Narrativa australiana
Leé un avance de «Desolación», de Julia Leigh
Por Julia Leigh / Martes 30 de abril de 2024
Detalle de portada de «Desolación», de Julia Leigh (Fiordo, 2023).
Con traducción de Tomás Downey y edición de Fiordo, llega Desolación, de la australiana Julia Leigh. Una novela sobre duelos imposibles y una prosa que corta el aliento. Como afirma Toni Morrison: «Julia Leigh es una hechicera. Su prosa lúcida conjura la serenidad mientras la tierra tiembla». Empezá a leerla.
Se detuvieron ante la gran reja de
entrada, alrededor todo era campo abierto, vacío, un campo poco agraciado,
tierras llanas, aradas y fangosas. El cielo de la mañana era un bálsamo, de un
azul pálido y blanquecino. La mujer tenía una pollera tubo de tweed, una blusa
gris de seda y el pelo recogido en un rodete suelto, como solía usarlo su
madre. Tenía el brazo derecho quebrado y lo llevaba colgado de un pañuelo de
seda, un cabestrillo, que combinaba con su blusa. A sus pies, una valija. Los
niños —el chico tenía nueve años, la chica tenía seis y llevaba su muñeca
favorita en brazos— iban con mochilas y una valija pequeña cada uno. La mujer
dio un paso adelante, fue directo hacia la reja —con púas de hierro, imponente—
y buscó la cerradura. En su lugar, se encontró con un sistema de seguridad, un
teclado electrónico, y apoyó su mano sobre los números durante varios segundos,
hasta asumir la derrota. Impasible, volvió para recoger su maleta, y sin mirar
a los niños siquiera de reojo se alejó hacia un costado por el pasto que
bordeaba la reja.
Después de un momento, los niños decidieron seguirla. Primero él, después ella. Caminaron en fila india bordeando el muro de piedra que cercaba la enorme propiedad hasta que la mujer llegó a un sector que le resultaba familiar; reconoció el viejo roble que se elevaba por encima del muro con el canto incrustado con fragmentos de vidrio. Todo ese sector estaba cubierto por una enredadera que despedía un olor dulzón. Tras una serie de movimientos incómodos, logró que la manija de la maleta quedara colgando de su yeso y hundió su mano izquierda en la vegetación; tanteó la piedra. Finalmente encontró la puerta. Mientras tiraba de la enredadera, los niños la alcanzaron y se quedaron observándola con el mismo gesto impasible con el que solían mirar televisión. Pero un momento más tarde, el niño se acercó a ayudar y, finalmente, lograron despejar la pequeña puerta de madera. Ella conservaba aún la llave y —sosteniendo ese objeto precioso y esbelto en el guante de su mano izquierda, la «siniestra»— la insertó en la cerradura. Primero la giró en la dirección contraria y después, tras un clic, oyeron el pestillo. Pero la puerta no abrió, se negaba a abrir: por más que ella intentó, permaneció cerrada. Empujó con todo el peso de su cuerpo, hizo fuerza con su hombro, pero la puerta se negaba a ceder. La mujer se quedó un rato largo de pie con la frente apoyada sobre la tabla de madera como si de algún modo, por su mera fuerza de voluntad, fuera a derretirse y cederles el paso.
Lo intentó el niño. Se plantó sobre el piso y pateó la puerta. Pateó y pateó, primero abajo, fuerte, y después una patada de kung fu, uno, dos. Tomó carrera y, como si fuera a hacer salto en alto, en puntas de pie, concentrado, se preparó para correr y se arrojó contra la madera. En el momento del impacto se oyó un ruido sordo. El chico repitió la acción, se lanzó con brutalidad. Y de nuevo. Una y otra vez, sin quejarse. Se levantaba con una mueca de dolor y volvía a su posición inicial; levantaba los talones, corría hacia la puerta. Pero la puerta era de roble y él era un niño; su camisa estaba rota y ensangrentada. En un momento miró a la mujer de reojo y ella, con un guiño, lo alentó a continuar. Finalmente logró forzarla lo suficiente como para que pudieran pasar.
La primera en cruzar por la abertura fue la mujer, y al hacerlo se enganchó las medias, que se le rasgaron. El niño ayudó a cruzar a su hermana y después, valija tras valija, pasó el equipaje del otro lado. Miró rápidamente alrededor para asegurarse de que no hubiera nadie observándolos y cerró la puerta tras de sí.
*
Una vez
dentro, arrastraron las valijas por un césped que crecía grueso y suave. Vieron
a la distancia un grupo de cuatro hombres, jardineros con sus uniformes, que
quitaban las hojas de una fuente esculpida en piedra. A medida que el trío se
acercaba, un jardinero, uno de los más antiguos, se puso de pie con dificultad
y saludó con la mano. La mujer le devolvió el saludo, pero mantuvo el rumbo.
Siguieron bordeando la larga hilera de tejos podados en formas fantásticas,
sombreros de copa y conos de helado y mancuernas. Otro jardinero, montado sobre
una cortadora de césped, se desvió para cederles el paso. Evitaron la rosaleda
y tomaron, en su lugar, el camino de grava bordeado de olmos; en las ramas no
habían aún brotado las hojas, de modo que saltaba a la vista que los árboles
efectivamente crecían, que los tallos nacían de ramas más grandes, que los
olmos no llegaban al mundo en forma de olmo. La niña se negaba a abandonar el
pasto, no quería pisar los guijarros, hasta que su hermano abrió la maleta y
sacó la pequeña estructura de un cochecito de bebé. La niña puso su muñeca en
el cochecito y, más tranquila, avanzó por el camino haciendo lo posible para
empujarlo mientras llevaba al mismo tiempo su valija.
Los escalones
de piedra que subían hacia la casona eran amplios y poco elevados y estaban
gastados como un jabón viejo. La mujer tomó el llamador de bronce —un anillo
muy grande que pasaba por la nariz de un toro enorme— y sintió su peso. Después
llamó. Esperaron con paciencia, una paciencia que nacía más del cansancio, del
abandono de cualquier esperanza de una recompensa fácil, que de la buena
voluntad. Ella extendió su mano para despeinar al niño, para darle coraje a
ambos. Toc toc. Abrió la puerta una mujer mayor. Llevaba su uniforme de
siempre, un vestido negro con un delantal blanco; su pelo, ahora gris, estaba
prolijamente recogido. Se miraron una a la otra en silencio, compartiendo el
entendimiento del milagro infravalorado que implica una puerta: en un momento
no hay nadie, y al siguiente… ahí está. Los niños espiaron hacia dentro y
vieron el hall de entrada; era austero e inmenso y las paredes, recubiertas por
paneles de madera, estaban pintadas de un pálido gris paloma. Los techos altos
le daban la autoridad de una iglesia o una corte, aunque minada por los
coloridos globos inflados con helio que flotaban sostenidos por jarrones o
atados al pasamanos de la gran escalera principal.
—Hola,
Ida —dijo la mujer con calma—. Soy yo.
—Hola,
Olivia.
—¿Te
presento a los niños?
Ambos
saludaron con un gesto frágil. Ida notó el hombro ensangrentado del niño, su
remera y sus pantalones rotos, pero no dijo nada. Se agachó y agitó los dedos a
modo de saludo, los invitó a entrar.
La abuela estaba arriba, al final
de la escalera. Su aspecto era impecable, llevaba una falda y una chaqueta
haciendo juego, un collar de perlas estupendo. A su lado descansaba un bastón
con puño de plata, como un cetro. Aunque frágil y pequeña, la impresión que daba
era de digna resignación.
—Hola,
madre.
—Hola,
Olivia.
La
mujer subió las escaleras de mármol, fue hasta su madre; tomó su mano,
agrietada y suave, y la besó. Una formalidad que no implicaba una
reconciliación. La madre, a su vez, la examinó: el pelo revuelto, las medias
rasgadas, el brazo roto. Decidió, con delicadeza, no hacer comentarios.
—Necesitaba
volver a casa —dijo la mujer. Hubo un largo silencio—. Bueno, ellos son los
niños.
Con
un gesto, les indicó que subieran.
—Él
es Andrew, le decimos Andy. Andy, ella es tu abuela. Grand-mère. Abuela.
Él
dijo hola; ella sonrió.
—Y
ella es Lucy. Lucyloo.
—Hola
Lucyloo —dijo la abuela.
La
niña, tímida, no respondió.
—¿Se
van a quedar mucho tiempo?
Una
pausa.
—Sí,
creo que sí.
—Bien,
es el día —dijo la abuela. Tocó uno de los globos con la punta del bastón—. Tu
hermano está por llegar. Están embarazados, sabes. En el hospital. Vendrán en
cualquier momento. Está todo listo, al menos para los primeros seis meses, los
más duros. Pero hay lugar de sobra, por supuesto. ¿Adónde quieres dormir,
Olivia?
—Donde
sea conveniente.
—Ida
se ocupará de eso. —Miró a Ida buscando confirmación—. Bien, vengan, ¿están
cansados? Deben estar cansados. Un viaje muy largo. —Después agregó—: ¿El viaje
fue largo?
—Muy
largo —respondió la mujer—. ¿O no, niños?
El
niño se encogió de hombros, pero la niña asintió varias veces, alzaba y bajaba
la cabeza sin detenerse.
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