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Leé «Madres», un relato de Sylvia Plath (EUA)

Por Sylvia Plath / Viernes 03 de agosto de 2018

Compartimos el relato «Madres», de Sylvia Plath, escrito en 1962, y reunido en La caja de los deseos, una recopilación de su prosa narrativa y ensayística, publicada por Nórdica Libros en 2017.

Conocida principalmente como una de las cultivadoras del género conocido como poesía confesional, la escritora estadounidense Sylvia Plath —que nació en Boston en 1932 y murió en Londres en 1963— fue también una gran narradora y ensayista con libros como La campana de cristal, el cual fue ecrito bajo el seudónimo de Victoria Lucas.
La colección de cuentos, ensayos y fragmentos de sus diarios, La caja de los deseos, destaca por su feroz concentración en el arte, la vitalidad de su inteligencia y los anhelos de su imaginación. En estos escritos encontraremos la temprana preocupación de Plath por los problemas derivados de las enfermedades mentales; los complejos procesos de la creatividad y, de manera destacada, una diversidad de temas que tienen la feminidad como eje central.


MADRES

 

  Esther seguía en el primer piso cuando Rose entró por la puerta de atrás
  —¿Hola?, Esther, ¿estás lista?
  En la calle que llevaba a la casa de Esther había dos casitas, y Rose vivía en la de más arriba con su marido jubilado, Cecil. La casa era una granja grande con el tejado de paja y su propio patio adoquinado. Los adoquines no eran adoquines corrientes de calle, sino adoquines cincelados, cuyos lados estrechos y alargados formaban un mosaico que siglos de botas y cascos habían fundido delicadamente. Los adoquines se extendían bajo la recia puerta de roble tachonada hasta el oscuro pasillo entre la cocina y la trascocina, y en la época de la anciana lady Bromehead, habían formado también el suelo de la cocina y la trascocina. Pero cuando, a los noventa años, lady Bromehead se cayó y se rompió la cadera y la llevaron a una residencia, una serie de inquilinos sin servidumbre había persuadido a su hijo para que pusiera linóleo en esas habitaciones.
  La puerta de roble era la puerta de atrás; la usaba todo el mundo, menos algún que otro desconocido. La puerta de delante, pintada de amarillo y flanqueada por dos arbustos de boj de olor penetrante, daba a un terreno de ortigas y a la iglesia, que señalaba al cielo gris por encima del festón de lápidas que la rodeaban. La verja principal se abría justo ante la esquina del cementerio.
  Esther se caló el turbante hasta las orejas, y a continuación se ajustó las solapas del abrigo de cachemira para parecer alta, majestuosa y gorda al observador accidental, en lugar de embarazada de ocho meses. Rose no había llamado al timbre antes de entrar. Esther imaginó a Rose, la curiosa y ávida Rose, observando la tarima desnuda del recibidor principal y los juguetes desparramados con descuido desde la habitación delantera hasta la cocina. Esther no lograba acostumbrarse a que la gente abriese la puerta y se dejase caer sin llamar al timbre. Lo hacían el cartero, y el panadero, y el mozo del tendero, y ahora Rose, que era de Londres, y debía tener más criterio.
  En una ocasión, cuando Esther y Tom estaban discutiendo a gritos y sin rodeos en medio del desayuno, la puerta de atrás se abrió de golpe y un puñado de cartas y revistas restalló sobre los adoquines del recibidor. El grito de «¡Buenos días!» del cartero se desvaneció. Esther se sintió espiada. Después de aquello, echó el cerrojo de la puerta de atrás durante un tiempo, pero el sonido de los tenderos que intentaban abrir la puerta y la encontraban cerrada en pleno día, y luego llamaban al timbre y esperaban a que ella llegase y abriese ruidosamente, le causaba todavía más vergüenza que la costumbre previa. Así que volvió a dejar el cerrojo en paz, y trató de no discutir tanto, o al menos no tan alto.
  Cuando Esther bajó, Rose estaba esperando justo al otro lado de la puerta, vestida con elegancia con un sombrero de satén lila y un abrigo de tweed a cuadros. Junto a ella, había una mujer rubia de cara huesuda, con los párpados azul brillante y sin cejas. Era la señora Nolan, la mujer del encargado del pub White Hart. La señora Nolan, según Rose, no iba nunca a las reuniones de la Unión de Madres, porque no tenía con quien ir, así que Rose la llevaba a la reunión de ese mes, junto con Esther.
  —¿Os importa esperar un poquito más, Rose, mientras le digo a Tom que voy a salir?
  Esther notó los astutos ojos de Rose pasando revista a su sombrero, sus guantes, sus zapatos de tacón de charol, mientras se daba la vuelta y echaba a andar con cuidado por los adoquines hacia el jardín de atrás. Tom estaba plantando fresas en la tierra recién removida de detrás de los establos vacíos. El bebé estaba en medio del camino, encima de un montón de tierra roja, echándosela en el regazo con una cuchara maltrecha.
  Esther sintió cómo sus quejas por que Tom no se afeitaba y dejaba al bebé jugar en el campo desaparecían al verlos a los dos tranquilos y en perfecta armonía.
  —¡Tom! —Sin pensarlo, dejó su guante blanco encima de la cerca de madera cubierta de polvo—. Me voy. ¿Te importa hacerle un huevo duro al bebé si vuelvo tarde?
  Tom se irguió, y gritó unas palabras de ánimo que desaparecieron entre ambos en el denso aire de noviembre, y el bebé se volvió en dirección a la voz de Esther, con la boca negra, como si hubiera estado metiéndose tierra en ella. Pero Esther se escabulló, antes de que el bebé pudiera ponerse de pie y tambalearse hasta ella, hacia donde Rose y la señora Nolan la estaban esperando, al final del patio.
  Esther esperó a que cruzaran la puerta de más de dos metros de alto, que parecía una empalizada, y echó el pestillo. Luego Rose puso los brazos en jarras, y la señora Nolan tomó un brazo, y Esther, el otro, y las tres mujeres anduvieron bamboleándose por el camino de piedra, dejaron atrás la casita de Rose, y más abajo la casita del viejo ciego y su hermana solterona, y salieron a la carretera.
  —Hoy nos juntamos en la iglesia.
  Rose se metió en la boca un caramelo de menta y les ofreció el cucurucho de papel de plata. Esther y la señora Nolan lo rehusaron cortésmente.
  —Pero no siempre nos juntamos en la iglesia. Solo cuando entran nuevas afiliadas.
  La señora Nolan puso los pálidos ojos en blanco, Esther no supo si por consternación general, o sencillamente ante la perspectiva de ir a la iglesia.
  —¿Usted también acaba de llegar al pueblo? —preguntó a la señora Nolan, inclinándose un poco hacia delante para salvar a Rose.
  La señora Nolan emitió una risa breve y triste.
  —Llevo aquí seis años.
  —¡Ah, entonces ya conocerá a todo el mundo!
  —A casi nadie —repuso la señora Nolan, haciendo que los recelos, como una bandada de pájaros de patas frías, llenasen el corazón de Esther.
  Si la señora Nolan, inglesa, a juzgar por su aspecto y su acento, y además la mujer del encargado del pub, se sentía de fuera después de seis años en Devon, ¿qué esperanzas tenía Esther, estadounidense, de entrar en aquella sociedad arraigada?
  Las tres mujeres siguieron andando, brazos entrelazados, por el camino que flanqueaba la linde, alta y con setos de acebo, de la finca de Esther, dejaron atrás la verja, y continuaron al pie de la pared de adobe rojo del cementerio. Lápidas planas y comidas por el liquen se inclinaban a la altura de sus cabezas. Labrado con hondura en la tierra por el uso, mucho antes de que alguien pensara en pavimentar, el camino se curvaba como el lecho de un río antiguo bajo sus riberas inclinadas.
  Dejaron atrás el escaparate de la carnicería, con la muestra de codillos de cerdo y botes de manteca propia de mediados de la semana, y subieron por la calle de la policía y los baños públicos. Esther vio a otras mujeres que, solas y en grupos, confluían en la verja techada de la iglesia. Bajo el peso de los engorrosos abrigos de lana y los sombreros de colores apagados, todas ellas parecían retorcidas y viejas.
  Mientras Esther y la señora Nolan se resistían a cruzar la reja, y animaban a Rose a seguir, Esther reconoció en la persona inusualmente fea que había llegado tras ella, sonriendo y saludando con la cabeza, a la mujer que le había vendido una berza inmensa en el Festival de la Cosecha por un chelín y medio. La col sobresalía del borde de la cesta de la compra como la planta milagrosa de un cuento, llenándola por completo; pero, cuando se puso a cortarla, era esponjosa y dura como corcho. Dos minutos en la olla a presión, y se quedó en un amasijo pálido y naranja que ennegrecía el fondo y los lados de la olla con un líquido aceitoso y maloliente. Tendría que haberla hervido inmediatamente, pensó Esther ahora, siguiendo a Rose y la señora Nolan hasta la puerta de la iglesia bajo los limeros achaparrados y desmochados.
  El interior de la iglesia parecía curiosamente luminoso. Esther se dio cuenta de que hasta entonces solo había entrado de noche, para las vísperas. Los bancos de atrás ya se estaban llenando de mujeres, que susurraban, se agachaban, se arrodillaban y sonreían con benevolencia en todas direcciones. Rose llevó a Esther y la señora Nolan a un banco vacío en medio del pasillo. Hizo pasar primero a la señora Nolan, luego entró ella, y a continuación tiró de Esther. Rose fue la única de las tres que se arrodilló. Esther inclinó la cabeza y cerró los ojos, pero su mente siguió en blanco; se sentía hipócrita. Así que abrió los ojos y miró a su alrededor.
  La señora Nolan era la única mujer de la congregación que no llevaba sombrero. Esther la miró a los ojos, y la señora Nolan arqueó las cejas o, mejor dicho, la piel de la frente donde tuvo las cejas. Luego se inclinó hacia delante.
  —No vengo demasiado —confesó.
  Esther sacudió la cabeza y susurró:
  —Yo tampoco.
  No era del todo cierto. Un mes después de llegar al pueblo, Esther había empezado a ir a los servicios de vísperas, sin perderse uno. El mes de hiato había sido angustioso. Los campaneros del pueblo hacían resonar los carillones dos veces cada domingo, mañana y tarde, por el campo de los alrededores. Era imposible escapar de las notas inquisitivas. Mordían el aire y lo sacudían con empeño perruno. Las campanas hacían que Esther se sintiese al margen, como postergada en un gran banquete local.

  Pocos días después de mudarse a aquella casa, Tom la llamó desde el piso de abajo para que saludase a una visita. En la sala de delante estaba sentado el pastor, entre cajas de libros por desembalar. Era un hombrecillo gris, con orejas de soplillo, acento irlandés y una sonrisa profesionalmente benigna que todo lo toleraba. Les habló de los años que había pasado en Kenia, donde conoció a Jomo Kenyatta, de sus hijos, que estaban en Australia, y de su mujer, que era inglesa.
  Esther pensó que de un momento a otro les preguntaría si iban a la iglesia. Pero el pastor no mencionó la iglesia. Hizo saltar al bebé sobre sus rodillas y se marchó poco después, con su silueta negra y compacta haciéndose más y más pequeña en dirección a la verja.
  Un mes después, trastornada todavía por las campanas evangélicas, envió al pastor una nota atropellada, medio a su pesar. Le gustaría ir a la misa de vísperas. ¿Le importaría explicarle el rito?
  Esperó nerviosa un día, dos días, y cada tarde preparaba té y bizcocho, que Tom y ella no se comían hasta estar seguros de que había pasado la hora del té. Luego, la tercera tarde, estaba hilvanando un camisón de franela amarilla para el bebé, cuando por casualidad miró hacia la verja por la ventana. Una recia forma negra subía despacio por las ortigas.
  Esther recibió recelosa al pastor. Le dijo inmediatamente que la habían educado en la fe unitaria. Pero el pastor le contestó con una sonrisa que, por ser cristiana, al margen de sus convicciones, era bienvenida en su iglesia. Esther se tragó el impulso de soltarle que era atea y poner punto final. Al abrir el Libro de Oración Común que el pastor le había llevado, sintió que una veladura enfermiza y engañosa se apoderaba de sus rasgos; recorrió tras él el orden del servicio. La aparición del Espíritu Santo y las palabras «resurrección de la carne» le dieron un prurito de falsedad. Sin embargo, cuando confesó que no podía creer en la resurrección de la carne (no se atrevió a decir «ni en la del espíritu»), el pastor no pareció inmutarse. Tan solo le preguntó si creía en la eficacia de la oración.
  —¡Oh, sí, sí creo! —Se oyó exclamar, asombrada por las lágrimas que tan oportunamente le habían venido a los ojos, cuando solo quería decir: «Me encantaría creer».

Más tarde, se preguntó si las lágrimas las había causado la visión de la enorme e irrevocable distancia que había entre su descreimiento y la beatitud de la fe. No se atrevió a decirle al pastor que ya había pasado por aquella intentona pía diez años antes, en la clase de Religión Comparada de la universidad, y finalmente solo consiguió lamentarse por no ser judía.
  El pastor propuso quedase con su mujer en el próximo servicio de vísperas, y sentase con ella, para no sentirse fuera de lugar. Luego pareció cambiar de idea. Al fin y al cabo, quizá prefería ir con sus vecinos, Rose y Cecil. Eran «feligreses». Solo cuando el pastor cogió sus dos libros de oraciones y su sombrero negro, recordó Esther el plato de bizcochos con azúcar y la bandeja del té que esperaban en la cocina. Pero para entonces era demasiado tarde. No solo el olvido había relegado esos bizcochos, pensó, observando la mesurada retirada del pastor entre las ortigas verdes.
  La iglesia se estaba llenando rápidamente. La mujer del pastor, de rostro alargado, angular, amable, retrocedió de puntillas desde el primer banco repartiendo ejemplares del Misal de la Unión de Madres. Esther sintió que el bebé se agitaba y daba patadas, y pensó plácidamente: «Soy madre; este es mi sitio».
  El frío primigenio del suelo de la iglesia estaba comenzando su entrada mortal en las suelas de los zapatos, cuando, susurrando y dejando de hablar, las mujeres se pusieron en pie al mismo tiempo, y el pastor, con sus andares lentos y santos, recorrió el pasillo.
  El órgano tomó aliento; comenzaron el himno de apertura. El organista debía de ser novato. Cada pocos compases, se alargaba una discordancia, y las voces de las mujeres patinaban hacia arriba y hacia abajo en pos de la escurridiza melodía con una desesperación atolondrada y gatuna. Hubo genuflexiones, respuestas y más himnos.
  El pastor dio un paso al frente, y repitió con detalle una anécdota que había sido el núcleo de su sermón de vísperas más reciente. Luego sacó una metáfora torpe, incluso sonrojante, que Esther le había escuchado en un bautizo la semana antes, sobre el aborto físico y el espiritual. Claramente el pastor estaba recreándose. Rose se metió otro caramelo en la boca, y la señora Nolan tenía la mirada vidriosa y lejana de una vidente infeliz.
  Por fin, tres mujeres, dos bastante jóvenes y atractivas, una muy mayor, fueron al frente, y se arrodillaron ante el altar para ser recibidas en la Unión de Madres. El pastor olvidó el nombre de la mayor (Esther pudo percibir cómo lo olvidaba), y se vio obligado a esperar hasta que su mujer tuvo la presencia de ánimo de acercarse discretamente y susurrárselo al oído. La ceremonia prosiguió.
  Dieron las cuatro antes de que el pastor dejase salir a las mujeres. Esther dejó la iglesia en compañía de la señora Nolan, ya que Rose se había adelantado con dos amigas suyas, Brenda, la mujer del frutero, y la elegante la señora Hotchkiss, que vivía en Widdop Hill y criaba pastores alemanes.
  —¿Vas a quedarte a la merienda? —preguntó la señora Nolan, mientras la corriente de mujeres las arrastraba al otro lado de la calle, y abajo, hacia el edificio de ladrillo amarillo de la policía.
  —A eso he venido —dijo Esther—. Me parece que nos la hemos ganad
  —¿Para cuándo es el bebé?
  Esther rio.
  —De un momento a otro.
  Las mujeres se estaban desviando a un patio a mano izquierda. Esther y la señora Nolan las siguieron a una habitación oscura que tenía algo de cobertizo, y que trajo a Esther recuerdos deprimentes de campamentos y sesiones de canciones de la iglesia. Recorrió la penumbra con la mirada, tratando de dar con una tetera o cualquier otra señal de alegría, pero tan solo encontró un piano de pared cerrado. Las demás mujeres no se detuvieron; subieron en fila india unas escaleras mal iluminadas.
  Tras unas puertas batientes, se abría una habitación luminosa que revelaba dos mesas larguísimas, colocadas en paralelo y con manteles inmaculados de lino blanco. En el centro de las mesas, bandejas de bizcochos y pastas alternaban con cuencos de crisantemos cobrizos. Había una cantidad asombrosa de bizcochos, todos ellos minuciosamente decorados, unos con cerezas y nueces, otros con azúcar espolvoreada. El pastor ya se había colocado en la cabecera de una mesa, y su mujer, en la de la otra, y las mujeres del pueblo empezaban a agolparse en las sillas apretadas. Las mujeres del grupo de Rose se colocaron al final de la mesa del pastor. A la señora Nolan la obligaron a sentarse enfrente del pastor, en el mismísimo extremo de la mesa, con Esther a la derecha y una silla vacía que habían pasado por alto a la izquierda.
  Las mujeres se sentaron y se pusieron cómodas.
  La señora Nolan se volvió hacia Esther:
  —¿Tú a qué te dedicas?
  Quien preguntaba era una mujer desesperada.
  —Oh, tengo al bebé. —Esther se avergonzó de su evasiva—. Paso a máquina lo que escribe mi marido.
  Rose se inclinó hacia ellas.
  —Su marido escribe para la radio.
  —Yo pinto —dijo la señora Nolan.
  —¿Qué pintas? —preguntó Esther, un poco sobresaltada.
  —Sobre todo óleos. Pero no se me da bien.
  —¿Has intentado la acuarela?
  —Sí, claro, pero se te tiene que dar bien. Tiene que salirte a la primera.
  —Entonces, ¿qué pintas? ¿Retratos?
  La señora Nolan arrugó la nariz y sacó un paquete de cigarrillos.
  —¿Tú crees que se puede fumar? No. No se me dan bien los retratos. Pero a veces pinto a Ricky.
  La mujer diminuta de aspecto apagado que servía el té llegó donde estaba Rose.
  —Se puede fumar, ¿verdad? —preguntó la señora Nolan a Rose.
  —Oh, me parece que no. La primera vez que vine me moría de ganas, pero no fumaba nadie.
  La señora Nolan miró a la señora del té.
  —¿Se puede fumar?
  —Ooh, yo diría que no —dijo la mujer—. En las dependencias de la iglesia, no.
  —¿Es por la normativa de incendios? —quiso saber Esther—. ¿O es por algo religioso?
  Pero nadie lo sabía. La señora Nolan empezó a hablar a Esther de su niño de siete años, que se llamaba Benedict. Resultó que Ricky era un hámster.
  De pronto, las puertas batientes se abrieron de par en par y dejaron pasar a una joven colorada con una bandeja humeante.
  —¡Las salchichas, las salchichas! —gritaron voces complacidas desde diversos puntos de la sala.
  Esther tenía mucha hambre, casi estaba desfallecida. Ni siquiera los hilos de grasa transparente y caliente que rezumaban de su salchicha envuelta en masa la detuvieron. Mordió un buen trozo, al igual que la señora Nolan. En ese momento, todo el mundo agachó la cabeza. El pastor bendijo las mesas.
  Con los carrillos abultados, Esther y la señora Nolan se miraron, haciendo muecas y sofocando la risa, como colegialas que comparten un secreto. Luego, después de la bendición, todo el mundo empezó a pasar platos de un lado a otro de la mesa, y a servirse con energía. La señora Nolan habló a Esther sobre el padre de Benedict el Joven, Benedict el Grande (su segundo marido), que había tenido una plantación de caucho en Malasia, hasta que tuvo la desgracia de enfermar y lo mandaron a casa.
  —Toma pan dulce. —Rose le pasó una bandeja de rebanadas tiernas y afrutadas, y la señora Hotchkiss le alcanzó un bizcocho de chocolate de tres pisos.
  Esther se sirvió grandes cantidades de todo.
  —¿Quién hace los bizcochos?
  —La mujer del pastor —dijo Rose—. Cocina mucho.
  —El pastor… —Mrs. Hotchkiss inclinó su sombrero, que tenía una pluma de perdiz— ayuda a batir.
  La señora Nolan, sin cigarrillos, tamborileaba sobre la mesa.
  —No voy a tardar en irme.
  —Me voy contigo. —Esther habló con la boca llena—. Tengo que volver, por el bebé.
  Pero había vuelto la mujer, con más té, y las dos mesas parecían cada vez más una gran reunión familiar de la que sería de mala educación marcharse sin dar las gracias, o por lo menos sin pedir permiso.
  Sin que supieran cómo, la mujer del pastor se había escabullido de la cabecera de su mesa, y estaba inclinada sobre ellas de manera maternal, con una mano encima del hombro de la señora Nolan, y otra encima del de Esther.
  —El pan dulce es delicioso —dijo Esther, con intención de elogiarla—. ¿Lo ha hecho usted?
  —Oh, no, lo hace el señor Ockenden. —El señor Ockenden era el panadero del pueblo—. Pero sobra un pan. Si quiere, lo puede comprar después.
  Desconcertada ante aquel quiebro financiero repentino, Esther recordó casi inmediatamente que la gente de la iglesia, sea de la orden que sea, siempre anda buscando dinero, colectas y donaciones de una u otra clase. Hacía poco se había visto saliendo de vísperas con una hucha, un austero recipiente de madera con una hendidura en el que al parecer se esperaba que fuera metiendo dinero hasta el Festival de la Cosecha del año siguiente, cuando vaciarían y volverían a distribuir las huchas.
  —Me encantaría —dijo Esther, con entusiasmo un poco excesivo.
  Cuando la mujer del pastor volvió a su sitio, hubo murmullos y codazos entre las mujeres de mediana edad del otro extremo de la mesa, que llevaban sus mejores blusas, chaquetas y sombreros redondos de fieltro. Finalmente, con un discreto aplauso local, una mujer su puso en pie, y dio un discursito pidiendo un voto de gracias a la mujer del pastor por la merienda. Hubo una coda cómica pidiendo dar también las gracias al pastor, por ayudar —al parecer era famoso por ello— a hacer la masa de los bizcochos. Más aplausos, muchas carcajadas, tras las cuales la mujer del pastor pronunció un discurso de respuesta, dando la bienvenida a Esther y a la señora Nolan por sus nombres. Dejándose llevar por el entusiasmo, confesó que esperaba que entrasen en la Unión de Madres.
  En el torbellino general de aplausos y sonrisas y miradas curiosas y un nuevo pase de bandejas, el propio pastor dejó su sitio y fue a sentarse en la silla vacía que tenía al lado la señora Nolan. Tras saludar a Esther con una inclinación de cabeza, como si ya hubieran hablado mucho, empezó a dirigirse con voz profunda a la señora Nolan. Esther los escuchó sin disimulo, mientras acababa su plato de pan dulce con mantequilla y bizcochos variados.
  El pastor hizo una extraña referencia jocosa a que nunca encontraba a la señora Nolan en casa, ante la cual la clara piel de rubia de esta se puso rosa brillante, y luego dijo:
  —Lo siento, pero, si no la he ido a ver, es porque pensaba que estaba divorciada. Normalmente, procuro no molestar a las divorciadas.
  —Oh, no se preocupe. Ya no se preocupe, ¿eh? —musitó la señora Nolan, sonrojada y tirando furiosamente del cuello abierto de su abrigo.
  El pastor acabó con un pequeño sermón de bienvenida que a Esther se le escapó, en su confusión y enfado ante el apuro de la señora Nolan.
  —No tenía que haber venido —susurró la señora Nolan a Esther—. Las divorciadas no deben venir.
  —Qué cosa más ridícula —dijo Esther—. Me marcho. Vámonos.
  Rose levantó la mirada cuando sus protegidas empezaron a abotonarse los abrigos.
  —Voy con vosotras. Cecil querrá el té.
  Esther miró de reojo a la mujer del pastor, al fondo de la habitación, rodeada de un grupo de mujeres que charlaban. El pan que sobraba no estaba a la vista, y no tenía el menor deseo de buscarlo. Podía pedirle uno a el señor Ockenden el sábado, cuando pasase por su casa. Además, tenía la vaga sospecha de que la mujer del pastor lo vendería más caro, para beneficio de la iglesia, como hacían en los rastrillos.
  La señora Nolan se despidió de Rose y de Esther ante el ayuntamiento, y se dirigió colina abajo al pub de su marido. El camino del río desaparecía, en la primera bajada, en un banco de húmeda niebla azul; desapareció en pocos minutos.
  Rose y Esther fueron andando juntas a casa.
  —No sabía que no admitían a las divorciadas —dijo Esther.
  —Oh, no, no les gustan. —Rose hurgó en un bolsillo y sacó un paquete de Maltesers—. ¿Quieres? La señora Hotchkiss ha dicho que la señora Nolan no puede entrar en la Unión de Madres, aunque quisiera. ¿Quieres un perro?
  —¿Un perro?
  —Un perro. A la señora Hotchkiss le queda un pastor alemán de la última camada. Los negros los ha vendido todos, esos le gustan a todo el mundo, y ahora solo hay uno gris.
  —A Tom no le gustan nada los perros. —Esther se sorprendió ante su propio arranque de pasión—. Sobre todo los pastores alemanes.
  Rose pareció alegrarse.
  —Ya le he dicho que no creía que lo quisieras. Los perros son horrorosos.
  Parecía que los vetustos líquenes de las lápidas, verdemente luminosas en la espesa penumbra, pudieran tener poderes mágicos de fosforescencia. Las dos mujeres pasaron ante el cementerio, con su tejo chato y negro, y a medida que el frío del anochecer penetraba sus abrigos y el caduco esplendor de la merienda, Rose ofreció su brazo y Esther lo tomó sin dudar.

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