Cosas más de cerca
Leé un avance de «Los lejos», de Magdalena Portillo
Por Magdalena Portillo / Viernes 19 de julio de 2024
Detalle de portada de «Los lejos», de Magdalena Portillo (Emecé, 2024).
Compartimos un avance de Los lejos, la primera novela de la poeta Magdalena Portillo (1991), novedad de Emecé. Empezá a leer este libro impregnado de poesía y una conmovedora visión de mundo.
Para todos y para nadie
Siempre dije que, en mi caso, la escritura es una casa derrumbada. La palabra, esa habitante silenciosa. Con ojos de niña que todavía desconoce el horror, pero lo acaricia en sueños. No puedo permitirme la mudez. Ir como si nada pasara. Atravesar los años en esta ceguera. Digamos, si mi madre se hubiese arrepentido de cruzar esa puerta, ¿qué escribiría esta mujer ahora?
Esta mujer que veo en el espejo. Dueña entera ella de un silencio que todavía lleva el polvo de esos escombros. 1997. Siempre estoy volviendo a ese año. No sé si fue en ese año o en otro donde la escritura se deslizó por debajo de la puerta. No quiero hacer suposiciones. Anoche caminaba por Ciudad Vieja, mientras escuchaba la nueva canción de una banda que me gusta mucho. Él no canta. Él recita. No será una casa en el Prado. Camino y escucho la voz de ese hombre. Por eso: si no será, si no fue, ¿qué hago con la palabra?
¿Hacia dónde lleva ese túnel que veo de lejos?
Cuando era niña, un acontecimiento me marcó. Decidí no hablar. No hablé por mucho tiempo. Mi madre se preocupó. La psicóloga hizo juegos con mi mente para obligarme a hablar. Nada.
Soy la que cuenta chistes malos a sus amigos. La que vuelve siempre al mismo bar. La que quisiera reírse más bajo, pero dice: Ya está, así me rio. Y su risa es una carcajada que se expande por la rambla a altas horas de la noche.
Soy la que incita al lenguaje cuando el cuerpo le duele y le dice: Dale, decime vos también cuántas vidas caben en un cuerpo. Ya se sabe que el ser humano es un ser insatisfecho. Que nacemos con la inconformidad como una marca de fuego sobre la frente. Pero juro que he tenido noches donde el fuego arde y el lenguaje se vuelve monstruoso, tanto que lo he visto alcanzar la belleza y es ahí donde no pido más nada. Después viene la escritura.
Un poema terminado nunca es un poema terminado. Tal cosa no existe. Por eso seguimos escribiendo poemas. Por eso seguimos creando. Porque la única eternidad que veremos en este mundo radica en lo que todavía late dentro de nosotros. Y pensar que creíamos que ya lo habíamos escrito, ya lo habíamos creado. Vengo a hablar de mi paso por el mundo. Tan parecido al tuyo. ¿Acaso no escuchás vos también ese latido? ¿Acaso no es eso lo que nos dice vamos, el mundo es un lugar horrible con sitios donde suceden cosas hermosas? No me prives de él. Sé que no podré decirlo con palabras. Y, si alguna vez eso sucede, volveré al silencio. Solo así, volveré a ese año: 1997.
Así como Artaud le escribió una carta a Balthus que él nunca llegó a leer, escribo para todos y para nadie. La escritura no tiene un propósito más que el de ir revelándonos nuestra propia existencia.
Y, si acaso tuviera otro propósito, no me lo digan. No quiero saber.
***
Es verano, aunque estemos en otoño
Allá lejos el cielo se inclina como un santo sobre la rambla de Ciudad Vieja. Terminó la temporada de cruceros. Un hombre chapotea en la orilla. Visto desde aquí, podría ser un niño. Pero, a medida que me voy acercando, el niño va pasando los años con cada ola que llega a la orilla. A tres cuadras tiene siete años y mira a sus padres desde el comedor de su hogar. A dos cuadras tiene treinta, un empleo que detesta y una mujer que ama, pero que se aleja. A una cuadra tiene sesenta y chapotea en el río de un país que no es el suyo. Su casa está lejos. O quizá cerca.
Abro una página del libro que guardé en el bolso antes de salir, Éramos unos niños, de Patti Smith. Leo lo siguiente:
Me quedaba sentada a los pies de mi madre, viéndola tomar café y fumar con un libro en el regazo. Su ensimismamiento me fascinaba.
A mi madre le gustaba leer unas revistas que se editaban en los setenta y que conseguía por dos pesos en la feria del barrio. Lo que más disfrutaba era la sección de jardinería. Nunca tuvimos un jardín, apenas un árbol que nos miraba de reojo. Tan viejo como las vigas que sostenían las paredes de la casa. Yo amaba ese árbol. Podía pasarme horas sentada viendo las sombras de las hojas proyectándose en la tierra. Después jugaba a unir las hojas con sus sombras. Quería que se tocaran. Pero eso era imposible: yo no arrancaba las hojas. En ese entonces no sabía que iba a enamorarme del cine experimental. Estaba frente a mi primera escuela de cine: esas sombras proyectándose en la tierra.
Un recuerdo. Mi madre está sentada en el patio que da a la calle. Lleva la cabeza hacia atrás y las rejas de la ventana acarician su pelo largo. Me llama para pedirme que le alcance los cigarros que se olvidó adentro.
Yo vuelvo con la caja en las manos, ella toma la caja y mis manos y, acto seguido, me agarra del codo.
¿Qué te hiciste ahí?, pregunta señalándome la rodilla.
Hace días que tengo la rodilla así. Con ese moretón monstruoso y verdoso asomándose como una mancha de humedad. No quiero que nadie lo vea. Pero esa tarde hace calor. Yo llevo unos shorts y mi madre lo ve. Nunca aprendí a mentir. Me pongo nerviosa y enseguida empiezo a reírme con una risa desquiciada. Pero nada de eso ocurre. Ni los nervios ni la risa de desquiciada. Solo un silencio que interrumpe la perra, que ahora le ladra a ese viejo a quien los niños de la cuadra le tiran piedras cuando pasa. De repente, la perra calla. El hombre desaparece. Pero los ojos de mi madre continúan puestos sobre mí, esperando una respuesta. No miento. Su primera reacción es un insulto dirigido a mi padre. Su segunda reacción es tirar la revista tan lejos que va a caer al patio del vecino. Su tercera reacción es llorar. Su cuarta reacción es reprocharme que se lo haya ocultado. ¿Por qué?, dice mientras acaricia mi rodilla con sus dedos pequeños. Su quinta y última reacción es abrazarme.
Yo no lloro. No hago nada. Me quedo mirándola y pidiendo que por favor no diga nada. Ella se pasa las manos sobre la cara. Se reincorpora. Entra a la casa. Se cambia y vuelve a salir al patio. Ya vuelvo, me dice y, antes de cruzar el portón, da la vuelta. Me mira. Esto se acaba acá, dice y desaparece como las sombras de las hojas proyectadas en la tierra.
***
Apuntes durante el insomnio
Aprender a usar el silencio de manera tal que el cuerpo no se enfríe. Que sea una casa a la que siempre quieras regresar.
Anoche pensaba en el tiempo que llevo sin verte. Mi cuerpo se enfrió rápidamente cuando me di cuenta de que pronto serían tres meses. El silencio no sirvió de nada. Lloré.
Pensé en eso que me dijiste una vez. Eso de la vejez. De que es un estado al que uno llega cuando se entrega a la tristeza por aquello que ya pasó. Soy una vieja, pensé. Soy una vieja que no logra hacer entrar en la tibieza a su propio cuerpo. Que tapa espejos con telas y que toma vino mientras hornea pan.
Te extraño.
Mensaje no enviado.
Afuera un niño pierde un globo en el aire. Un perro cincha de la correa y la mujer que lo lleva se estira para agarrar su abrigo. El sol se oculta cerca de la caña de un pescador. La rambla enmudece lenta frente al asfalto y al hotel NH. Una chica con medias de red desnuda su hombro para enseñarle al chico que la acompaña su nuevo tatuaje. Un limpiador de baños químicos mira su celular. El hombre del muro que duerme afuera del Templo Inglés observa a una mujer que habla sola. El cuidador del MEC acaricia al gato del edificio.
Dos hombres cambian opiniones sobre una película de la cual no logro retener el título. La cruz del templo desaparece frente a la niebla. Vuelvo a mi cuerpo. Escribo.
Wild Horses. La vida de la infancia queda demasiado lejos. O quizá solo esté dando vuelta la esquina.
Madre, he caminado tanto por ese barrio que a veces creo verte llegando con tu cartera. Con tus tacos fuera de moda y ese saco azul inconfundible. El pelo corto como lo llevo yo ahora.
Madre, la jaula se ha vuelto pájaro, dejemos por esta vez que el silencio se escriba solo.
Cuando te hablé de él, me miraste desconfiada. Dijiste algo de la edad. Algo a lo que le resté importancia. Nunca entendiste por qué me enamoraba de las personas de las cuales me enamoraba. Nunca entendiste por qué.
Te dije que estaba triste. Me dijiste que sí, bueno, hay que aprender a llevar la tristeza. Nunca una palabra que alivianara mi tristeza. O, al menos, un silencio. Nunca.
Los caballos siguen. Corren hacia el fin del mundo. Me pinto los labios y salgo al bar.
El vecino de Brasil me habla, pero yo no lo escucho. Pienso que me cae bien y que podría ser su amiga, pero no tengo fuerzas para armar nuevos vínculos.
F., anoche mientras dormía, oí que había empezado a llover y me desperté. Pensé en lo mucho que te gustaría saber que escuché la lluvia mientras estaba dormida.
Volví a leer los diarios de Balthus. Las partes que había subrayado en la primera lectura para leértelas. Todavía no me animo a sacar los dibujos que me regalaste. Los guardé en el armario. Pero la pintura sigue ahí. En la habitación.
Una noche se me ocurrió contar los pasos del bar hasta casa. Pero apenas comencé a contar, la risa salió y ya no pude continuar. Comencé a reírme de mi ocurrencia. Caminé las dos cuadras riéndome de mí misma, hasta que, en un momento, levanté la cabeza para mirar hacia la rambla. Esa noche había mucha niebla, vi la fila de palmeritas que hay frente a Plaza España. No sé por qué. Pero esa imagen me despertó mucha ternura. Saqué el celular para hacerles una foto, pero, luego, al observar cómo había quedado, me di cuenta de que la foto no trasmitía lo que me habían generado esas palmeritas vestidas con la niebla. Igual la guardé. Llegué a casa y bajé las persianas.
Esa noche no llovió allá afuera. Pero sí mientras dormía.
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