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Trampas de la memoria

Roberto Bolaño y Richard Gwyn: reconstrucción de un recuerdo

Por Martín Bentancor / Jueves 30 de noviembre de 2023

Le seguimos dando vueltas a los veinte años de la muerte de Roberto Bolaño, en un 2023 que lo hubiese visto alcanzar siete décadas. Como una forma de rondar un poco más la riqueza de su obra y de su particular biografía, Martín Bentancor explora en esta nota el vínculo entre el escritor chileno y su par galés Richard Gwyn a partir de unas páginas escritas por este último.   

La historia de la literatura se empeña en los paralelismos y las coincidencias, en trazar y unir líneas de vida, argumentos, personajes y situaciones de forma tal que, al margen de eventuales anomalías y bifurcaciones, el mundo de los libros puede abordarse como una totalidad en perpetua expansión. A modo de ilustrar lo anterior, presento acá dos ejemplos puntuales, aunque hay muchos. En 1937, el escritor italiano Beniamino Joppolo escribió un breve cuento sobre una respetable familia que esconde en su casa a un tío simiesco (una suerte de eslabón perdido en la evolución). El sobrino de la criatura intenta ocultárselo a su esposa, pero ella lo descubre y queda maravillada. Veintisiete años después, y sin conocer el relato de Joppolo, Italo Calvino escribió un cuento que, aunque diferente en estilo y ambientación, reproduce el mismo esquema: en el período carbonífero una familia de animales terrestres tiene un tío que sigue siendo un pez; el sobrino intenta que su novia no lo conozca pero ella se maravilla ante el ser escamado. Otro caso: el 10 de abril de 1966, el escritor inglés Evelyn Waugh murió de un ataque al corazón sentado en el wáter del baño de la planta baja de su casa en la villa de Combe Florey; doce años después, otro escritor, el argentino nacionalizado italiano Juan Rodolfo Wilcock, que había traducido la divertidísima nouvelle del británico La Nueva Neutralia, también murió sentado en el inodoro de su casa en Lubriano, mientras leía un libro llamado El infarto cardíaco

Varios paralelismos y coincidencias unen los destinos del chileno Roberto Bolaño (1953-2003) y del galés Richard Gwyn (1956): la trashumancia durante la juventud y primeros años de adultez —por México y España el primero; por el Mediterráneo y Grecia el segundo—, la sucesión de empleos precarios y mal pagos —lavaplatos, descargador de barcos, camarero y vigilante nocturno el primero; pescador, peón agrícola y profesor de inglés el segundo— y la condición de enfermos hepáticos que en algún momento requirieron de un trasplante de hígado. Bolaño falleció mientras lo esperaba y Gwyn fue trasplantado con éxito. Los derroteros de estos dos hombres se cruzaron en el año 1979.

En su impresionante libro autobiográfico El desayuno del vagabundo, publicado en español por la editorial Bajo la Luna en el año 2014, con traducción de Jorge Fondebrider, Richard Gwyn evoca su encuentro con Roberto Bolaño en Lézignan-Corbières, al sudoeste de Francia, cuando ambos trabajaban en la cosecha de la uva. Una noche, Gwyn leía un libro de cuentos de William Burroughs en la mesa de un bar y un tipo flaco, de cabello enrulado y anteojos redondos, se sentó frente a él y comenzó a hablar sobre el autor de El almuerzo desnudo en castellano, con ocasionales ráfagas de mal francés cuando su interlocutor afirmaba no entender lo que decía. 

Escribe Gwyn sobre el otro sujeto: «Parecía tener un conocimiento de la literatura mundial, tenía el espectro salvaje y la confianza anárquica del autodidacta, que reconocí, y parecía que realmente le gustaba hablar, disfrutaba ir tras las ideas y los juegos de palabras, y de cualquier incongruencia descabellada que apareciera». La evocación de Gwyn continúa con la referencia al enojo de Bolaño por cierto asunto referido a un pasaporte y con la imagen de los dos jóvenes cosechadores de uva, muy borrachos, sentados en el banco de un pequeño parque, en el que intercambiaron extravagantes insultos con un grupo de muchachos gitanos que jugaban al fútbol en un descampado. 

Treinta años después de aquel encuentro, mientras ojeaba una revista en un cuarto de hotel de Nueva York, Gwyn se topó con una fotografía de Bolaño, que para ese entonces llevaba cinco años muerto. En la imagen, el chileno lucía el cabello más corto y, desde luego, aparecía más viejo que en el recuerdo que el galés conservaba de aquella noche perdida en Lézignan-Corbières. A los pocos días, el azar lo puso en contacto con un amigo de los lejanos tiempos de vagabundeos por Europa, al que le preguntó por su recuerdo del chileno que conociera una noche en el sudoeste de Francia. El amigo de Gwyn no solo dijo no acordarse del tal Roberto sino que evocó para Gwyn otros episodios, personas y expresiones de los que el galés nada recordaba. 

En este punto, el narrador de El desayuno del vagabundo vacila, preguntándose si su recuerdo del joven Roberto Bolaño cosechador de uva no será inventado. Teme, además, que le ocurra lo mismo que señala un personaje del cuento «Carnet de baile», del libro Putas asesinas, de Bolaño, cuando alguien relata con engreimiento que el gran poeta Nicanor Parra se quedó una noche en su casa: «En esa afirmación entreví un orgullo pueril que desde entonces nunca he dejado de percibir en la mayoría de los escritores». Gwyn se enfrenta así al prodigioso e indomeñable mecanismo de la memoria, que todo escritor pretende desmontar para emplearlo a su servicio, y reflexiona: «Lo reconocí en la foto antes de haber leído alguno de sus libros o de tener razón alguna para desear que se me asociara con él, antes de haber descubierto nuestra afinidad literaria o biográfica, incluso nuestra compartida enfermedad de ciudadanos de la misma provincia en el reino de los enfermos». 

Unos años más tarde, en un pasaje de su conferencia «Roberto Bolaño, memoria y vida episódica», pronunciada en la Universidad Diego Portales, de Chile, al volver sobre este asunto Gwyn afirmó que «nunca podemos estar seguros de que el yo que existe en un momento específico del pasado, pueda representarse como la misma persona que está haciendo el relato del presente narrativo». En esa conferencia magistral, el galés cita un recuerdo del escritor argentino Andrés Neuman, amigo personal del chileno, en el que las nociones de representación y ubicuidad se despliegan hasta el paroxismo. Escribió Neuman: «Una vez Bolaño me telefoneó desde su casa en Blanes, me pidió que buscara El País y le leyese una noticia sobre la Feria del Libro de Buenos Aires. Hice lo que me pedía y me encontré con una foto enorme de su cara. El texto anunciaba la presencia de Bolaño en la Argentina para ese mismo día. "¿Ves?", dijo Bolaño ahuecando la ronquera, "¿ves?, ahora estoy aquí y no estoy allá, ahora no estoy aquí y estoy allá, ahora no estoy aquí ni tampoco allá. Esto es una grabación, me largo. Este mensaje se autodestruirá en cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno…". Y la comunicación se cortó».

La reconstrucción de aquel lejano encuentro con Roberto Bolaño en 1979 se volvió motivo de reflexión permanente para Richard Gwyn durante los días que siguieron a la conversación con su amigo. Al final, logró establecer una línea cronológica en la que el encuentro con Bolaño en Lézignan-Corbières ocurrió unos años antes de los episodios evocados con tanta precisión por su amigo. El capítulo sobre el recuerdo se cierra con un tono crepuscular: «Es de noche en el pequeño parque de Lézignan, cerca de la Maison des Jeunes, y estoy sentado en un banco. El cielo es de un violeta intenso. Roberto está ahí, jugando al fútbol con los chicos gitanos. Por un instante la imagen está completa, tiene la inconfundible textura de la realidad: luego, se va». Así parecen operar las trampas de la memoria y también ciertos fantasmas. 

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