En mi mayor
Simpatía insatisfecha: la vida de Keith Richards
Por Tüssi Dematteis / Viernes 07 de setiembre de 2018
Foto: Richard Burbridge
Vida, de Keith Richards, es una de las biografías que fue más esperada de todos los tiempos en la historia del rock. En ella, el rockero hecho y derecho cuenta cómo es haber sido y seguir siendo un rolling stone, y nos la presenta Tüssi Dematteis, en su columna En Mi Mayor.
Pocos o ningún libro de memorias de un rockero generó tantas expectativas como Vida de Keith Richards. En parte, por el simple hecho de ser uno de los líderes de la mayor banda de rock en existencia y, en parte, por la sospecha a priori de que las historias de Keef, uno de los toxicómanos y rebeldes más notorios de la cultura popular del último medio siglo, iban a ser particularmente picantes y extremas.
Y lo son, pero tal vez menos de lo que uno podría imaginarse; evidentemente muy trabajada en lo literario por su coautor, el periodista James Fox, esta autobiografía comienza contando una de las mil y una anécdotas semidelictivas del Richards rockero y famoso, pero rápidamente se vuelve el detallado relato del crecimiento de un niño inglés de la posguerra, y su descubrimiento de la música. Esta parte —familiar y afable— se extiende más de lo que se podría imaginar por parte del hombre con el anillo de la calavera y, en realidad, es una introducción más fiel que el prólogo al tono general del libro.
Richards parece interesado, más que en hablar de orgías, desmesuras y demás depravaciones de la vida de una superestrella rockera, en narrar su amor por la música negra, la guitarra, sus amigos y sus mujeres. A diferencia de la casi ilegible y plomiza autobiografía de Bill Wyman —y su contabilidad de conquistas sexuales— o de lo que uno puede sospechar que sería —o será— la de Mick Jagger, cuando se decida a terminarla o publicarla, Richards se muestra como un hombre bastante reservado, poco mujeriego y que prefiere contar su llegada a la afinación en sol que en enumerar a las modelos con las que se acostó o no. Hay siempre una intención clara de dejar en claro su expertice callejera y, habiendo sido un destacado adicto durante décadas, las drogas colorean muchos de los períodos de su vida, confirmando o desmitificando mitos sobre su monumental consumo, pero sin caer en la jactancia —o la autoconmiseración— con respecto a otros famosos como Steven Tyler, Nikki Sixx, Slash y otros notables del reviente. Sí, por supuesto hay historias de drogas en Vida —al fin y al cabo es la vida de Keith Richards—, pero el libro es, sobre todo, acerca de su cualidad de rolling stone, no de adicto a la heroína, y este no es un camino mucho menos turbulento.
Si es legendaria lo disfuncional que era la relación entre los integrantes de The Ramones o Pink Floyd, la lectura de Vida puede hacer pensar que esas bandas no estaban tan mal. Es decir, no es tanto que Richards narre grandes batallas campales entre los Stones, sino que es notoria su falta de amistad o cariño hacia sus compañeros, con la posible excepción de Charlie Watts. Esta frialdad se hace mucho más sensible porque el guitarrista es muy afectuoso hacia sus amigos —como Gram Parsons, Bobby Keys o Steve Jordan— y les dedica largos y sentidos párrafos, pero los Stones parecen compañeros de trabajo a tolerar o examantes con las que se ha extinguido el fuego. Brian Jones es presentado como una persona desagradable, soberbia y sin mucho talento, Bill Wyman como un simplón y alguien muy limitado en lo intelectual, Mick Taylor un buen guitarrista sin mayor interés humano; incluso a su supuesto compinche Ron Wood le dedica más palabras de irritación que de aprecio. Pero el que tiene un tratamiento preferencial y distintivo, aunque no necesariamente más cariñoso, es, como es fácil imaginarse, Mick Jagger.
En las primeras reseñas de Vida, los medios se dedicaron a resaltar la escandalosa revelación que Richards hacía en el libro acerca de las exiguas dimensiones del pene de Jagger. Una tontería, ya que la alusión en cuestión es muy pequeña (sin pretender hacer un chiste al respecto), y es más bien un gruñido malhumorado con relación a un breve —y conocido— affaire que el cantante mantuvo con Anita Pallemberg —entonces la pareja de Richards—, durante el rodaje de la película Performance (Donald Campbell y Nicolas Roeg, 1970), y el que se haya destacado esto es solamente una prueba del pobre nivel del periodismo cultural actual. Pero, en cambio, Richards no se guarda nada a la hora de criticar a su media naranja artística en cuestiones de mucha mayor importancia, presentándolo como alguien fatuo, inseguro, dependiente de la moda, egoísta, envidioso, desleal y muchas veces ridículo, sin encontrarle al parecer ninguna cualidad humana salvo la de su talento musical. Mucho más sorprendente y significativo que un chiste al pasar sobre el tamaño de su miembro viril puede ser el hecho de que Richards confiesa ni siquiera haber compartido un camerino con Jagger —y estamos hablando de una banda que periódicamente hace gigantescas giras mundiales— en más de dos décadas, y no tener el más mínimo contacto humano con él, salvo a la hora de planificar una gira o componer un disco.
Dedicándole una atención casi obsesiva, en lugar del ninguneo general al que somete a los demás Stones, Richards parece por momentos un amante decepcionado o, más exactamente, un amigo decepcionado, que no le perdona a Jagger el haberse alejado de la mágica relación creativa que los llevó a generar algunos de los discos más brillantes de la historia del rock y a ser considerados la mayor banda que haya existido.
Esta amargura termina dando un poco la nota de un libro que de otra forma es más bien alegre, gracioso y algo maligno, y provocando la extraña sensación de que, a pesar de haber llegado a la cima de las cimas, Richards sigue sin desprenderse de su famosa insatisfacción.
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