que «el peligro y la muerte acechaban por doquier, que los adultos podían ayudarte sólo hasta cierto punto, que existía otro mundo: un mundo secreto por debajo de la imaginaria y falsa seguridad de la vida cotidiana». Aquella era analógica, según Ellis «poseía un romanticismo, un ardor, una otredad de la que carece la era digital postimperial cuando en última instancia todo parece de usar y tirar». 

Es difícil resumir de qué va este libro de doscientas cincuenta y un páginas, pero me animaría a decir que el tema central es cómo en nuestros días la libertad de expresión ya no constituye un valor: en la era de las redes sociales existe una suerte de neopuritanismo y lo que más bien hay es una presión por ser «políticamente correcto». 

Blanco es la manifestación de independencia de una personalidad que aún no se ha dejado tragar por el imperativo de «gustar» que predomina en los discursos de las redes, en las series, en las películas. Este libro es a la literatura como aquella pintura del grito de Edward Munch es a la historia del arte: una señal de alerta ante la ola de alienación que trajo esta nueva era de grandes avances tecnológicos. Eso sí, Ellis no pierde el humor ni la elegancia al contar, se apoya en el humor y hace una sátira bastante valiente de lo que pasa hoy en día.

En Blanco, Easton Ellis toca un abanico de temas que van desde el cine que lo formó hasta la nueva masculinidad, la cultura gay, los millennials, la fama, los fans, las redes sociales, los actores, Donald Trump, David Foster Wallace, Joan Didion, Twitter, la libertad de expresión, lo políticamente correcto, la intolerancia, la cultura de la cancelación. En este sentido, advierte que hemos entrado en una peligrosa suerte de totalitarismo que en realidad aborrece la libertad de expresión y «castiga a la gente por mostrarse tal cual es». Todo se ha vuelto demasiado aburrido y predecible, debemos comportarnos de manera éticamente perfecta, opinar lo que se debe sin afectar ni herir a ninguna minoría. 

Él, que se considera fiel exponente de la generación X, reflexiona sobre los millennials a los que llama «la Generación Gallina» por su excesiva sensibilidad, por ponerse siempre del lado de las víctimas sin considerar el contexto en el que se dan las situaciones. Cuenta el escritor que, en 2014, concedió una entrevista a Vice que provocó una explosión mediática por sus comentarios despectivos sobre los millennnials. «Y nunca había querido convertirme en el viejo cascarrabias que se queja de la siguiente ola que viene a suplantarle», escribe Ellis: «aunque, desde luego, muchos pensaron que yo era exactamente eso». 

Como era alguien que había satirizado a su propia generación por su materialismo, su superficialidad y su pasividad (por ejemplo, en Menos que cero), creyó que se había ganado el derecho a la crítica. Se sintió libre de señalar algunos rasgos que había detectado en los millennials. Al escritor le irrita la obsesión constante de éstos con sentirse oprimidos, con que todo conspira contra ellos «por su sexualidad, por su color de piel o por su cuerpo […] Y como ser una víctima es muy triste, todo el mundo siente empatía y compasión por ellos. Es un círculo vicioso. La vida está en contra de ellos como está en contra de todos. ¡Lucha contra ella!», escribe enojado.

Cada tanto Bret Easton Ellis aclara que siente empatía hacia los millennials, incluso por momentos se identifica con su novio, un millennial titulado universitario que buscó empleo durante varios meses sin conseguirlo, mientras lidiaba con un ambiente sexual degradante que ponía demasiado énfasis en el aspecto físico. «De modo que me solidarizaba con su neurosis, su narcisismo y su estupidez, con el hecho de haber crecido con las consecuencias del 11-S, entre dos guerras, en medio de una recesión brutal, con tiroteos en las aulas y tras la elección de un presidente al que no soportaban. No costaba ser comprensivo. Pero quizá yo me pareciera más a Lena Dunham en su serie de televisión Girls, que examinaba a su propia generación con una mirada cáustica, devastadora, sin por ello dejar de apoyarla. Y esto es crucial: ambas actitudes son compatibles».

Comparada con la realidad millennial, la de la generación X no fue de incertidumbre y penuria económica, explica Ellis, en tanto «nos dimos el lujo de ser depresivos e irónicos y modernos y solventes, todo a la vez. La ansiedad y la necesidad emocional se convirtieron en los rasgos definitorios de la Generación Gallina, y cuando el mundo no te ofrecía un colchón económico, tenías que fiarlo todo a tu presencia en las redes sociales: mantenerla, sostener la marca, esforzarte por gustar, gustar, gustar, ser actor».  Y agrega que ello creaba una ansiedad mayor, razón por la que, si alguien se mostraba sarcástico con esta generación, «simplemente se le tachaba de capullo: caso cerrado. Prohibida la negatividad, solo pedimos que se nos admire, como miembros de la cultura de la exposición en la que nos han criado. Pero se trata de una excusa problemática, porque coarta el debate». Frente a ello, Ellis se pregunta: «Si se nos silencia a todos para que nos guste todo –el sueño millennial–, ¿no acabaremos manteniendo (aburridas) conversaciones sobre lo fantástico que es todo y lo a menudo que gustas en Instagram?». 

Ellis plantea que, al contrario de lo que pasa en nuestra sociedad, debería fomentarse que los jóvenes cuestionen el statu quo de cualquier tema como elemento vital del proceso de maduración.

En la página doscientos veinte de su libro, el autor de American Psycho se pregunta cómo habría sido Patrick Bateman, el psicópata protagonista de su novela, si hubiera sido escrita hoy. Pero no les voy a contar más. Consigan este libro por ahí como hice yo, léanlo y dialoguen con sus páginas.

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