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Dignidades

Leé un avance de «Sobre esta tierra», de Lalo Barrubia

Por Lalo Barrubia / Lunes 11 de noviembre de 2024
Lalo Barrubia y portada de «Sobre esta tierra» (Criatura Editora, 2024. Ilustración: Florencia Durán Itzaina).

Una mujer levanta una casa con sus propias manos en la costa uruguaya. A medida que construye descubre la historia de otra mujer que vivió antes en ese lugar. Empezá a leer la nueva novela de Lalo Barrubia, novedad de Criatura Editora: «Hoy me instalé a vivir en esta carpa que brilla azulada en una esquina por el efecto de alguna luz lejana, debajo de una acacia gigante y retorcida».

Primavera

Compré mi dignidad en el consultorio de un dentista por la suma de cinco mil setecientos euros. Pudo haber costado más. Pero quiso el azar que el tipo que me la vendió también estaba comprando su dignidad con la estrategia de ofrecer precios tentadores para generar acumulación de trabajo.

Su dignidad era muy diferente a la mía. Consistía en la construcción de una casa vistosa, de varias plantas de reluciente plástico chino, en la parte concheta de algún pueblo de nombre impronunciable en el sur oscuro de Polonia, en el que había nacido. Lo contaba sin ningún pudor y hasta mostraba imágenes de pretensiosas selecciones de azulejos y marcos dorados mientras esperábamos el efecto de la anestesia. La mía consistía en poder sonreír.

Pero, a los efectos prácticos, teníamos ese objetivo común de convertirnos en algo que no habíamos nacido para ser o, tal vez, de dar la impresión de habernos convertido en algo que no éramos. Gracias a esa coincidencia de intereses, logramos hacer un acuerdo para estafar a las subvenciones estatales, contrabandeando los materiales desde Tallin por la mitad de lo que hubieran salido en Finlandia y repartir la diferencia en el precio total. Siguió nevando como si nada.


He cruzado el tiempo y el agua. Ahora es otro el mundo. Puedo moverme por territorios aparentes, encontrar una guarida. Puedo ocultarme en el sonido de la lengua. Puedo fingir las lenguas apropiadas. Puedo fingir que mi lengua es mi lengua. He perdido la lengua que nunca llegué a heredar, la que mi abuelo calló para mí. Tengo que valerme de estos dientes diseñados y de los sonidos que se cuelan entre ellos.

Estoy sola, acostada sobre un fondo irregular de ramas y pinocha, en un suelo extraño, uno más para la lista, en un lugar sin nombre, que nadie tiene muy claro si forma parte de un pueblo o del siguiente. Lo que está claro, aunque no termino de creérmelo todavía, es que este pedazo de tierra me pertenece, y yo también levantaré mi castillo.


Hoy me instalé a vivir en esta carpa que brilla azulada en una esquina por el efecto de alguna luz lejana, debajo de una acacia gigante y retorcida. Es lo único que veo. Oigo el viento persistente, el arrastrarse de un mar que apenas conozco. Oigo el murmullo de insectos ignorados, ramas que se tocan. Oigo mi propia respiración. Siento a mi alrededor la vida borboteando y mi cuerpo formando parte de ella, de una forma que no podía sentir cuando todo mi entorno estaba lleno de seres humanos. 

Hace frío, pero es un frío del Sur y dentro de mi sobre del Norte soy invulnerable. Me tapo la cara. Tanteo la bolsita de tela anaranjada para asegurarme de que allí están el encendedor, la billetera, los lentes, el teléfono. Cosas que no puedo perder. Aflojo los músculos de a uno, como aprendí en las clases de yoga. Los músculos se van rindiendo, pero mi cabeza no quiere dormir. Fue un día largo y cansador. Cada una de las impresiones vividas se van repitiendo en mi pensamiento, como buscando un lugar donde ubicarse. No encontrarán un lugar donde ubicarse; será necesario crear casilleros nuevos. El monte, sus árboles, sus casas escondidas, las olas frías sobre mis pies, el rincón de la acacia gigante esperándome, un tímido sol sobre la cara, el atardecer rojo entre los árboles, el olor a pino, el olor a eucalipto, el olor a muertes pequeñas que es el olor de las vidas pequeñas, como la mía. Hacer el camino desde la carretera con toda esa carga sobre la espalda. Todo eso irá bajando hasta quedar en un lugar quieto de mi cuerpo, natural, cotidiano. Intentaré no olvidarme de esta noche. Intentaré que este momento quede estaqueado en la entrada del tiempo, en la memoria que hace y deshace y recompone fragmentos a su gusto.


Me fui hasta lo del vecino pero no había nadie. Di una vuelta alrededor de la casa hasta que encontré una canilla. Cargué mis dos bidones de agua y volví. Mientras me lavo la cara, oigo el auto entrar por el camino del costado. Por entre los árboles veo una mancha bordó estacionando junto a la casa. Me acerco.

Él me saluda con efusividad. Le explico que saqué agua y que voy a precisar sacarla de ahí durante un tiempo. Que me diga después cuánto le tengo que pagar. Él dice que nada. Que todo bien. Que es agua de un pozo fluvial, que no cuesta nada y se puede tomar. Entonces me lanzo y le pregunto si también puedo cargar el teléfono. Él me pide que lo siga y me muestra una ventanita con un alero donde hay un enchufe. Dice que lo puedo usar incluso cuando él no está. Todo eso lo dice usando muchas palabras, repite las cosas, las encadena con otras. Me cuenta toda la historia de por qué hizo esa instalación afuera, con muchos detalles innecesarios. Yo pongo el teléfono a cargar y voy retrocediendo despacio, como para volver al campamento. Él me sigue, hablando todo el tiempo. Me pregunta si voy a construir en barro. Que en madera, le digo yo. Quiere saber por qué. Dice que acá se construye mucho en barro, que es muy térmico, que hay un muchacho que lo trabaja muy bien, que también es bajista, que toca en no sé qué banda. Le digo que la madera es lo que yo sé trabajar. En realidad, no es que sepa, sino que el único amigo que tengo que me puede guiar, da la casualidad que es carpintero. Pero creo que así suena mejor. Le sorprende que vaya a construir yo misma, mientras me cuenta que él y su padre levantaron su propia casa de madera, hace muchos años. Pinceladas de un pasado que no me interesa. A las órdenes si hay algo en lo que pueda ayudar. Gracias, digo mientras sigo retrocediendo, muchas gracias, ya está ayudando un montón. Ya estoy en terreno neutral. Que pase cuando quiera, me dice. A tomar unos mates. Dale, hasta luego, gracias de nuevo.

Se ve que tiene mucha necesidad de hablar. Me pregunto si terminaré también así. Yo, que me vine aquí para no tener que hablar tanto.

En el silencio de la mañana, cuando todo se hace visible otra vez, mientras el tiempo flota sobre una nube de humo de leña de monte en la que se va calentando el agua para el mate, se cuela el pasado a acompañarme. Repaso los acontecimientos que me trajeron hasta aquí sin encontrar un principio. Arrepentimientos que no pesan pero están, momentos en los que debí salvarme a mí misma y no lo hice, momentos en los que entregué mis dientes, entre otras cosas que perdí. Y entonces me obligo a pensar en el camino de regreso a la vida, en el ácido y rutinario café de la cocina de la fábrica que me dio un día el estímulo químico y la oportunidad sosa de seguir, o en el dolor de las operaciones en el consultorio del polaco.

Va a haber que sacrificar el canelón. Me da pena asesinar al único árbol autóctono que crece en esta tierra. Pero es que he estado trazando varias opciones para la posición del rancho y la única alternativa posible para mí es sacar el canelón. También es cierto que los demás árboles, como individuos, han crecido aquí. Son mucho menos intrusos que yo. Incluso, como especie, no son responsables de que alguien los haya traído hasta aquí y se hayan visto obligados a adaptarse. La razón por la que perecerá el canelón es su humano tamaño. Lo lógico sería abrir espacio hacia el sur, lo que me permitiría poner una ventana alta, quizás con vista al mar. No estoy segura; no he tenido oportunidad de subir tan alto todavía. Pero para eso tendría que cortar, no uno, sino dos eucaliptos. Y cortar eucaliptos de ese volumen es algo que no puedo hacer yo, y me saldría más caro que las chapas del techo. Podría, en el mejor de los casos, enfrentarme a pinos medianos, con paciencia y peligro, pero nunca a eucaliptos. No da para pensarlo más. Los eucaliptos quedarán amenazantes hamacándose con el viento y la estructura quedará orientada de este a oeste, después de una lucha entre el canelón y yo, a quien enfrentaré con un hacha y mi poder de movimiento, que es lo único que me aventaja sobre él. Según mi vecino, el que debería sacar ya es el pino atravesado, o nunca podré entrar con un auto. De ninguna manera pienso sacar el pino atravesado. 


Por lo que estuve averiguando, la madera tratada, o sea, impregnada en arseniato de cobre, envenena la tierra. Hay una serie de reclamos y procesos jurídicos, en diferentes partes del mundo, relacionados con la dispersión del arsénico de la madera tratada en los suelos y en el agua. También hay otras teorías que sostienen que el veneno se esparce de forma tan lenta que es imposible calibrar el daño potencial. Esta versión no la sostienen solo las industrias relacionadas para defender su producto, sino también ciertos grupos del lobby de la sustentabilidad, que consideran que sería mayor el impacto de tener que sustituir toda la madera de construcción cada veinte o veinticinco años. No les creo mucho a ninguno de los que argumentan, ni a favor ni en contra. Tampoco tengo ni la más remota posibilidad de estudiar el tema con la profundidad necesaria para dilucidarlo por mí misma. Estoy obligada a considerar, en primer lugar, lo que me conviene a mí. 

Los postes tratados son, en principio, inmutables a la acción de la intemperie, lo que garantiza una durabilidad imposible de lograr con otros métodos y facilita el trabajo en forma exponencial. Los podés almacenar en cualquier condición y los podés enterrar sin ninguna preparación, ni de la madera ni del suelo. Y, además, los otros métodos para curar madera que estarían a mi alcance son tóxicos también. Pero el detalle importante es que esos otros métodos debe aplicarlos uno mismo en el momento en que los troncos se cortan, y los troncos se cortan en los meses sin erre. Es decir que sería irrealizable en este momento. Tendría que empezar todo el proceso recién en mayo del año que viene. No deja de ser una opción. Volver a Finlandia, trabajar, ahorrar y después venirme con el tiempo y el dinero necesarios. 

No le tengo fe a ese plan. Irme al invierno para volver al invierno de aquí. Aterrizar en la oscuridad y ver todo de otro modo. Podría morirme de depresión en el camino, o de otra cosa. Podría ocurrir algo que me hiciera cambiar de idea, perder el impulso y no poder recuperarlo. Aunque sí, también me da miedo quedarme aquí sin saber qué hay que hacer ni cómo voy a pagarlo. Ya perdí mi pasaje de avión. Ya perdí mi estabilidad laboral. Nada es seguro con quedarme, pero tampoco nada es seguro con irme. Al menos este lugar es mi propio rincón agreste y desprovisto, y tengo por delante unos cuantos meses de calor.

El negocio de la dignidad no fue fluido ni lineal. No se vayan a creer que el dinero le vende lo mismo a cualquiera. Hay que encontrar el atajo correcto. La primera vez que consulté, mi intención era apenas tener una noción de lo que necesitaba ahorrar, saber si era posible. Me atendió un odontólogo iraní, un hombre flaco, feo, con la piel porosa, lentes aburridos de armazón metálico, mala pronunciación. El presupuesto que me dio me pareció demasiado barato. No sabía cómo reaccionar. Le pregunté por la calidad de algunos materiales. Respecto a las aplicaciones metálicas, me aseguró que eran de calidad más que aceptable. Sobre estas cosas nunca había garantías, pero se suponía que me iban a durar toda la vida. Pero respecto a las porcelanas me aclaró que eso no lo había incluido, porque había otras alternativas más económicas. O estaba entendiendo mal o la suma que me había dado no era el presupuesto que le había pedido, sino parte de él. Le expliqué que yo no podía empezar hasta no saber cuánto me iba a salir todo. Pero él me dijo que ese tratamiento, como yo lo quería, no lo iba a poder hacer, que los servicios sociales no iban a cubrir eso. No entendí bien. Yo no le había dicho nada sobre los servicios sociales.

—Implantes de porcelana no le van a pagar —explicó, como si hiciera falta.

—Yo los voy a pagar.

—¿Usted tiene idea de lo caro que es?

—A eso vine aquí, a averiguar eso.

—Yo, de todos modos, le recomendaría empezar con lo que le cubren los servicios sociales.

—Pero no me está diciendo cuánto me sale.

—No se moleste, señora. Es que yo también fui inmigrante y sé cómo son las cosas. Yo solo le diría que aproveche ese recurso mientras lo tenga…

—Yo solo tengo el subsidio estatal como todo el mundo, no el de servicios sociales.

—¿Usted averiguó?

—Claro. Eso es para gente que no tiene trabajo.

—Ah… usted trabaja… Bueno, le puedo hacer el presupuesto que quiere, pero desde ya le aviso que va a ser caro.

—No, gracias.

Supuse que encontraría un lugar donde no hubiera que tener buenos dientes para hacerse buenos dientes. Creo que recién en ese momento empezó a considerar que podía estar equivocado. Pero ya era demasiado tarde para mí. Lo que más bronca me dio de la situación fue algo que se repite en mi vida: salir con la sensación de que la desgraciada soy yo. Dejar a la humillación meterse dentro de mí. 


Miro la pantalla del teléfono y trato de juntar el valor necesario, sin estar segura de lo que estoy haciendo. Dar el paso al vacío. Hay que empezar alguna vez. Confiar en que encontraré otra vía de escape si se hace imprescindible escapar. Escribo el mensaje para encargar los postes tratados en los que me voy a reventar los seiscientos euros que me quedan del seguro de desempleo. Oigo un pájaro carpintero. Busco en todos los árboles pero no lo veo. Respiro hondo y le doy a enviar.

Tiemblo hasta que me llega la confirmación. Tendré que sobrevivir hasta fin de mes con los pocos pesos uruguayos que me quedan en efectivo.

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