AJUSTE DE CUENTAS / CANCIONES DESNUDAS
Mis ciudades con Bob
Por Tabaré Couto / Viernes 31 de agosto de 2018
Bob Dylan en 1966. Foto: Fiona Adams
Tabaré Couto nos lleva a la década del noventa, y a tres ciudades en las que vio a Bob Dylan: Río de Janeiro, Montevideo y Nueva York. En esta primera entrega relata su admiración por el músico y todas las experiencias que vivió en las tres ciudades. En un próximo relato, seguirán los otros escenarios que fueron testigos del resto de conciertos de Dylan a los que este fanático de Zimmerman asistió.
Siempre he encontrado en la música de Bob Dylan el mejor consuelo o la compañía precisa. Al caer en el vacío o al explotar de felicidad, Bob siempre estuvo ahí. Nunca tuve que ir en búsqueda de su arte, porque sus canciones siempre llegaban a mí. Con el paso de los años, aún es más fuerte ese lazo que surge tan obsesivo como tranquilizador. Es una relación —por llamarlo de alguna forma— que comenzó hace tanto que no puedo distinguir cuándo ni cómo, pero que, sin embargo, me llevó a salir al encuentro del artista en vivo para verlo en persona y cerrar el círculo. Aquí va, entonces, una primera entrega de parte de ese recorrido por aquellas ciudades donde fui tras los pasos del Bob Dylan, ese peregrino eterno y de tantos caminos que hasta el día de hoy sigue vigente con su Never Ending Tour.
RÍO DE JANEIRO
Hay que vivir en una realidad paralela para subirse a un escenario en Río de Janeiro un 25 de enero de 1990, vestido de cowboy, con un pesado abrigo azul oscuro de mangas largas y bordados dorados y soportar la brisa húmeda y espesa que sobrevuela los treinta grados. O hay que ser Dylan. Y estar debutando en Sudamérica haciéndole el honor al lugar que lo acoge (la Praça da Apoteose, la Plaza de la Apotoesis, ahí cerca de la favela del Morro Da Mineira, donde se desarrolla la oficialidad del carnaval carioca), situando en el mapa de la historia del rock el fugaz festival que lleva el nombre de una marca de cigarrillos: Hollywood Rock. La conjunción de datos resulta (casi) surrealista: Dylan atacando el comienzo del show con «Subterranean Homesick Blues», en un evento llamado Hollywood, pero que se desarrolla en Río de Janeiro, con un público que pagó entradas caras para ver a estrellas pop como Bon Jovi o Eurythmics, a metros de una favela, con más de treinta y cinco grados, pero vestido como para combatir las heladas de Duluth, Minnesota.
Más allá del impacto de ver por primera vez en vivo al mito, fue una velada donde el caballero se mostró simpático y particularmente comunicativo, desplegando en versiones relativamente respetuosas de sus originales más de veinte canciones, incluyendo tres bises soberbios como «Like a Rolling Stone», «Forever Young» y una luminosa «Rainy Day Women # 12 & 35».
MONTEVIDEO
Estaba escondido en un equipo deportivo con capucha. Bob Dylan se sentó frente a mí en el lobby del viejo hotel Victoria Plaza, en unos sillones cercanos al ascensor principal. Llevaba un paraguas. Nos miramos en silencio. Me impresionaron sus profundos ojos claros. No pude reaccionar. No pude hablarle. No hay fotos. Obvio, no existían los celulares. Tampoco me hubiera atrevido a pedirle una. Creo que junto a mí estaba Daniel Renna, no lo recuerdo bien. Solo recuerdo esa mirada, ese instante que me heló. Y su equipo deportivo muy usado. Era la noche del domingo 11 de agosto de 1991. Dylan había cruzado el Río de la Plata de Buenos Aires a Colonia y viajado hasta Montevideo para actuar al día siguiente por primera vez en nuestro país en el Cilindro Municipal. Eduardo Darnauchans, que abriría la histórica cita, estuvo aguardando junto a sus amigos, pero se había retirado del hotel unos minutos antes, cansado de esperarlo. Dylan, sentado frente a mí, esperaba a sus hijos, Anna y Jakob. Cuando ellos llegaron, mirando de reojo se puso de pie y se fue a su habitación, la 410.
En la tarde, Darnauchans y su equipo espiaron la prueba de sonido sin la presencia de Bob. Unas horas más tarde, el invitado estelar salía de su hotel por una puerta trasera en una van blanca y a las 19:55 cumplía con la costumbre que por aquellos años solía ejecutar para divertirse: junto a un par de acompañantes, escondido en su capucha y tras bajarse de la van en la esquina de Valladolid y José Pedro Varela, se fue caminando hasta el Cilindro e ingresó por sus medios como uno más. Lo seguimos con un equipo periodístico de la época. Hay un par de fotos de Mario Marotta. Mientras tanto, el Darno, vistiendo una camisa negra que llevaba en un brazo una cinta roja y visiblemente emocionado, luchaba contra la pésima acústica del lugar y se aprestaba a terminar su show con «Desconsolados 2», gritó: «Gracias, Bob Dylan, por existir».
Finalmente, Zimmerman tocó en el Cilindro Municipal. El sonido fue horrible. Abrió con «New Morning». Apenas distinguimos la tromba de «Highway 61 Revisited» o la delicia que debería haber sido «Don’ t Think Twice, It’ s All Right». En el set list original aparecieron las canciones que dejó afuera, por desgano, enfado o mera casualidad, y no fueron pocos clásicos. Pero incluso el peor sonido de un Dylan en una noche poco inspirada es mucha música, mucha cultura, mucho arte para un ser ordinario como yo. ¿O nunca es suficiente?
NUEVA YORK
Vacaciones en pareja en la Gran Manzana. Ya soy un treinteañero que debe lamer sus heridas, mirar sus grietas en el espejo, pensar en el futuro reconstruyendo sus reservas de amor. Es un enero cruel de 1998, un invierno de agua nieve sin piedad. Todavía no se ha caído el siglo pasado, ni las Torres Gemelas y no existen Google ni Facebook. Los celulares son un objeto exclusivo. Y para quien admira el impacto del fax, Internet es ciencia ficción. Entonces, un anuncio en un periódico nos sorprende: esa misma semana tocan Oasis en New Jersey, los Stones en el Madison y, ¡vaya!, en el teatro del Garden, se ofrece una doble jornada de Van Morrison y Bob Dylan. La compra telefónica funciona para la banda de los Gallagher y sus majestades. Pero no hay tickets para Van y Bob. Entre mis contactos, encuentro el único boleto disponible que le queda a un amigo que trabaja en la MTV. Gracias a Javier Andrade cae en mis manos un solitario pase para ver a Dylan. Desde sus oficinas de Times Square veo la lluvia y el frío transformado en éxtasis. Mi mujer, generosa como siempre, me alienta a la aventura solitaria y se queda en el hotel tras pasar por el Delly a comprar comida china para su velada frente a la televisión en nuestra habitación. Ya estoy en el teatro del Madison. En medio del hermoso recinto, a ocho o diez metros, Morrison sobrecoge con su set. A mi lado, en el break, piden champagne y opinan sobre Clinton… Son entradas de setenta y cinco dólares, una cifra nada despreciable para aquel 16 de enero de 1998. La revolución hippie ha dado paso a cierto corporativismo moderadamente progre y políticamente correcto, pero a Dylan parece no importarle nada ni nadie e ilumina la noche abriendo con la juguetona y surrealista «Absolutely Sweet Marie», una canción rítmicamente exquisita del álbum Blonde on Blonde que tardó más de veinte años en tocar por primera vez en vivo. Nos mira de lado —lo hace con los mismos ojos claros que cuando estaba en aquel sillón del Victoria Plaza— para despacharse dieciséis canciones, entre ellas una revisión acústica dramática de «Tangle Up in Blue» y un bloque final arrollador con «Like a Rolling Stone», una visita sorpresivamente mansa de «My Back Pages», la frialdad casi cruel de «Love Sick» y, por supuesto, su cierre habitual por esas épocas, con «Rainy Day Women # 12 & 35».
Todavía conservo el merchandising de aquella noche: una increíble remera de mangas largas. Hoy es un producto vintage. Al otro día recorro el Village donde nada queda de Bob, pero quiero creer que, en cada esquina, en cada rincón de cada plaza, tras las ardillas del momento, en cada pocillo de cada café, hay señales que solo yo puedo descubrir y que me indican (¿o juran y perjuran?) que no estoy equivocado, que su música y él, siguen allí.
(Este recorrido por diferentes ciudades tras Dylan continuará: Buenos Aires, Santiago, Los Ángeles, Indio)
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