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Leé un fragmento de «Casa en ninguna parte», la nueva novela de Horacio Cavallo (Uruguay)
Por Horacio Cavallo / Viernes 02 de noviembre de 2018
Foto: Mauro Martella
Compartimos un fragmento de Casa en ninguna parte, la nueva novela del uruguayo Horacio Cavallo, publicada recientemente por Criatura Editora.
Horacio Cavallo nació en Montevideo, en 1977. Su primer libro fue un poemario, El revés asombrado de la ocarina (2006); desde entonces ha publicado tanto poesía como narrativa y literatura para niños. Entre otros premios nacionales, por su obra narrativa fue distinguido con el Premio Morosoli de Bronce (2014). Integra varias antologías, entre las que se destacan El descontento y la promesa (2008), Entintalo (2012), Me Usa: brevísima antología arbitraria Perú-Uruguay (2012), Padres sin hijos (2014), Trece que cuentan (2016) e Histoires d’Uruguay (2018). Ha publicado las novelas Oso de trapo (2008), Fabril (2010) e Invención tardía (2015), y el libro de cuentos El silencio de los pájaros (2013). Casa en ninguna parte es su primera novela en Criatura Editora.
Laura le dijo que no daba más, que parara un poco. Aunque le pareció que Eduardo no la había escuchado, el tiempo que pasó entre el reclamo y la detención de la Fiorino se debía a la lejanía de la sombra. Laura iba a insistir cuando él detuvo la camioneta junto a un arbusto y se frotó la cara con las manos. Ella resopló y se acomodó la niña sobre la falda. Miró a Eduardo esperando que saliera de una vez a abrirle la puerta. La camioneta estaba cargada de bolsos y cajas. Los vidrios no bajaban y la puerta del acompañante solo podía abrirse desde afuera. Un tablón de madera empujaba el asiento y Laura sentía en la espalda su dureza. Hacía horas que habían salido de la capital. Aunque al principio el cielo estaba encapotado, a mitad de camino se volvió claro y el calor fue creciendo.
Eduardo abrió la puerta y extendió los brazos para cargar a Clara. Laura salió de la camioneta. Le picaban las piernas y la espalda. Se acomodó en la tierra, bajo la sombra. Eduardo volvió a darle a la niña. Laura le mantuvo la mirada pero prefirió no decir nada. Clara tenía el pelo oscuro, como si recién hubiera salido de la ducha. Junto a la boca, restos de azúcar. Habían comido una docena de bizcochos apenas salieron. Hacía dos horas que la niña dormía, dos largas horas que habían empezado a preocupar a Laura. Ella sabía que no podía morirse de calor. Que no podía morirse de verdad, aunque todo el mundo lo dijera así. La vio más larga y tomó conciencia de que en el último mes había estado pensando en otras cosas y no se había dado cuenta de que tenía más largos los pies, más largos los dedos. La miraba con la ajenidad de los tíos, y eso le dolía. Pensó en Gimena, en lo rápido que había crecido. Tuvo un momento de angustia, breve e intenso. Eduardo fumaba un cigarro sentado a unos metros. Tenía el pelo alborotado. Primero había estado acostado. Ahora que se erguía se le veían pastos secos y piedritas pegados a la espalda. Miraba el verde cubrirlo todo. Hacia el final del camino de tierra, hacia el principio. Laura vio que se pasaba la lengua por los labios. Iba a repetir que tenía sed, pero Eduardo estaba tranquilo, y ella prefería no sacarlo de ese lugar. Lo quería, lo quería demasiado. Ella sentía que era demasiado porque lo había seguido antes y lo seguía ahora, aunque la madre y las hermanas le advirtieran que no lo veían del todo bien. Ella parecía no poder entenderlo. Eso siempre había sido así. Con la muerte de Gimena ya nada tuvo un orden preciso. Habían pasado dos meses. Después de que Manucho, el dueño del taller mecánico donde trabajaba Eduardo, le insistiera una y otra vez, se habían animado a irse por un tiempo a esa casa de campo de unos conocidos de él que se habían radicado en España.
—¿Falta mucho? —preguntó Laura y sopló la cara de la niña, los pliegues del cuello.
—No, mucho no, al final del camino sale un pasaje para aquel lado. Serán un kilómetro o dos desde ahí.
Laura buscó el final del camino de tierra. No consiguió verlo, pero sí descubrió tres pájaros que daban vueltas en el aire. Les anduvo atrás. Uno se adelantaba, daba giros, y volvía a seguir a los otros dos que volaban en línea recta. Cuando el primero se les unía era otro pájaro el que salía del grupo a dar vueltas. Iba a comentarle eso a Eduardo, pero apenas lo llamó los pájaros desaparecieron de su vista. Él la miró y ella aprovechó para preguntarle cuánto era en tiempo esa distancia.
—Veinte minutos —dijo Eduardo, y se puso de pie. La idea de llegar lo motivó. Tenía hambre. Los dos tenían hambre, y sabían que cuando Clara despertara sería un hambre de gritos. Aunque estaba por cumplir seis años, no utilizaba más que diez o doce palabras. La maestra les había comentado que aunque era raro no parecía un problema. No por el momento. Con el accidente de Gimena se olvidaron de lo poco que hablaba Clara. Ellos también dejaron de hablar, y que nadie hablara les parecía necesario, pero también justo. A eso de alguna manera estaban escapando. A los otros, y esa costumbre de dirigir vidas ajenas.
Eduardo se acercó con la botella de agua. Se echó un chorro en la muñeca. Miró a Laura levantando las cejas. Ella bebió un trago. No estaba en una posición que le permitiera echársela en otra parte del cuerpo. Además tenía tanta sed que prefería el agua tibia que no tomar nada. Después batió la botella como si eso pudiera enfriarla. Acomodó la cabeza de Clara sobre su brazo e intentó darle un poco. Clara no abría la boca. Laura le dijo a Eduardo que le echara un poco de agua en el hueco de la mano libre. Le mojó el cuello, los brazos y la frente a la niña. Lo repitieron una vez más y dejó caer unas gotitas de agua sobre los labios. Clara entreabrió la boca. Laura le frotó los labios buscando desprender la capa de azúcar que oscurecía el contorno. La niña abrió grandes los ojos y empezó a llorar. Ellos pensaron que solo serían unos gemidos cortos que dejarían en claro su malestar y su sorpresa. Pero el llanto resonó en la cabina durante el resto del camino.
Eduardo buscó distraerla con unas ovejas lejanas. Laura la sentó en sus piernas y la hizo saltar agarrándola de las manos. Tarareó una canción de su infancia. Pero Clara lloraba más fuerte apretando los ojos y golpeando lo que podía con las piernas.
Entonces enmudecieron, como si cada uno se aconsejara a sí mismo estar en calma, como si cada uno se dijera en secreto que eso no era nada, que las cosas no iban a estar peor, que había que tener paciencia. Esa fue la primera vez que Eduardo pensó en quedarse más tiempo del que habían conversado. Se dejó ir atrás de ese deseo, se distrajo en las posibilidades que tenían de quedarse a vivir para siempre lejos de cada una de las cosas que conocía. No escuchó de repente el ruido de la camioneta sobre el balasto, ni las chicharras, ni el llanto de su hija, ni la respiración de la madre.
Eduardo solo había ido una vez a esa casa. Un fin de año en el que Manucho les pidió a sus tres empleados que no le fallaran, que esa podía ser la última vez que los acompañara. Los tres sabían que con esa frase el viejo intentaba manipularlos cada año aunque pareciera diez años menos de los que tenía. Manucho los sedujo nombrando botellas de escocés y una ternera recién carneada. Eduardo y Pilo trataron de convencerlo de que era mejor hacerlo más cerca. A David le gustó que fuera lejos. David tenía veintidós años y podía quedarse el domingo entero durmiendo bajo un sauce, pero los otros sabían que no era fácil reponerse rápido y volver a recorrer cuatrocientos kilómetros para darse de frente con el malhumor de sus mujeres. Como eso ninguno iba a usarlo de excusa, intentaban buscar otras que pudieran acortar el viaje a la mitad del camino, seguros de que ni una vez le habían ganado un tire y afloje a Manucho.
Eduardo recordó el momento en el que intentaban convencerlo y enseguida repasó como en una sucesión de fotografías el día y medio en esa casa. Desde donde el camino se bifurcaba Manucho les había mostrado el molino. Después solo fue esperar que el tiempo lo acercara. Cuatro o cinco minutos en los que habían quedado callados. El único que hablaba era el viejo. Les contaba de quién era cada pedazo de campo de un lado y otro. A ninguno le importaba, pero asentían con la cabeza. Atrás del viejo iba David mirando el teléfono. El viejo ya le había dicho que la próxima vez se lo iba a sacar, que se dejara de joder. Pilo y Eduardo estaban esperando ese momento. Sabían que seguramente los iba a agarrar con unas copas arriba. El viejo era capaz de saltarle arriba al teléfono. David, de defenderlo a muerte. A Pilo eso le hacía gracia, le auguraba una tarde entretenida. Eduardo prefería comer tranquilo, jugar un truco, ayudar a que bajaran las botellas de whisky y en todo caso dormir un rato bajo un árbol para despabilarse. De seguro iba a ser él quien manejara en el camino de vuelta.
Eduardo, Laura y Clara estaban ahora donde el camino se bifurcaba. Eduardo le señaló el molino y le dijo que esa era la casa. Laura no contestó. Seguía sacudiendo a la niña y poniéndola para un lado o para el otro. Le había dado un pedacito de bizcocho olvidado en el fondo de la bolsa y ella lo había devorado. Pero el silencio había durado poco. Las piernas de Laura y las de Clara estaban empapadas, por eso la niña se resbalaba continuamente. Laura sentía que empezaban a lastimarla el sudor y el frotamiento. Saber que estaban llegando era un alivio.
Cuando Eduardo bajó de la camioneta para abrir la tranquera, Laura respiró hondo. El aire entró de golpe refrescándole la cara.
—Ya está, Clarita, ya llegamos. ¿Viste cuántos pajaritos hay en esta casa?
La niña la miró frunciendo la frente. Los mocos le llegaban a los labios.
—Pan —repitió, sacudiendo la mano llena de migas.
Eduardo subió a la camioneta. El olor a sudor fue llegando con sus movimientos. Encendió el motor y la llevó a un galpón amplio que olía a tierra y aceite.
—Abrime, por favor —rogó Laura, viendo que él dejaba caer la cabeza sobre el volante.
Eduardo largó el aire de un soplo, salió del auto, dio la vuelta —Laura lo vio pasar con el paquete de tabaco en una mano y el librito de hojillas en la otra— y abrió la puerta del acompañante. La niña bajó sola. Tenía la camiseta arrugada y el short lleno de migas. Se quedó parada junto a la camioneta. Él la agarró de la mano y la llevó a caminar hacia la entrada de la casa. Le contó que en ese lugar vivía un gato muy blanco con tres gatitos. Uno es azul, el otro es verde y el otro es amarillo, le dijo. Tenemos que encontrarlos y ponerles nombre.
Mientras tanto, Laura abría la valija del auto y forcejeaba entre las cajas para sacar un bolso. Después cerraba de un golpe la puerta. Un rato más tarde se le escapó la puerta del horno haciendo un ruido muy parecido al de la puerta del maletero. Sintió que entre una cosa y la otra no había pasado nada. Como si hubiera olvidado el ruido de la cerradura, la parra seca que daba vueltas alrededor de la casa, el olor a humedad en cada uno de los cuartos y el ir y venir de Eduardo hasta el auto, llenando una habitación de cajas y pedazos de madera.
Había abierto la puerta del horno porque las hornallas no encendían. Después de probar un par de veces, la puerta se le escapó. Eduardo había ido a ver qué pasaba y se había puesto a sacudir la garrafa.
—Tiene gas, debe de estar tapada la válvula.
Clara comía galletas sentada en la mesa. Todavía no habían encontrado las sillas en uno de los cuartos. Cuando las encontraron Eduardo sintió que la casa estaba como la habían dejado con sus compañeros del taller dos años antes. Mientras Eduardo probaba la válvula, un chorro de gas inundó el cuarto y Laura salió afuera de la casa con la niña.
La casa tenía sus años pero parecía firme. Era grande, además. Mucho más grande de lo que ella había pensado. Una de las puertas daba hacia un cantero con plantas secas. Un poco más adelante, a través de un portoncito de hierro, se salía al campo, que allá a lo lejos tenía su primer alambrado. Laura caminó hasta el portón. La noche iba a caer frente a ellas. Vio un tanque enorme para juntar agua de lluvia y un bebedero. Se imaginó ese lugar lleno de animales y plantas florecidas. Sintió tranquilidad con esa imagen, pero la idea de estar tan solos los tres, tan lejos de la familia, la hizo dudar.
Clara le alcanzó una hoja de parra que había empezado a plegarse sobre sí misma. Parecía una oruga.
—¡Tenemos gas! —gritó Eduardo.
—Mejor —respondió Laura mientras seguía a Clara que continuaba juntando hojas y palitos. Dieron la vuelta a la casa. Laura observó algunos manchones de humedad en la pared del fondo, y sobre el piso dos o tres plantitas que salían de entre las grietas de la pared. Clara se detuvo en el portoncito. Laura corrió el pasador y le dio la mano. Salieron a los pastos altos. Caminaron despacio, buscándose los pies. Los mosquitos zumbaban alrededor de ellas mientras Laura le mostraba los colores en las nubes.
Eduardo salió de la casa y se acercó al portón sin hacer ruido. Se imaginó a Gimena proponiéndole una carrera hasta el bebedero. Pensó que daba vueltas sobre una muchacha ideal y enseguida se convenció de que Gimena estaría de mal humor en uno de los cuartos quejándose de que no tenía conexión para comunicarse con sus amigos.
—Vuelvan, no me dejen —les gritó, para que la conversación lo despejara.
—¿El gato? —preguntó Clara, y los dos sonrieron en silencio.
La luz de última hora daba contra la casa. El molino giraba con más fuerza. Eduardo sintió que se le erizaban los brazos y le dijo a Laura que abrigara a la niña.
Clara se rascaba las piernas.
Laura dijo que los mosquitos iban a matarlos esa noche.
Volvieron caminando los tres juntos detrás de unas sombras largas y finas.
Cuando entraron al comedor se dieron cuenta de que no había electricidad. Lo confirmaron intentando prender la luz del cuarto de las sillas. Eduardo dio vueltas a la casa rastreando el cable que conectaba la electricidad de la casa a la entrada exterior. Mientras, Laura buscaba en los cajones de la mesada velas y espirales.
Cenaron arroz con unas fetas de fiambre que Laura había olfateado más de una vez antes de cortarlas en tiritas. La luz la daban tres cabos de velas repartidos en la mesa, alineados lejos del alcance de la niña y junto a dos botellas vacías que impedían que la brisa que entraba cada tanto las apagara.
El calor flotaba en toda la casa.
En un rincón de la mesada Laura había acomodado un vaso boca abajo en el que había apoyado un espiral. El olor les llegaba cada tanto con más fuerza, como el olor del salame. A Clara no parecía molestarle la penumbra. Cada tanto extendía el brazo libre y nombraba la luz. En la pared bailoteaba su sombra. La sombra de cada uno se agrandaba y achicaba. Con la otra mano apretaba los granos de arroz. Decenas de cascarudos daban vueltas alrededor de las velas, caían junto a los platos. Una mariposa nocturna daba golpecitos contra el techo. Clara la miraba con la boca abierta sin darse cuenta de que Eduardo la miraba a ella. Fue en eso que le preguntó si había encontrado los gatos. Clara movió la cabeza a los lados sin mirarlo.
Laura no había comido más que dos o tres cucharadas. Se quedó con los ojos perdidos en el único cabito de vela que había colocado en un candelabro de vidrio. Aunque Eduardo le había asegurado que en la mañana iba a solucionar lo de la corriente, sumaba cada una de las cosas que no conseguía aceptar —la lejanía, el deterioro de la casa— y las proyectaba hacia un futuro posible en el que no quería encontrarse. Eduardo le había propuesto irse diez o quince días al campo para distraerse. Pero de qué se iban a distraer en un lugar en el que la mayor parte del tiempo pensaban en ellos mismos. Una idea que le venía cada tanto, y a la que intentaba espantar con el mismo gesto con que se espanta una mosca, estaba vinculada a suposiciones que había venido haciendo sobre por qué Eduardo las había llevado a ese lugar. Para Laura, Eduardo pensaba en Gimena y en Clara. En nada más que ellas. Estaban ahí para impedir que la historia se repitiera. Para Laura, en ese lugar, en esa casa alejada y venida abajo, Eduardo pensaba levantar un refugio. Ella a veces se sentía fuerte para ayudarlo. Porque sabía que era un refugio para los tres, un lugar donde no dejarían entrar nada de afuera, un lugar donde no habría fisuras que pudieran destrozarlos como los había destrozado la muerte de Gimena. Otras veces sentía que estaba colaborando con un tipo que más de una vez no había procesado bien las cosas.
—¿No comés más? —le preguntó él.
Laura dijo que no tenía hambre. Agarró el candelabro y poniéndole la palma delante caminó hacia el baño. Escuchó que Eduardo insistía con la idea de los tres gatos. Lo escuchó proponer nombres hasta que cerró la puerta.