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DIFUSIÓN

Leé un fragmento de la segunda entrega de «La muerte del comendador» de Haruki Murakami

Por Haruki Murakami / Miércoles 27 de febrero de 2019

Compartimos un fragmento del segundo libro La muerte del comendador, del escritor japonés Haruki Murakami. ¿Qué le ocurrió en el pasado al autor del cuadro La muerte del comendador? ¿Quién es el hombre sin rostro? 

Haruki Murakami (Kioto, 1949) es uno de los pocos autores japoneses que han dado el salto de escritor de prestigio a autor con grandes ventas en todo el mundo. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka, el Jerusalem Prize o el Hans Christian Andersen, y su nombre suena reiteradamente como candidato al Nobel de Literatura. Tusquets Editores ha publicado todas sus novelas —Escucha la canción del viento y Pinball 1973; La caza del carnero salvaje; El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas; Tokio blues. Norwegian Wood; Baila, baila, baila; Al sur de la frontera, al oeste del Sol; Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; Sputnik, mi amor; Kafka en la orilla; After Dark; 1Q84, Los años de peregrinación del chico sin color La muerte del comendador (Libro 1)—, así como los libros de relatos El elefante desaparece, Después del terremoto, Sauce ciego, mujer dormida y Hombres sin mujeres, la personalísima obra Underground, los ensayos titulados De qué hablo cuando hablo de correr y De qué hablo cuando hablo de escribir, y el bello relato ilustrado La chica del cumpleaños.


33. Me gustan tanto las cosas que se ven como las que no se ven.

El domingo también hizo un día espléndido, apenas soplaba el viento y bajo el resplandeciente sol otoñal brillaban las hojas multicolores de los árboles. Unos pajarillos de pecho blanco volaban de rama en rama y picoteaban certeros los frutos rojos del bosque. Me senté en la terraza y me deleité en la contemplación del paisaje. El esplendor de la naturaleza se ofrecía por igual a ricos y pobres, sin hacer distinciones. Como el tiempo... No, tal vez el tiempo no. Quizá la gente rica tiene la opción de comprar tiempo con su dinero.

A las diez en punto apareció por la cuesta el Toyota Prius azul claro. Shoko Akikawa llevaba un fino jersey beige de cuello vuelto y unos pantalones estrechos de algodón de color verde claro. Lucía una modesta cadena de oro. Su peinado era casi perfecto, como la semana anterior, y cuando movía la cabeza, dejaba al descubierto su elegante cuello. Llevaba un bolso de ante colgado en bandolera y unos zapatos marrones tipo náutico. Vestía de manera sencilla, pero se notaba que cuidaba todos los detalles. Sin duda, tenía el pecho bonito y, según la información de carácter íntimo aportada por su sobrina, no se ponía relleno en el sujetador. Sus pechos me atraían, aunque solo fuera desde una perspectiva puramente estética.

Marie Akikawa, por su parte, vestía ropa informal distinta a la del día anterior: unos vaqueros rectos gastados y zapatillas Converse blancas. Los pantalones tenían unos cuantos agujeros (hechos a propósito, obviamente). Llevaba un cortavientos ligero de color gris sobre los hombros y una gruesa camisa de cuadros como de leñador. Al igual que la semana anterior, en su pecho no se notaba ninguna redondez y tenía la misma cara de mal humor, como la de un gato al que le han retirado el plato antes de que terminara de comer.

Preparé té y lo serví en el salón. Les mostré los tres bocetos que había hecho el domingo anterior. A Shoko parecieron gustarle.

—Producen una impresión muy viva —dijo—. Reflejan a Marie mejor que una foto.

—¿Me los vas a dar? —preguntó Marie.

—Por supuesto —contesté—, pero cuando termine el cuadro. Quizá los necesite hasta entonces.

—¡Marie! —exclamó su tía con un gesto de preocupación—. ¿Qué dices? ¿De verdad no le importa?

—No, no me importa. Una vez terminado el retrato ya no me harán falta.

—¿Los usas como referencia? —me preguntó Marie. Negué con la cabeza.

—No. Digamos que los he pintado para entenderte de una forma tridimensional. Sobre el lienzo pintaré algo distinto, creo.

—¿Ya tienes en la cabeza la imagen que vas a pintar?

—No, todavía no. A partir de ahora vamos a pensar en ella juntos.

—¿Necesitas entenderme de forma tridimensional?

—Sí —respondí—. Un lienzo es una superficie plana, pero un retrato debe estar pintado en tres dimensiones. ¿Lo entiendes?

Marie puso cara de extrañeza. Supuse que, al oír la palabra tridimensional, había pensado en la redondez de su pecho. De hecho, lanzó una mirada furtiva al de su tía, que describía una hermosa curva bajo su fino jersey. Después me miró a la cara.

—¿Qué hay que hacer para dibujar así de bien?

—¿Te refieres al boceto? Marie asintió.

—Sí, al boceto, a los croquis.

—Practicar. Cuanto más se practica, mejor salen las cosas.

—Pues a mí me parece que mucha gente no mejora nada por mucho que practique.

No le faltaba razón. Había estudiado en la Facultad de Bellas Artes y muchos de mis compañeros no mejoraban en absoluto por mucho que practicasen. Aunque uno se empeñe, lo que de verdad cuenta son nuestras habilidades naturales. Pero si empezaba a hablar de eso, la conversación terminaría por írseme de las manos y no acabaría nunca.

—Eso no significa que no haga falta practicar. Hay talentos y cualidades que solo emergen cuando uno practica.

Shoko asintió con cierto entusiasmo al escuchar mis palabras. Marie, por su parte, se limitó a torcer un poco la boca, como si dudase de lo que le decía.

—Quieres mejorar tus dibujos, ¿verdad? —le pregunté.

Marie asintió de nuevo inclinando la cabeza.

—Me gustan tanto las cosas que se ven como las que no se ven.

La miré a los ojos, brillaban de una forma especial. No entendí a qué se refería, pero, más que sus palabras, me llamó la atención el brillo de sus ojos.

—Qué cosas más extrañas dices —intervino Shoko—. Parece un acertijo.

Marie no contestó. Se limitó a contemplar sus manos en silencio, y cuando levantó la cara, ya había desaparecido ese brillo especial de sus ojos. Apenas había durado un instante.

 

Marie y yo nos metimos en el estudio. Shoko sacó de su bolso el mismo libro grueso en edición de bolsillo de la semana anterior (pensé que era el mismo por el aspecto) y enseguida se acomodó en el sofá para empezar a leer. Parecía entusiasmada y me intrigaba saber qué libro era, pero me contuve y no se lo pregunté.

Marie y yo nos sentamos uno de cara al otro a unos dos metros de distancia, como habíamos hecho una semana antes. En esta ocasión, sin embargo, tenía delante de mí un caballete con un lienzo, si bien aún no había cogido ningún pincel ni ningún tubo de pintura. Por el momento, me limitaba a mirar alternativamente a Marie y al lienzo vacío, pensaba cómo trasladar allí tridimensionalmente su imagen. Necesitaba una «historia». No bastaba con plasmar la imagen en el cuadro. Solo con eso no se hacía un retrato. Para mí, en ese momento, lo más importante era encontrar una historia y empezar a dibujarla.

Sentado en la banqueta, observé la cara de Marie durante mucho tiempo y ella no apartó la mirada en ningún momento. Me miraba directamente a los ojos, casi sin pestañear. No era una mirada desafiante, pero sí transmitía la decisión de no echarse atrás. La gente se llevaba una impresión equivocada de ella debido a sus rasgos nobles y proporcionados de muñeca, pero en realidad era una niña con un carácter fuerte. Tenía su propia forma de hacer las cosas, sin titubear. Una vez que había trazado una línea recta frente a ella, ya no se desviaba con facilidad.

Al observarla con detenimiento me di cuenta de que había algo en sus ojos que me recordaba a los de Menshiki. Ya me había dado esa impresión, pero ese rasgo suyo en común volvió a sorprenderme. Era un brillo extraño. Podría decir que semejante a una «llama congelada en un instante». Producía calor y, al mismo tiempo, transmitía calma. Parecía una joya muy especial con una fuente de luz oculta en su interior. Donde dos fuerzas luchaban fervorosamente, una por salir y expandirse y otra que se recluía y tendía a mirar hacia dentro.

Pero si pensaba eso, era porque Menshiki me había hablado con anterioridad de la posibilidad de que Marie fuera su hija biológica. Quizá por eso buscaba a propósito un rasgo común entre ellos.

Fuera como fuese, tenía que plasmar en el lienzo ese brillo especial de sus ojos, que era la característica central de su expresión, lo que hacía que se tambalease su fisonomía casi perfecta. Sin embargo, aún no era capaz de encontrar el contexto que me permitiera hacerlo. Si no lo lograba, esa cálida luz solo parecería una joya gélida. Tenía que descubrir de dónde procedía el calor que había en el fondo de su mirada y hacia dónde iba realmente.


Murakami, H. (2019). La muerte del comendador, libro 2. Barcelona: Tusquets Editores.

Disponible en la librería.

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