En mi mayor
Sangre, azúcar, sexo y algo de magia: Anthony Kiedis
Por Tüssi Dematteis / Viernes 09 de noviembre de 2018
Foto: Christopher Polk
Una autobiografía digna de una estrella de rock, Scar Tissue, de Anthony Kiedis, el frontman de la banda californiana Red Hot Chili Peppers. Entre drogas de todos los colores y sabores, fiestas y muchas mujeres, Kiedis se jacta de su vida aventurera, siempre al borde del abismo, y promete una adicción a las páginas de su vida solo con la primera lectura.
Llena de detalles desenfrenados, sexo con mujeres famosas y glamour californiano, la autobiografía de Anthony Kiedis, cantante de los Red Hot Chili Peppers, ha sido una de las más destacadas de este género que no ha parado de acrecentarse en lo que va del siglo, y —seguramente gracias al oficio de su coautor, el escritor Larry Sloman— es un libro sumamente ganchero y con un centro temático muy definido que no es en absoluto la música heavy-funk que caracteriza a la banda.
Aunque hay bastante información sobre la interna y la historia de los RHCP, Scar Tissue es más el relato de un adicto a las drogas durante una década y media, que la historia de un músico. Lo cual no es de extrañarse, ya que Kiedis es un excelente frontman, un pasable rapero, un cantante malo y un músico inexistente (no hay ninguna indicación en el libro, más bien lo contrario, de que tenga alguna idea de lo que es un acorde), pero, al parecer, ha sido un drogadicto de proporciones bíblicas. Un politoxicómano con un apetito incontrolable de heroína, cocaína y crack (sus drogas de preferencia, aunque no parece haber sustancia que no se haya metido adentro), al que posiblemente solo su constitución física atlética y el acceso periódico a clínicas de rehabilitación profesionales hayan salvado de una temprana muerte, destino que sí sufrieron muchas figuras de su ámbito y su generación, incluyendo a uno de los guitarristas de la banda, Hillel Slovak.
Scar Tissue se inscribe así, como las notoriamente autodestructivas autobiografías de Nikki Sixx o Alain Jourgensen, en lo que casi podría considerarse como un subgénero de las memorias rockeras, al que podríamos llamar toxicografías, en las que, aunque pueden presentarse como un relato de advertencia y experiencia, las drogas se convierten en la gran aventura peligrosa que vive su protagonista. En algunos casos esta aventura, aun si no se la puede considerar una apología, es narrada con bastante ostentación y machismo, pero este no es el caso de Kiedis, a pesar del evidente egocentrismo del narrador.
Hay en las numerosísimas páginas dedicadas a su hábito, muchas anécdotas desmesuradas, graciosas o incluso repulsivas, pero, más que la sordidez y el constante autosabotaje, el aspecto de la drogadicción que Scar Tissue captura mejor es su recurrencia circular. Desde principios de los años ochenta hasta su —por el momento definitivo, por lo que se sabe— desenganche en la navidad del año 2000, el relato de Kiedis es un auténtico ciclo vicioso que comienza con el entusiasmo, el descontrol, la limpieza y la recaída —cada vez más fuerte—, una y otra y otra y otra vez. Kiedis describe bien el autoengaño, la sensación maníaca de que el acto reiterado va a tener distintas consecuencias y el hastío de esa incapacidad de superar las trampas que uno mismo se tiende. Es un hombre afortunado, también, ya que, como a Keith Richards, el nadir de sus adicciones lo alcanzó cuando lo RHCP ya eran una máquina lo bastante exitosa y aceitada, como para proteger un mínimo su salud y sustentarlo económicamente, lo cual no ha sido el caso de muchos otros rockeros junkies, incluyendo alguno de sus compañeros de banda como John Frusciante, cuyo deterioro físico y mental, antes de también recuperarse, llegó a extremos más desesperantes que los del cantante.
De todos modos, esto es apenas narrado lateralmente en Scar Tissue, ya que, tal vez por pudor o como confirmación de su egocentrismo, Kiedis habla poco —y no siempre bien— de sus compañeros de banda, en particular del bajista Michael Balzary (más conocido como Flea), quien frecuentemente es percibido —correctamente— como el alma y líder del grupo, pero que pasa por el libro sin que sepamos prácticamente nada de su excéntrica personalidad, más allá del amor y respeto que Kiedis declara tener hacia él, y que no es extensivo a todos los músicos que pasaron por los RHCP. Aun con el brillo del amor propio con que Kiedis se describe, es fácil adivinar que no se trata de una persona de trato muy agradable, o ni siquiera un artista brillante o culto, por mucha reflexión espiritual que le aporte en algunos momentos a su historia.
Algo de lo que tal vez no tenga gran responsabilidad, porque el libro también es —aunque no parece ser consciente de ello— el registro de una de las crianzas más atroces que se hayan registrado, pero no por la crueldad disciplinaria o abusiva de sus padres, sino por lo contrario, por una absoluta permisividad, especialmente de parte de su padre Blackie Dammett, pequeño traficante de drogas y horrible, aunque ocupado, actor, quien, con su intención de ser un progenitor liberado, maleducó a su hijo mucho más allá de lo tolerable hasta en términos legales. No es de extrañarse que con semejante ejemplo, el propio Kiedis emerja en su relato como alguien alternativamente soberbio, superficial, lujurioso y desconsiderado, y eso a pesar de que mantiene silencio sobre algunas de sus acciones más bajas, como sus constantes abusos de poder hacia bandas menos conocidas.
Más allá de lo que se piense sobre el personaje, y es bueno recordar que el narrador de una autobiografía es también un personaje en el sentido más literario del término, Scar Tissue tiene un ritmo y un interés constante, que solo disminuye en los segmentos finales en los que se pone excesivamente plañidero sobre su relación con una de sus novias —aún reciente cuando se editó el libro en el 2004—, bajando las revoluciones y el atractivo de este relato casi arquetípico sobre la figura de un drogadicto que también es una estrella.
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