mochila al hombro
Seis días navegando el río Amazonas
Por Tania de Tomás / Sábado 23 de junio de 2018
Un barco para seiscientas personas con ciento veinticinco. Una visión romántica. Un golpe de realidad. Y un montón de siestas en hamacas y juegos para matar el tiempo. Una breve crónica de los seis días que demoró el barco Diamante en recorrer el Amazonas, desde Brasil hasta Colombia, con nuestra mochilera oficial, Tania de Tomas, a bordo.
No había podido dormir. Fue una de esas noches en las que la ansiedad es más fuerte que el cansancio. Apoyé los pies sobre el piso húmedo del baño y vi cómo la mitad de mi rostro se reflejaba en el vidrio empañado. Pasé la mano por el espejo tibio y, chorreando agua, me envolví en la toalla. Salí y tomé de la mesita de luz los tickets para el barco. Diamante, 06:15 AM. El día anterior habíamos recorrido el puerto de la ciudad de Manaos en Brasil. El plan era atravesar el Amazonas hasta llegar a Colombia. Los dos barcos que vimos eran de carga.
Teníamos que dormir en hamacas (también había camarotes) y, aunque se podía llevar comida, se servía el desayuno, el almuerzo y la cena. El barco se detendría en ocho pequeñas ciudades que bordeaban el río y demoraría en llegar a Leticia, en Colombia, entre seis y siete días. La mayoría de los viajeros suele bajar el río, o sea, ir de Leticia hasta Manaos. Seguramente porque para hacer esta ruta se demora entre tres y cuatro días, suficiente para saborear la experiencia. Pero ya estaba en Brasil, en Perú había varias zonas inundadas en ese momento, y tenía que moverme porque se me vencían los tres meses como turista en el país. Además, Colombia sonaba bien: calor, arepas, agua de panela, o aguardiente, y mucha fiesta.
Antes de entrar al puerto compré mi hamaca verde cuadrillé. Caminé poco más de una cuadra por el muelle hasta que leí en un verde apagado Diamante. El barco me pareció gigante. Blanco, de acero, con tres pisos y una bandera de Brasil que flameaba en lo alto. Entré por la rampa de metal e hice una pequeña fila. Un hombre canoso que hablaba un portugués cerrado me pidió el pasaporte, el ticket y me dejó subir.
Amarré la hamaca a la viga de hierro, en el segundo piso, cerca de una ventana y me senté para ver si aguantaba el peso. Un chico delgado, rubio y que comía tangerinas me miraba. Le sonreí, hizo lo mismo. Dejé mi mochila y un bidón de agua y me detuve en la cantidad de bolsas plásticas, toallas, osos de peluche, remeras y hasta ropa interior que colgaba de la misma viga de hierro en la que había anudado mi hamaca.
El chico rubio se apoyó contra la baranda. Hablamos un poco hasta que el paisaje nos hizo callar. Nos quedamos viendo el ancla levantarse, íbamos a zarpar. Pensé en lo implícitas que estaban en ese escenario las despedidas. En la melancolía que desprendía esa postal urbana. Las gaviotas que acariciaban el río, las construcciones antiguas, las calles empedradas, los vendedores ambulantes en la entrada del puerto, los barcos y el río. En ese momento supe que yo también me estaba despidiendo de algo.
Conté ciento veinticinco personas dentro del barco. Agradecí que fuera temporada baja ya que la capacidad máxima del barco es de seiscientos veinte. Imaginen dos baños compartidos entre seiscientas personas durante casi una semana.
Inevitablemente, al segundo día el barco ya exudaba olor a humano. A las seis de la mañana los tripulantes estábamos en movimiento, 06:30 se servía el desayuno y había que hacer cola para entrar al comedor. Estaba con hambre y me comí todo: pan, queso, huevos, frutas y café.
Jugué a creer que podía acostumbrarme a esa rutina: al ronroneo del barco, a mis siestas en la hamaca, a hacer cola para tomarme el café con leche. Eran recién las 09:22, aunque para mí ya había pasado un día entero. Dentro del barco el tiempo transcurría lento, no había mucho que hacer. Subí y me senté a comer fruta en una de las barandas exteriores mientras Tomás, el chico rubio, me relataba su historia de cómo se le había ocurrido irse de República Checa y llegar a Buenos Aires. Habló de su amor con una chica argentina, de su desamor con esta chica argentina y del viaje que estaba haciendo por América Latina hacía ya tres años. Sé que quieren que les cuente de la gran fauna exótica que habita en el Amazonas, pero no podré hacerlo. El sonido del motor del barco era tan imponente que alejó a prácticamente todas las aves, apenas si vi algunas en el puerto y no eran nada coloridas ni hermosas. Por suerte, al llegar a Colombia pude despacharme y recorrer a pie la selva amazónica, pero ese es otro relato.
En este punto del viaje ya había aceptado haber perdido la noción del tiempo, y me di carta libre para hacer cosas como contar antenas, hamacas o jugar a quién veía el árbol más alto de la selva (me acuerdo de que había unos de tronco bien finitos y con pintitas blancas).
Subí por enésima vez las escaleras para tomar un poco de aire y me encontré con un espectáculo. Todos estaban alrededor de la televisión. Todos eran hombres. En la tele de tubo y mal sintonizada, había un partido de fútbol, y por la atención de los televidentes parecía una final de la Copa del Mundo. No volaba una mosca. En tierra firme, un niño empezó a saludar, y yo, con una emoción de viajera solitaria, comencé a agitar mi mano. Al ratito salieron tres niños más, los saludé hasta que se hicieron puntos en el horizonte. De repente una cortina de agua me nubló la visión. Y creo que fue ahí cuando me cayó la ficha de que estaba en un barco, en la selva amazónica viendo caer gotas furiosas de agua y a unos niños jugar al fútbol en una canchita improvisada. Era real.
Ya al cuarto día comenzó a hacerse necesario el movimiento, por lo menos para algunos extranjeros. Estaban los que caminaban por el barco, los que hacían flexiones, los que se ponían aceite de coco y se bronceaban, y, también, los que escuchaban a todo volumen reggaetón.
Habíamos hecho la primera parada en el pueblo Fonte Boa, pero era de madrugada por lo que no pudimos bajar. Por la tarde tocamos tierra de nuevo. Bajamos en Jutaí y con nosotros cientos de cajas. Como era un barco de carga, en la bodega había de todo: desde heladeras hasta cerámicas para revestir baños, cajas de cerveza, plantitas, más de una docena de motos y hasta un camión.
Siempre tuve una idea romántica del Amazonas. Pequeñas casas de barro y paja habitadas por chamanes sabios que preparan plantas medicinales o por mujeres con torsos desnudos y caras pintadas. Pensé en cuán lejos estaba de esa idea. En aquel pueblo las casas eran de madera o cemento y tenían grandes antenas de televisión. La música en inglés se mezclaba con el sonido del caño de escape de las motos y algún que otro pájaro que apenas sí se lo escuchaba cantar. Galpones enormes que vendían mucha de la mercadería que cargábamos en el barco y canaletas de agua contaminada. El pueblo olía a podrido. Algunos niños curiosos, al vernos pasar, salían de sus casas. Uno que estaba descalzo y tenía puesta una remera de Bart Simpson desteñida saludaba contento. Era tiempo de cometas y los más chicos intentaban volar hojas de papel de cuadernola que en los extremos tenían un trocito de nylon. Saqué algunas fotos, la mayoría de las personas posaron y le sonrieron a la cámara.
Esa madrugada hicimos la tercera parada en Tonantis y por la mañana pudimos bajar en San Antonio, un pueblo sensiblemente más grande que Jutaí. Por supuesto que había una iglesia, pero además había un banco, un cementerio y una discoteca. En este puerto se descargó bastante mercadería, aunque la gran parte de la carga del barco iba para nuestra última parada.
Otra vez el ancla, otra vez la bocina. Eran las doce de la noche y ahora las familias salían del barco desesperadas. Por las ventanas del barco les pasaban a sus familiares, que estaban esperando en el puerto, bolsas con acolchados y frazadas, bolsas con juguetes, bolsas con comida, bolsas, algunas cajas y más bolsas. Hacía seis días que estábamos en ese barco, que transitábamos sus pasillos, que dormíamos en la hamaca (había muchas familias con niños y hasta mujeres embarazadas), que comíamos en el mismo lugar y exactamente a la misma hora, que veíamos el río tan cerca y tan lejos. Mil seiscientos kilómetros por el santuario ecológico más importante del planeta. Nosotros también queríamos bajarnos del barco, cruzar la frontera y acostarnos a dormir en una cama que no se meciera.
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