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Los devaneos de un hombre solitario
Por Gerardo Beyhaut / Miércoles 02 de mayo de 2018
Desde Moebius, una de las librerías más lindas de Montevideo, nos llega esta reseña de Gerardo Beyhaut, a propósito de Una puerta que nunca encontré, de Thomas Wolfe.
Parece no ser mucho tema para narrar una novela. Sin embargo, ese hombre recuerda, oye, ve caer la tarde en algo que podría ser un perpetuo domingo. Y ese hombre está solo. Está más solo que nadie, y, según sus propias palabras, ha estado más solo que nadie la mayor parte de las horas, días y años que componen su vida.
No está solo por elección, al contrario, siempre quiso ser parte de la humanidad, tener una mujer, tal vez hijos, algo a lo cual llamar hogar, amigos, compañeros, padre, hermano.
Todo se fue, murió o, simplemente, no sucedió. Y la eterna sensación, casi certeza, de que en algún lugar encontraría una puerta, y, con el solo hecho de abrirla, una vida completamente distinta lo estaría esperando.
Mientras tanto, siente la inutilidad de tener un alma, carece de un porqué, un para qué, un lugar adonde ir, y recuerda sus vagabundeos azarosos por las calles, sin destino, viendo vivir, amar, reír, escuchando a la gente hablar con propiedad y convicción de temas a los cuales solo se puede llegar desde una certeza derivada de la pertenencia, con la sensación de que el hecho de formar parte está al alcance de la mano; el ser parte es solo girar un pestillo, abrir una puerta y entrar a la vida, a la calma, al hogar.
Quizá en estos tiempos de soledad y furia sea fácil identificase con el narrador y su impotencia. Quizá en estos tiempos de voracidad y ausencia sea tiempo de leer este libro para comprender que los solos somos millones, y entender que eso no nos hace sentir ni ser menos solos, ni estos tiempos son tan nuevos como creemos.
El libro fue escrito en 1933; Thomas Wolfe, el autor de esta maravillosa novela corta, vivió poco. Nació en 1900 en Estados Unidos y murió a los treinta y ocho años. William Faulkner dijo que era el mejor escritor de su generación y Sinclair Lewis lo citó en su discurso de asunción del Premio Nobel según da cuenta la solapa del libro.
Una novela corta de cien páginas, curiosamente ordenada en su cronología. Como merece ser leída por lo menos dos veces, es inexplicable la ausencia de un índice. Pero superado el obstáculo con servilletas de café, podemos remediarlo. Octubre de 1931, octubre de 1923, y de 1926, y abril de 1928 serían los títulos de los cuatro capítulos de esta joya.
En lo personal y ante la magnitud de la obra que estaba leyendo, me atrevo a recomendar su lectura en el orden propuesto por el autor y en el cronológico —servilletas mediante—. Dará entonces una sensación caleidoscópica, una cierta repetición de circunstancias que se reordenan para dejarnos en el mismo estado (la desolación asombrosa y el asombro ante nuestra propia desolación).
El narrador aparece sin explicaciones en Inglaterra —pienso en el viaje emprendido por tantos, creyendo alejar las pulgas del alma solo con dejarlas atrás—, donde su circunstancia es la misma. Gente de la cual no forma parte ni lo hará nunca. Tampoco entre camioneros que comentan sus cuitas, ni en bares de universitarios, encuentra su lugar, su pertenencia.
Retorna al hogar de su padre después de tres años de ausencia para enterarse de su muerte, habiendo creído, una vez más, que ese era el pestillo.
Lejos del drama, cerca del ensayo, o mejor, un tratado sobre la soledad con una prosa que va directo al corazón y nos deja con la mirada perdida en este Montevideo de árboles cansados y un mar que no es un mar azotando los cascotes.
Elijo un párrafo del autor dejando claro que no es más que una foto al pie de un monumento, el viaje, la lectura, de Una puerta que nunca encontré, es otra cosa.
Pues, a fin de cuentas, tú eres lo que eres, sabes lo que sabes y no hay palabras para describir la soledad, la negra, cruel y dolorosa soledad que roe las raíces del silencio por las noches. Que yace junto a nosotros en la oscuridad mientras el río sigue su curso, nos colma con su desaforada canción secreta y con la inconmensurable desolación del cielo gris, y permanece con nosotros para siempre, callada, hasta que ya no podemos separarla de nuestra sangre ni arrancarla de nuestro espíritu o desenredarla de nuestro seso. Su sabor es amargo, cortante y agrio en los bordes de la boca y se queda con nosotros, en nosotros, a nuestro alrededor todo el tiempo; es nuestra cárcel, nuestro esclavo y nuestro amo, todo en uno, y ya no podemos distinguir su rostro oscuro del nuestro; es alguien a quien hemos combatido, amado, odiado y finalmente aceptado, alguien a quien debemos, en definitiva, tolerar hasta la muerte.
Una puerta que nunca encontré
Wolfe, Thomas
Periférica (2012)
Páginas: 101
UYU 640