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Leé un fragmento de «Amor libre», de Roberto de las Carreras (Uruguay)

Por Roberto de las Carreras / Viernes 13 de abril de 2018
Ilustración: Carolina Ocampo

Compartimos un fragmento de la reciente reedición de un clásico del dandy más excéntrico y libre que vio nacer Uruguay: Roberto de las Carreras. Aquí los dejamos, entonces, con un fragmento de «Amor libre», publicado en 2018 por Criatura Editora.

Roberto de las Carreras (Montevideo, 1873-1963). Uno de los más excéntricos exponentes de la llamada generación del Novecientos uruguaya. Después de un libro que salió bajo seudónimo, Poesía (1892), a los veintiún años publicó su primer poemario, Al lector (1894), y luego diversos artículos en prensa y libros como Sueño de Oriente (1900) y Psalmo a Venus Cavalieri (1905), entre otros. EL 25 de agosto de 1902, el periódico socialista-anárquico La Rebelión publicó una supuesta entrevista con el título «¡El amor libre en Montevideo!», cuyo éxito lo impulsó a ampliar el ensayo y editar, pocos meses después, en la imprenta del diario, las tres entrevistas ficticias de Amor libre: Interviews voluptuosos con Roberto de las Carreras (1902).
Su pose de dandy y su discurso provocador fueron un permanente desplante a las costumbres burguesas de su época, hasta que en 1913 fue recluido, al igual que su madre, Clara García de Zúñiga, con un diagnóstico de insanía mental, por el resto de su vida.
Criatura Editora hace que este clásico liberal vea la luz en una hermosa edición con ilustraciones de Carolina Ocampo.


  El primer Interview de este recueil con que Roberto de las Carreras inicia soberbiamente entre nosotros la revancha de los derechos femeninos, aparecido en La Rebelión, explotó el día 25 de agosto en medio de la solemnidad patriótica, en plena orgía de los burgueses.
  ¡Fuimos empujados por el Doctor Anarquista al lanzamiento de su bomba, en esa circunstancia, con el sarcasmo premeditado de envenenar en el vientre de los filistinos, descendientes de Sancho, su regocijo salvaje…!
  Ansiosos de felicitar al púgil que sostiene con sus puños crispados la presión trituradora del océano social, solicitamos de su exquisita condescendencia una nueva entrevista.
  Lo hallamos tendido en un diván, el pensamiento flotante, distraído en el Bósforo…
  El humo de un cigarrillo de opio trazaba aureolas en el ambiente de la estancia, llenándola con los vaivenes de sus espirales quiméricas…
  —¡Gran éxito! —exclamamos—. Después de la publicación de su estruendoso Interview, ¡no queda en la beatífica ciudad de San Felipe y Santiago un solo hombre que se atreva a considerar a usted marido!
  —Lo sabía de antemano —murmuró con indiferencia Roberto, sin abandonar su mullida actitud—. Como Napoleón, miré el reloj a las tres y dije: ¡A las cuatro doy un vuelco a la derrota!
  ¡Mi amante se arrodilla, reconquistada en una hora! ¡No ha sido mi Waterloo, ha sido mi Marengo!
  —¡Se desploma contra su terrible valor la excomunión burguesa
  —dijimos con satánico ardimiento—. ¡Los maridos braman!
  —El Marido es una institución que morirá por el ridículo… Tengo de mi parte a las mujeres… ¡He prendido fuego a las faldas!
  —Algunos uruguayos, fanáticos del Prejuicio, pretenden que usted debió matar a «la libertada».
  Roberto se encogió de hombros con una suprema elegancia de desdén.
  —Los uruguayos son unos salvajes que apenas lo disimulan… inferiores desamparados, cogidos de los cabellos por las Euménides de sus partidos impulsivos. ¡Ralea inmigratoria!
  Yo, que ostento, imperialmente, en mis blasones catorce siglos de nobleza: el Águila de Viana, de alas pujantes, abiertas en la iniciación del vuelo; el Caballo de Carreras a escape en un campo azul, bajo una lluvia de estrellas; yo, de una casa que, para fundarla, se unieron la Aristocracia y el Amor; ¡descendiente de un bastardo de estirpe regia!; yo, que pertenezco a la raza de los Fuertes, de los Selectos, a un ciclo de empenachados por cuyas venas corría el explosivo de una sangre que se derramaba, hirviente, en las batallas; yo, García de Zúñiga, aristócrata revolucionario, ¡no puedo afrentar la sombra de los augustos guerreros, mis antepasados, asesinando a una querida inerme! (Una pausa.) ¿Qué se habría dicho en la sensual anarquía de la Corte de Luis XIV, en el cenáculo de las Hadas de Versalles, si se hubiera propuesto responder ferozmente, con la muerte, a las heridas del Dios-Niño, que, con el carcax a la espalda y la travesura en los labios, jugaba a tirar al blanco con el corazón de las duquesas en los bosquecillos discretos y perfumados de Trianón?
  Matar a una mujer infiel… ¡Qué horrible sacrilegio contra la Galantería!
  ¡Toda mi sangre heráldica se rebela!
  Roberto parecía asistido por sus mayores. Se habría dicho que se escuchaba a su alrededor el crujido trémulo de armaduras invisibles… Hizo un gesto digno de catorce siglos de nobleza:
  —Ferviente de Petronio, a quien nauseaba la sangre, sacerdote de Anacreonte, en un festín de despedida, corono de rosas y ofrezco la crátera del Palermo a la fugitiva de mi lecho…
  Nos inclinamos, avasallados por aquella irresistible lógica poética.
  —¡Son los maridos los que matan, nunca los amantes! ¡Matando no se obtiene el Amor! Es un acto vulgar. ¡Es escribir con el tema de una veleidad el más estúpido de los folletines!
  —¡Los anarquistas opinamos como los amantes!
  —¡Anatematicemos —clamó Roberto— nuestras sociedades impúdicas, en las cuales, para escándalo de la civilización y del buen gusto, subsiste aún el monótono marido!
  Roberto, sereno:
  —El marido es un atavismo…
  (Una pausa.)
  En nada se rebela el hombre tan irreconciliablemente primitivo como en los celos… El enemigo de la mujer es el Antropoide. ¡Nosotros, los feministas, debemos apuñalar al monstruo interior, al Mâle Originel!
  —¡De acuerdo! —contestamos con arranque—. Estrechémonos para la gran batalla de la libertad femenina. Si algunos de los nuestros en los que el Antropoide no se ha extinguido todavía se detienen cobardemente, ¡los precipitará la avalancha!
  Roberto, con su vehemencia incendiaria:
  —¡La Anarquía sin amor libre no es Anarquía! ¡Hay que pensar en el Amor con más fuerza que en la cuestión económica! Tiempo tenemos de ocuparnos de la raquítica tierra. ¡Acudamos a lo que más urge…!
  Se irguió. Sus ojos relampaguearon. El gesto desordenado, transfigurado el semblante por el turbión del Apocalipsis revolucionario, lanzó su grito heroico:
  —¡¡¡Expropiemos la mujer!!!
  Continuó:
  —¡Estamos febricitantes como leones encendidos frente a la ignominia de su esclavitud encubierta! Lancemos a la faz torva de los inútiles maridos: ¡La mujer es libre!
¡Su triunfo estalla! ¡¡¡Caballeros cruzados del Feminismo, proclamaremos su derecho al placer en el gran día de la Revolución Sensual!!!
Tomó aliento. Se distendió en el diván. Echó a volar una nubecilla de humo de su cigarro de opio:
—Se niega a la mujer la propiedad de su cuerpo. No puede hacer uso de él más que para el Marido. Si dispone, por un derecho elemental, de su don de vida en beneficio del amante, arrastrada irresistiblemente por la Afinidad Electiva, soberana dispensadora del bien de Amor, único criminal al que no se escuchan atenuantes, ¡su dueño la degüella! Alevosía, premeditación, ensañamiento, todos los nubarrones lúgubres del crimen están permitidos al pater familias, al déspota romano, para vengar su impotencia, su despecho, su atávico prejuicio. ¡La Ley le entrega su cuchilla!
¡Código de tiranía que te ensañas con el débil! ¡Leyes depravadas dictadas por el Antropoide!
Dumas, en plena cátedra del teatro, sentencia, dogmáticamente, que a «la adúltera», a la mujer autónoma, ¡se la debe matar!
Burgués, ¡tú habrías asesinado al pueblo en la Comuna!
La aberración entra por mucho. Un hombre enérgico decíame, refiriendo el caso de un marido que, al encontrar a su mujer in fraganti, la había arrojado por el balcón: ¡Es el único medio de contener a la mujer!
El hombre que así hablaba era mi padre. Yo sentí protestar en mí, desde entonces, el alma de mi madre que me inspira, de la mujer de pasión y de aventura, de la desvanecida soñadora que la educación burguesa me enseñaba a odiar. Al defender el sexo siento que la defiendo. ¡Mi esfuerzo libertario es un tributo altivo y vengador a sus dolores de Amorosa!

La Injusticia para con la mujer aparece siniestramente grabada, como una inapelable condena dantesca, en el frontispicio de los siglos, en las Tablas de la Ley.
Desde el comenzar del mundo un sexo indómito, feudal, inquisidor, prepotente inmola en nombre de su fuerza, de su amor a la sangre, de su tenebrosa vanidad: estúpido tirano que exige a la mujer lo que no puede concederle su arcilla ideal. Otro, indefenso, paria, se refugia astutamente en la mentira, fuerza del esclavo. Sofocado, brutalmente desviado, abre sigilosamente con las armas de la Hipocresía el cauce inevitable de sus olímpicas sensaciones…
No nos asombremos de que las mujeres libres todavía engañen. ¡Es la herencia de sus abuelas oprimidas!
La Veleidad, el Capricho, que en cuanto a nosotros son cosa banal, corriente, sin ninguna consecuencia, gustados por la mujer constituyen crimen de alta felonía. No puede ni siquiera arrepentirse de su presunta culpa que no tiene redención. ¡El burgués no la perdona en nombre de Cristo!
La mujer está condenada a amar, de una manera regular, continua, insistente, sin un alto del corazón, como amaría una máquina, desde el principio hasta el fin de la vida. De lo contrario se la castiga con la muerte o se la envía a la cárcel. Se le exige que ame. Amar es su deber férreo, su disciplina estricta; bestia incondicional de reproducción y de afecto.
—¿Qué utilidad concede usted al Divorcio en los conflictos de la Afinidad Electiva?
—Es una puerta de escape al Amor libre. Pero no basta. ¡Hay que destruir el vínculo! ¿Quién puede responder del mañana? No nos obliguemos un solo instante y borraremos la mentira que, en materia de amor, según Musset, es el único crimen.
Dice Godwin: «La institución del Matrimonio es un sistema fraudulento. El Matrimonio es una ley y la peor de las leyes. El Matrimonio es cuestión de propiedad y la peor de las propiedades».
Hay que ceñirse al inspirado anárquico. Todas las cobardías, todos los crímenes del Matrimonio se deben a que el hombre se considera dueño de la mujer. Cuando reconozca su independencia, las prerrogativas inviolables de su corazón y de su sexo, no será ya rencorosamente arrebatado por los mil espectros lívidos de la Venganza. La fatal veleidad no le parecerá un robo depravado, un inicuo desconocimiento de los derechos sensuales de que se considera investido. No verá en ella el desacato irritante, el golpe de audacia de la esclava que provoca sus empujes de macho dominador, sino la despedida de un ser igual que se aleja…
—¿Considera usted imposible la fidelidad?
—Es un mito inventado por cenobitas impotentes. Un no-sentido del vocabulario burgués. ¿Somos nosotros fieles? Y si no lo somos, ¿cómo pretenderlo de las mujeres, hechas, como diría Byron, de nuestra misma arcilla inflamable? ¿Nuestra sensualidad no es por ventura una rutilante mariposa? ¿Cómo pretender que la calumniada de Vigny, los sentidos despiertos, voraces, entrainés, se retracte de su femenilidad para la exclusiva satisfacción de nuestro orgullo?
Cambiemos su sangre, cambiemos su filología: ¡hagamos otra mujer!
¿Qué es lo que inspira el deseo? La boca, los ojos… ¿Y esos detalles no se encuentran iguales o parecidos en todos los hombres como en todas las mujeres? ¿Cuál es el sello que distingue al que debe sugerir la sensualidad única, al deseado sin fatiga, sin laxitud a pesar del tiempo transcurrido, del desgaste inevitable de las sensaciones?
Lo poco que razonablemente puede exigirse a la mujer es la renuncia en aras del preferido. Nunca fui más halagado que cuando una mujer me dijo: «Me gustaba un hombre. Me hubiera dado a él… Pero pensé que tú habrías sufrido… ¡He hecho ese sacrificio por ti!».
¿El hombre y la mujer no representan un estímulo recíproco? ¿Dónde está esa Naturaleza disciplinada, matemática, que distribuye a los seres por parejas eternas, y cuyas potencias sordas de atracción se detienen una vez que los ha juntado?
¡La Naturaleza es variable, caprichosa, mujer! El Amor vive de deseos y muere de saciedad, dice la gran sentencia. La mujer es fatalmente voluble como el hombre. Es hija del hombre. ¡El Amor no perdona a sus elegidos!
Optemos: la mujer inerte, la montevideana sin alma, sin cuerpo, sin virtud siquiera dentro del mismo punto de vista convencional; sin abnegación, que nada hace vibrar, que presencia, impasible, instalada en un palco, los más grandes sollozos que atraviesan la historia afectiva de la humanidad y que revientan en la música; que mira sin comprender todos los torcedores, todas las angustias dramáticas del corazón estrujado; que no siente a Manón, que no comprende a Fausto, que denomina la pasión cosas de los libros; que se vende estúpidamente contenta, «prostituta a plazo largo», como diría Tolstoi, a la codicia de un burgués, con el cual sostiene una amistad de lecho imperturbable; que se apareja por una inercia del instinto, hembra salvaje, reproductora inconsciente, cuya cohabitación, como diría Nordau, no será nunca un episodio en el proceso vital de la humanidad; o bien, la amante y todas sus torturas.
Nosotros, los que hemos sido cien veces crucificados, martirizados, destrozados, no vacilamos. No damos nuestra quemante angustia por la plétora de satisfacción de los burgueses; ¡no damos el tósigo de las traiciones que nos corroen por la fidelidad jurídica de sus marmotas conyugales!
Día vendrá en que domado el atavismo sentimental, las mujeres puedan ser libres sin que nosotros seamos infelices… La Anarquía nos hará griegos… Safo, Aspasia, Bylitis renacerán para nosotros en la Ciudad Futura.
Arrancados de la educación cristiana, nos acostumbraremos a mirar en el amor una cosa fugaz, como todo lo que vive.
Roberto se abstrajo.

 

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