Sydney: crónicas desde el Botánico
Un cierto tipo de árbol y cuentos de las cumbres: «Melaleuca quinquenervia» y «Las voladoras»
Por Rosario Lázaro Igoa / Jueves 09 de diciembre de 2021
En el último paseo de la serie «Sydney: crónicas desde el Botánico», son los Melaleuca quinquenervia la especie arbórea que acapara la atención de Rosario Lázaro Igoa. Se encuentran en Australia, se consideran invasores en Estados Unidos y en su asedio se deslizan con sigilo en la profundidad de los sueños.
A
por las rosas, a por las rosas, supe prometer que volvería. Pero no cumplí. Rara
vez las cosas ocurren según lo planeado. En vez de ir hacia el rosedal, di
media vuelta y, en plena llovizna, pasé el rato entre especies nativas. Será la
última crónica del año desde el Botánico de Sydney. Decidí que solo habrá
espacio para un cierto tipo de árbol, el Melaleuca
quinquenervia, y para un libro que devoré a dentelladas, en su tormento: Las voladoras, de Mónica Ojeda. Obstinados,
es probable que se filtren también algunos sueños. Ellos andan en la vuelta,
como aves rapaces (o colibríes, claramente más poético y ligado a uno de esos
cuentos andinos). Los sueños avanzan envalentonados hacia la vigilia gracias a una
lectura sobre la que no escribiré hoy, aunque bien podría ser el centro de este
texto. Ya tendremos tiempo para La
inteligencia del sueño, de Anne Dufourmantelle.
Desde
que llegué a Sydney, ha sido una obsesión creciente. Primero me llamó la atención
su corteza desmenuzada, como si lo hubieran abierto a cuchillo. En este árbol
de la familia Myrtaceae, se desprende de a jirones tenues, láminas de papel. Abierta,
tal camada varía del beige, al gris y a un marrón un tanto anaranjado. Después
supe que al Melaleuca quinquenervia le
gusta el agua en abundancia y que, en Florida, EEUU, como buen invasor hábilmente
aclimatado, ha sido causante de colapsos ambientales. Ya en el Parque
Centenario, al lado de casa, crecen bien nativos en un pantano. Durante el día,
cientos de murciélagos usan las ramas para colgarse cabeza para abajo y dormir.
Lo mismo en el Botánico. La semana pasada, me desvié de las rosas y fui rumbo a
sus flores discretas, que llegaron con la primavera. Urgió así el Melaleuca quinquenervia, salpicado de
inflorescencias de un amarillo gastado. Eran casi plumerillos. Por
recomendación de mi madre, a quien se lo comenté, revisé la guía Árboles y arbustos, de Atilio Lombardo. No
son plumerillos, apunta. Lombardo menciona cuatro mirtáceas australianas
presentes en los jardines uruguayos. Hay pruebas: la foto de una Melaleuca styphelioides en la exquinta
de Santos.
No
es que importen estos detalles. Tampoco otros, más sustanciales. De por
mientras, sigo soñando con estados intermedios entre la vida y algo que está un
poco más lejos. En el cuento «El mundo de arriba y el mundo de abajo», de Las voladoras, un padre renace a su
hija, aunque ella nunca vuelva del todo. «Un conjuro que haga revivir a un
muerto exige una escritura cardíaca: palabras que salgan del cuerpo para entrar
en otro y transformarlo» signa él en primera persona, profano, y fracasa con
estrépito en el intento de romper la ley natural. Hay piedras, volcanes,
cenizas, hielo y viento en aquel paisaje que repele. Faltan los árboles, la
sombra. «En mi tierra es verano todos los días, invierno todas las noches», dice
el narrador al dar cuenta de lo que implica la altura y la aridez. Iluso,
quiere creer que la hija muerta es semilla, enterrada; semilla que se podrá
abrir, renacer. La niña parece que vuelve, es verdad, pero en realidad no termina
de reincorporarse por completo y eso horroriza. Anticipando el desenlace,
mientras el hombre sube hacia el volcán con su hija escasamente viva a cuestas
(y un picaflor volándoles alrededor), el chamán, un indio de poncho gris, sabe
advertirle que «Hay retornos más tristes que desapariciones».
Y
porque siempre la ficción se filtra a los sueños, volví a soñar con mi abuela.
Era ella, Adela, mi abuela materna, y su casa era el lugar del sosiego. Nos
esperaba con libros. Fue un sueño hermoso, bastante menos espeluznante que
aquella vez, hace más de diez años, cuando la soñé muerta, aunque viva también.
Menuda, desde unos dientes enormes me inquiría: «¿Cómo no volviste a verme?». Consciente
de la contradicción, yo sabía de la imposibilidad de visitarla; era la ley del
mundo, de la vida tal como parece ser la mayor parte del tiempo. Pero igual me
entristecía con ese reclamo imposible que terminó en un cuento escrito poco
después. En el sueño reciente, alrededor de su casa se levantaban varios Melaleuca quinquenervia llenos de
flores.
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