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Leé un fragmento de «Humo», de Juan Rodríguez Laureano
Por Juan Rodríguez Laureano / Viernes 29 de diciembre de 2017
Juan Rodríguez Laureano nació en 1980. En el 2007, con La forma del infierno, ganó el premio nacional de cuentos Paco Espínola (Ediciones Yaugurú 2007) y en el 2010 obtuvo una mención especial en el concurso El País Cultural-Café Iguaçú. Algunos de sus cuentos integraron las antologías: El descontento y la promesa (Trilce, 2007) y Esto no es una antología (Ediciones del Ministerio de Relaciones Exteriores, 2008). Humo es su primera novela.
CAPÍTULO 11
No es consciente de nada. Su cabeza hundida en la almohada parece pesar toneladas y sus ojos se salen de las cuencas para rebotar sin parar contra el techo y el piso. Con todo el cuerpo inundado de placer mantiene la mirada en el vacío. Pero no ve el techo. Está al costado de una carretera de tierra y puede ver incluso el viento que se dibuja en varias formas dentro del polvo que levanta. Entre las nubes frenéticas de polvo y viento puede ver también que una sombra se arrastra por el suelo. Empieza a recordar de forma desordenada hasta que puede sentir el calor que le abraza la cabeza y el cuello.
Recuerda un poco más.
Había un perro.
De repente, al que es ahora y al que era antes les preocupa el perro. Logra dar unos pasos más, pero solo cuando está seguro de que el animal ya quedó muy atrás, cuando siquiera lo ve a lo lejos. Sí, eso está mejor. En todo el camino recorrido ya no hay ni señas del perro, y la sombra, mucho más enclenque que su cuerpo, se estira varios metros delante de él, naciendo desde esos pies de ahí abajo que a duras penas lo hacen avanzar sobre el costado de la carretera tórrida. Le parece, de una manera muy vívida, que ahora mismo está caminando sobre la carretera. Levantar un pie cada vez es un esfuerzo sobrehumano, pero tiene que seguir, uno a la vez, sí, eso es. Y avanza porque cada paso es un rechazo a la náusea, al llanto y al abandono. Nadie nunca pudo estar más cansado, y se suma a su fastidio la obligación de tener que ver esa sombra ahí adelante, que se le hace insoportable, que copia cada uno de sus desganados pasos y multiplica fatalmente su tedio. Es una sombra de mierda, endeble, demasiado consumida, de rodillas demasiado anchas, que lo hace sentirse aun más frágil, infinitamente, impotente e insignificante bajo ese sol abrumador que lo aplasta sin compasión al costado de ese camino de mierda del que parecería que nadie va a rescatarlo. Quisiera tener una sombra mejor que esa.
A los lejos planean en círculos tres buitres desganados que completan la escenografía hastiosa del infierno.
Sin motivo alguno se lleva una mano a la cara —al igual que todo lo que ha hecho en esas últimas horas, también ese movimiento parece desobedecer a su voluntad— y descubre que está llorando. Una brisa repentina levanta a su alrededor un remolino en el fino polvo rojizo del camino. Le molesta ese polvo que le golpea la cara y que lo obliga a cerrar los ojos. Y le molesta aun más cuando se le pega en las mejillas para quedarse ahí, pastoso, formando una máscara dura que se mezcla con sus lágrimas y con la poca saliva espesa que le queda para enjugarse los labios cuarteados. Se detiene un segundo y toma una bocanada de aire caliente con todas sus fuerzas, hinchando el pecho y los pulmones. Endurece todo el cuerpo, con la mandíbula férreamente apretada y los puños a punto de estallar; siente explotar las venas al costado de su cuello, que se resquebraja la máscara de polvo que cubre su cara, que los ojos se le van a salir, y entonces grita, grita esgrimiendo los puños en alto, desafiando al cielo vacío y más allá, donde teme que no haya otra cosa que más cielo vacío.
Le cuesta, pero cuando logra calmarse tiene la impresión de que hasta su sombra ha recobrado energía, le parece más ancha y más decidida. Ya no tendrá el silencio comprensivo de su madre y tampoco sus secretos más íntimos.
No sabe si valió la pena el miedo dulce de amar a su Adonis a escondidas, pero ya está. Ya se terminó todo eso, ya quedó atrás su mundo de sueños. Ahora solo tiene su cuerpo y su alma atravesados por un rayo de luz tenue mientras su pasado quedó ahí, abandonado en el centro de una tierra devastada. El camino es el mismo hacia adelante y hacia atrás. Está lejos de todo, lejos de Adonis Ferreira. Ya casi no tiene nombre. Debe olvidar su nombre. Debe olvidar todo respecto de él, deshilachar su historia y olvidar también las promesas que se hicieran él y su Adonis junto al arroyo.
Sigue avanzando para alejarse cada vez más. Siente cómo, lentamente, una lágrima cae por su mejilla sucia, resbalando sobre el polvo y haciendo un río hasta su labio reventado, hasta reposar en la comisura. Finalmente le llega el gusto sutil de algo salado. Ahora no puede parar de caminar y llorar. Mientras permanece el gusto en su boca decide empezar de nuevo. Tiene que esfumarse, para reaparecer cuando nadie lo espere, como hicieron Fantomas, Edmond Dantès, Gatsby y su personaje favorito: Arsenio Lupin. Eso es lo que soñó siempre: entrar en el mundo siendo otra persona. Ahora le llega el momento de escribir su propia historia a base de voluntad, le llegó la hora de reinar y de pisar fuerte sobre la realidad. De pronto lo sabe: tiene que llegar a Montevideo de cualquier manera; trabajará un tiempo y después con la plata que junte se irá del país. Se dedicará a mentir y a estudiar el alma humana para dominarlas. Sueña con estar en Roma, sueña con París y sin prestarle más atención a su sombra decide concentrarse en su situación. Se adueña de su cuerpo y continúa. Ahora siente el dolor latente en su costado, sobre las costillas. Sabe que aparte del labio también tiene un ojo hinchado, que probablemente esté negro, amén de que un diente caerá de un momento a otro. Da un suspiro que desvanece todo el camino que tiene por delante y traga sus últimas lágrimas, todo al tiempo que jura volver algún día para darse la oportunidad de juzgar a su padre. Un traqueteo seco se acerca por la carretera a sus espaldas. Sin girar la cabeza levanta una mano y la camioneta, inclinándose hacia la orilla, se detiene unos metros adelante. El hombre que lo invita a subir lo reconoce, es un porquero de la zona. Ya nada importa.
Apenas se acomoda sobre el tapiz calcinado del asiento comienza a mentir. Siente vergüenza de sus pantalones cortos y para remediar en algo su incomodidad dice que va a buscar algunos repuestos a la ciudad porque tiene que reparar él mismo la camioneta de su padre. El otro, apenas abriendo la boca, probablemente sin convencerse, responde que está bien, que eso es buena cosa, ayudar al padre… Y mientras habla, de reojo, dos o tres veces, recorre fugazmente su cara destrozada. Él baja la mirada demasiado tarde y mueve un poco las piernas para separar el tapizado que empieza a adherirse a la piel de sus muslos, después se queja del calor. El tipo aparta el mechón de pelo que le molesta sobre los ojos y se seca la frente con el canto de la mano, parece no haber escuchado el comentario o no estar acostumbrado a tener una respuesta para todo. Los dos siguen en silencio por un rato, cocinándose dentro de la camioneta. Eso lo pone nervioso nuevamente. Sabe que los nervios lo obligarán a seguir mintiendo. Debería quedarse callado, pero no puede, y agrega innecesariamente que chocó contra la baranda del puente viejo con la camioneta de su padre, y que ahora quiere hacerse cargo para que quede como nueva. El hombre nuevamente masculla que eso está bien, resopla y putea contra el calor y lo recorre con otra mirada, ahora sin disimular, que busca nuevamente las heridas en su cara.
No puede parar de hablar. Habla de cualquier cosa y mientras lo hace estira las manos doloridas ante sus ojos. Mira sus uñas rotas, con minúsculos restos de esmalte rojo, el preferido de su hermana. Algunas veces por las noches se maquilla y se pinta a escondidas en su cuarto y antes de acostarse borra todos los rastros.
Ahora mismo, en la cama de la celda, le parece que tiene aquellas manos, tal cual eran, ante sus ojos. Siempre soñé con ir a Italia o a Francia. No sé por qué, pero me encantaría, se le escapa en voz alta.
Lo molesta escuchar su voz ronca, que tan extraña le parece.
Cierra los ojos y vuelve al camino. El tipo busca algo en la guantera y le roza las rodillas con una mano. Después simplemente sonríe con un casete entre los dedos. Él nunca había visto un casete. El tipo lo mete en un aparato que tiene atado al tablero con unas vueltas de alambre fino. A los pocos segundos comienzan a cantar los Beatles con sus voces y guitarras sacudidas en cada pozo del camino.
Es una mierda esta música. La escucha mi hijo. Pero es lo que hay, dice el porquero. No importa, contesta. A mí me gusta cualquier música, dice, o todas me dan lo mismo. No sé. Nunca me puse a pensarlo.
El tipo levanta las cejas y abre la boca. Finalmente, cuando parecería que fuese a soltar otra frase, frunce los labios y se queda callado, siguiendo con la cabeza de lado a lado, al ritmo de la música y los sobresaltos del camino.
Él espera por un rato una palabra que le dé lugar para seguir hablando, pero no llega. Finalmente decide seguir mirando sus manos. El sol ahora le da de lleno en la cara y el fuego se le hunde en lo más profundo de los ojos. Fija la mirada por unos segundos nuevamente en las palmas de sus manos, después cierra los ojos y puede ver las siluetas negras de los dedos delgados sobre un fondo tan rojo como le parece que debe ser el infierno. El destino no estaba escrito en esas manos. Cuando abre los ojos ya están pasando frente a las primeras casas del pueblo.