Fuera de juego
La letra chica del rocanrol
Por Mintxo / Lunes 16 de setiembre de 2019
No es difícil asociar a Andre Agassi a las grandes competiciones del mundo del tenis y los mayores éxitos internacionales en este deporte. Sin embargo, en 2009, él mismo decide reescribir su historia en Open: un manifiesto sobre la turbulenta relación con su padre, la presión en el deporte profesional y la soledad. Mintxo, periodista deportivo, rescata su historia en este espacio.
Dice: «Odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y sin embargo sigo jugando porque no tengo alternativa. Y ese abismo, esa contradicción entre lo que quiero hacer y lo que de hecho hago, es la esencia de mi vida». Hay algo transferible en lo escrito en estas frases. Es algo que genera una empatía casi inmediata, fuerte, verdadera. Y mucho más cercana se puede transformar si se cambia tenis por cualquier otro objeto directo. Va del caso puntual a la identificación masiva: la vida de un deportista como paralelismo a la de muchísimas personas que sienten tal contradicción (insalvable). La vida que no se elige suele ser lo que le pasa a la gran mayoría. Desde Andre Agassi hasta la mujer y el hombre que conversan dos mesas a la izquierda en la cafetería donde se escribe esta reseña.
Open (2009, AKA Publishing) trata del drama humano. Si bien es verdad que el punto de partida es la vida de uno de los tenistas más icónicos de los Estados Unidos, donde se ganan millones y millones de dólares, también puede tratarse como una historia particular a la que cuesta hacerle lugar de comparación. Pero no queda ahí. Es la historia bien contada –en muchos pasajes desde la angustia y el aislamiento, en otros con gracia y simpatía– la que nos sitúa en la piel del personaje. Millones aparte, no hay nada más verosímil que el dolor y la soledad.
Lo que Agassi hace es reescribir su historia. Ya no la vida de la farsa, como cuando jugaba con peluca para mantener la extravagancia de sus peinados ante la incesante pérdida de cabello, tampoco la vida de niño cuando, un día sí y otro también, escondía su fragilidad ante un padre que inventó una máquina llamada Dragón para lanzarle pelotas amarillas sin parar. Lo que Agassi se animó a decir es muy valiente: son las relaciones humanas las que terminan condicionando el drama universal, más allá del bien y el mal.
En la década del 90 Andre Agassi irrumpió con todo. Ganó Wimbledon en el 92, el US Open en el 94 y el 99, mismo año en que ganó Roland Garros. Además, fue cuatro veces ganador del Australian Open: 1995, 2000, 2001, 2003. Integra la selecta lista de quienes ganaron los cuatro Grand Slam. Como si fuera poco, ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996 y conquistó tres Copa Davis con Estados Unidos. Todo esto se sabe o se busca fácilmente. Pero para saber qué pasó detrás del velo impalpable que separa la vida de los premios, hay que abrir las páginas de Open.
«Tengo siete años y estoy hablando solo, porque estoy asustado y porque soy la única persona que me escucha. Entre dientes, susurro: déjalo ya, Andre, ríndete. Suelta la raqueta y sal de esta pista, ahora mismo». Esta frase, memoria del Agassi viejo, induce la sensación de calvario que marcó al Agassi niño por gracia y voluntad de su padre, Emanoul Aghassian, sirio iraní que llegó a Estados Unidos en busca de trabajo. Fue él, Mike Agassi –al apellido lo cambió un antepasado para evitar persecuciones, el nombre se lo cambió al llegar a Chicago–, quien, obsesionado con el tenis, torturó a pelotazos a sus hijos. Con los más grandes, Rita, Phillip y Tami, no pudo; con Andre es cuento conocido.
Agassi creció y cargó con su cruz. Hasta ahí también llega el sentido de identificación. Lo asume, lo narra, lo domina mentalmente, tal y como hacen los deportistas cuando compiten. Como si fuera un adicto, cayó y recayó una y otra vez. Eso también lo asume y lo expone (se expone). Y cuenta tan magistralmente sus dramas existenciales que logra que se le perdone la voracidad (ya personal) por ganar torneos que le dieron millones de dólares. Aunque parezca obsceno, aunque suene a contradicción, se termina queriendo al personaje.
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