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Capturar la experiencia

Proust y la poesía moderna

Por Roberto Appratto / Viernes 02 de agosto de 2019

Marcel Proust es, sin duda, una de los narradores más influyentes del siglo XX. Analizando su obra En busca del tiempo perdido, Roberto Appratto nos da las pautas para descubrir los mecanismos poéticos de su escritura.

El aniversario del nacimiento de Marcel Proust (10 de julio de 1871) hace pensar en su obra mayor, En busca del tiempo perdido, que, con el Ulises de James Joyce y El proceso de Franz Kafka cambió el rumbo de la narrativa y hasta es responsable de haber introducido el concepto de modernidad en ese terreno. Después de En busca… ya no fue posible escribir como en el siglo XIX, el realismo cambió de forma.

En busca… aporta una concepción nueva de la narración: ya no se trata de contar una historia sino de revelarla, de convertirla en experiencia, de bifurcarla, desviar su sentido, difuminar sus límites al subvertir las ideas de mímesis y de linealidad por la vía subjetiva, sin por eso renunciar a la captación crítica del mundo de fines del siglo XIX, a la vez el entorno del autor y del protagonista. Es en torno de la subjetividad  y de la memoria, llevadas a sus grados más radicales, que Proust abre el juego de la narrativa a la poesía.

Entre los infinitos procedimientos de escritura que pueden detectarse a lo largo de sus siete tomos, dos pueden ser tomados como base de lo que después fue la poesía del siglo XX: uno es el de la memoria involuntaria, otro el de la expansión de la frase, que décadas más tarde Roland Barthes llamaría «catálisis».

La memoria involuntaria es bien conocida, tal vez lo más famoso de En busca…: mucho se ha vuelto a ese episodio de la magdalena mojada en el té a partir del cual se precipitan los acontecimientos de la novela. Diez o doce veces más ocurren momentos similares de esa memoria involuntaria, en oposición a la voluntaria, de la que el protagonista Marcel no puede servirse para evocar su infancia. Como señala Samuel Beckett en su ensayo sobre Proust, es «explosiva, una deflagración inmediata, total y deliciosa; (…) en su flama ha consumido el hábito y todas sus obras, y en su brillo ha revelado lo que la falsa realidad de la experiencia no puede ni podrá revelar: lo real»:

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, (…) su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes, quizá porque de esos recuerdos por tanto abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada (…); las formas externas (…), adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, (…) solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, (….) y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.[1]

 

La memoria involuntaria, al decir de Beckett, «elige su propio tiempo»; esa especulación con lo casual que capta la totalidad de un recuerdo o de una impresión, más allá de la lógica asociativa común, es consustancial a la poesía. La irrupción de una ocurrencia en bruto, tomada desde una perspectiva individual que no diferencia lo trivial de lo importante, implica a su vez un tratamiento formal, para que no se pierda.

Por otro lado, las catálisis. Según Valèry, «Proust divide, y da la sensación de poder hacerlo indefinidamente, lo que los demás escritores se han habituado a atravesar». Con eso se refería a la capacidad de subdividir, de encontrar matices en una referencia, al despliegue sintáctico de las posibilidades de decir: una expansión que también forma parte de la expresión poética moderna; la mezcla de lo heterogéneo, la derivación constante, permiten conocer aquello de que se habla por el camino del lenguaje:

Más cerca todavía de la naturaleza –y la misma multiplicidad de las comparaciones es aún más natural, porque un mismo hombre, si se le mira durante unos minutos, parece sucesivamente  un hombre, un hombre-pájaro, un hombre-pez, un hombre-insecto–, parecían dos pájaros, macho y hembra, intentando el macho avanzar, no respondiendo ya la hembra –Jupien– con ninguna señal a este manejo, pero mirando a su nuevo amigo sin extrañeza, con una fijeza atenta, considerada sin duda más turbadora y la única útil, desde el momento en que el macho había dado los primeros pasos, y limitándose a alisarse las plumas.[2]

 

La captura de la experiencia como objetivo de la poesía aparece ya aquí, en un envase narrativo que, en su intento de salir del realismo, introduce otra forma. Ambos procedimientos están asociados, también, al tiempo: el tiempo que aparece y el tiempo que se subdivide sin avanzar. Las relaciones entre Proust y la poesía parecen evidentes.  


[1] Proust, Marcel. «Por el camino de Swann», en En busca del tiempo perdido, tomo I. Madrid: Alianza, 1966, pág. 63.

[2] Proust, Marcel. «Sodoma y Gomorra», en En busca del tiempo perdido, tomo IV.  Madrid: Alianza, 2011, pág.17.

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