crónicas
Morros y reino vegetal del Desterro: Medeiros
Por Rosario Lázaro Igoa / Viernes 15 de junio de 2018
La humedad y el verde del morro, contrastado con el gris tupido de nubes del cielo de Florianópolis, se acompañan con lecturas de Sérgio Medeiros, poeta de Mato Grosso do Sul que entiende y transmite, con perfección, la altura, los sonidos y los colores de esta isla de magia.
Hay un morro que se levanta en esta ventana. Primero el patio, el muro salpicado con perpetuas flores de maracuyá, luego la calle, más lejos un baldío, y allá empieza a encumbrarse el montón de tierra y vegetación pródiga. Es un morro rosado de mañana, cuando la isla está envuelta en cierta bruma enrojecida que pone conmovedoras a las cosas. Aquella semana, chorreaba por la lluvia, y entero el morro escurría, filtraba, amenazaba con los derrumbes. Llegó a dar miedo. Entre baldazos de agua de ese último gran diluvio, andaba salpicado de amarillo eléctrico, que a un árbol parecido a la acacia se le había ocurrido florecerse para la Pascua.
Morro. También sabe estar verde desvergonzado, de tan eléctrico. Eso es cuando el sol baja del lado de las montañas, en el continente, y parece reflejarse fluorescente en este detalle insular. Por cierto: un morro es un morro, y las montañas del continente son algo por completo distinto. Aquellas son más altas, tienen el frío prendido en invierno; hasta nieve reciben cuando el pampero avanza conquistador desde los pagos del sur. El morro es cercano, marítimo y redondo. Es capaz de escandalizar por sus tonalidades del verde, bien verde, como si la mezcla de azul y amarillo fuera el único color disponible en el Desterro (por cierto, Florianópolis supo llamarse así).
Lo que desde lejos es una masa compacta, se revela profusa al ojo cercano. Sérgio Medeiros, poeta de Mato Grosso do Sul resterrado en la isla, anima a este reino en O sexo vegetal (2009): «Una carrocería se aleja con heladeras nuevas de acero inoxidable, choca con violencia gajos floridos, uno se quiebra y se balancea atontado, como un hueso caído de un hombro roto». O lo muta en animal: «Temblando velozmente en el suelo, el arbusto es exuberante puercoespín verde-plateado, hecho de tiras superpuestas, áspera piel flexible». Además, hace que los vegetales sean capaces de mitigar el ardor de los humanos. Y descubre individuos —brasileros y extranjeros, puntualiza— sexualmente interesados en plantas, arbustos y grandes árboles. Una muchacha entró al bosque y descansó en el pasto. Al volver se dio cuenta de lo ocurrido. «En su casa (cuando se sacó el pantalón) constató que tenía los muslos cubiertos de arena. Arena morena con algunas hebras de pasto. Como si hubiera rolado libremente por el suelo», murmura el poeta en deliberada infidencia.
Hay un punto en que los reinos se confunden acá, en el Desterro. El agua siempre ha tenido esa capacidad de mezclar las cosas, de propiciar notables mutaciones. A modo de «Décor», escribe Medeiros, «la niebla enraíza tentáculos torcidos en los morros y crece como gran arbusto, sediento de tierra». Se sabe. Todo puede pasar ahí arriba. Además, la condición estratégica del morro es innegable. El mar está en todas partes, y si un día el océano subiera y avanzara sobre nuestras casas, los humanos, las plantas y los insectos subiríamos entonces a las alturas para vivir al resguardo del embate acuático. Por lo que dicen, ya hay quien vive colgado de las rocas, en simbiosis con insectos infatigables, desafiando la gravedad del destierro.
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