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pensamientos alternativos

Joseph Campbell y la aventura de ser un héroe o heroína

Por Teresa Porzecanski / Miércoles 09 de mayo de 2018

El patrón narrativo del viaje del héroe, o monomito, propuesto por Campbell presenta la aventura del protagonista en su historia, pasando por diferentes pruebas hasta concluir la aventura, en la que el héroe va creciendo a medida que la historia avanza. Este recurso es encontrado en muchas de las leyendas populares de variadas culturas, y Teresa Porzecanski nos propone adoptar una actitud heroica en nuestra propia vida.

En El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, Joseph Campbell se propone descubrir una estructura paradigmática común a la generalidad de los mitos, algo así como un ordenamiento de acciones vinculadas que se suceden y convergen hacia un desenlace.

Las preguntas que se hace Campbell son: ¿Qué es lo que transforma a un protagonista común de una historia en un héroe? ¿Cuáles son los obstáculos y las dificultades que tiene que enfrentar, combatir y vencer para que pueda acceder al estatus de héroe?

Hay un principio y es la aventura. Sin la disposición a la aventura nada puede pasarle a uno. Todo lo que nos sucede se inicia con el desafío de la aventura. ¿En qué consiste? Se trata de abrirse a la inmersión en lo desconocido (por oposición a lo familiar y conocido), y al entusiasmo y curiosidad que ello conlleva: «El héroe mitológico abandona su choza o castillo, es atraído, llevado o avanza voluntariamente hacia el umbral de la aventura».

Lo desconocido, ya de por sí, significa la posibilidad de riesgo: «Allí encuentra la presencia de una sombra que cuida el paso. El héroe puede derrotar o conciliar esta fuerza y entrar vivo al reino de la oscuridad». Si no lo logra, sufrirá las consecuencias, podrá ser asesinado y descenderá a la muerte. Pero, en general, lo logra, porque lo que distingue al héroe es que, aún disminuido en condición o cualidades, «puede avanzar a través de un mundo de fuerzas poco familiares y, sin embargo, extrañamente íntimas, algunas de las cuales lo amenazan peligrosamente (pruebas), y otras le dan ayuda mágica (auxiliares)».

En su periplo, debe saber discernir cuáles son unas, cuáles son las otras, y ser capaz de optar inteligentemente, para, por fin, llegar a la prueba final, la más difícil (que consiste a veces en matar a un monstruo, recuperar un objeto robado, o liberar algo o alguien aprisionado), y, habiendo saldado dicha prueba, recibirá su recompensa. «El triunfo puede ser representado como la unión sexual del héroe con la diosa madre del mundo (matrimonio sagrado), el reconocimiento del padre-creador (concordia con el padre), su propia divinización (apoteosis) o también, si las fuerzas le han permanecido hostiles, el robo del don que ha venido a ganar (robo de la desposada, robo del fuego).» Con ello, consigue finalmente la libertad de la responsabilidad que le fue atribuida, generalmente de orden moral, y la transfiguración o el ascenso a una dimensión menos humana y más divina, la que a veces es descripta como iluminación de la conciencia, o, a veces, lisa y llanamente, inmortalidad… Un recorrido, digamos, que exige mucho de valor, mucho de arrojo y más aún de confianza en uno mismo.

El filósofo alemán Georg Simmel escribió a principios del siglo XX una sociología de la aventura, en donde la emparenta con el sueño, el arte, el juego y el amor pasional, todo ello en contraste con el trabajo, la conducta racional y las certidumbres cotidianas. Es cierto que el aventurero se arroja a lo imprevisible, y la aventura interrumpe la repetitividad de sus actos como una alteridad, y acepta el desafío de la inserción de «lo otro» desconocido en aquello previsible y cotidiano.

Pero, por eso mismo y por el riesgo que implica, la aventura inaugura un antes y un después en la segura repetitividad de los días, y exige un cierto grado de valentía y desacomodamiento. Por tanto, no es poca cosa ni esta trayectoria ganada a sangre y fuego, ni este tránsito: puede exigir toda una vida, la vida misma, o parte de ella. O puede no ocurrir nunca, y uno queda siendo simplemente humano, viviendo la vida como un ser falible, prudente y mortal.


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