Fuera de juego
Un paseo a nado
Por Mintxo / Viernes 04 de diciembre de 2020
Fragmento de portada del libro «Diarios del agua», de Roger Deakin (Impedimenta, 2019)
Playas, pozas, ríos, estanques y lidos; acueductos, canales y cascadas inundan las páginas de Diarios del agua, el viaje que Roger Deakin comenzó tirándose al foso de su casa y continuó, a nado, por las islas británicas. Mintxo nos invita a convertirnos en rana, a respirar profundo y contener el oxígeno bajo el agua, a nadar en el río de la historia de Roger Deakin.
No vas tú por el río:
es el río el que anda
detrás de ti, buscando en ti
el reflejo, mirándose en tu espalda.
«Por aquí pasa un río», Ángel González
No vale decir que un libro de culto es un librazo. Pero Diarios del agua (Impedimenta, 2019) es un librazo. Tiene magia. Y, como toda magia, es difícil descubrirle el truco. Pero que la hay, la hay: una magia encantadora.
Diarios del agua es un híbrido y puede que en su proceso de hibridación haya fermentado buena parte del atractivo que desprenden sus hojas. Se podría decir que es un libro de viajes que recorre Inglaterra de una forma bastante particular; también podríamos sugerir que es una novela clásica, de esas con sucesos emocionantes o sentimentales; y también, por la dirección que le da el autor, sería válido suponer que se trata de una (auto)ficción, en la que resalta la necesidad de contar la experiencia para que otros puedan «aprender» de lo dicho.
Bueno, sí y no: si logramos apartarnos del prejuicio de encasillar los libros, si pudiéramos entender que el acto de escribir no refiere necesariamente a cumplir con etiquetas, entonces tomaríamos todo esto que lleva dentro Diarios del agua, lo sacudiríamos en la coctelera, le echaríamos un trío de buenos hielos y beberíamos con placer mientras el agua va.
Parte de la historia
Hastiado por la vida, sumido en una depresión tras el final de una larga relación, Roger Deakin se tiró al agua. Lo hizo en su piscina, un espacio al que con frecuencia usaba, como buen amante de la natación, para nadar, claro, pero también para pensar. Porque la práctica del ejercicio en soledad tiene esas cosas: uno se conecta consigo mismo. Va más allá de la pasión por el ejercicio, por lo que se hace. Así fue, cuenta él, cómo se le ocurrió recorrer Gran Bretaña a nado en 1996; salir de su piscina, o sea su zona de (des)confort, y atreverse al desafío de surcar ríos, lagos, canales y mares de una punta a la otra de la isla. O dicho de otro modo: romper la depresión y tirarse al agua. Qué audacia, ¿no?
Para que usted no se pierda, la impecable edición de Impedimenta le trae un mapa con los puntos en donde Deakin nadó —y, como consecuencia, después narró magistralmente—, desde lugares recónditos, como el Estrecho del Jura, en Escocia, pasando por las Montañas Rhinog, cercanas al Canal de San Jorge, hasta la más conocida boca del Támesis, que luego se paseará por Londres. Capaz siente lo mismo que yo, o no, pero dan ganas de viajar hacia esos lugares. Primero, de ver el mapa nomás. Después, al saber qué hay en cada sitio, cómo vivió el nadador, qué elementos pueden servir para la propia vida.
Obvio que citar tres lugares de los veinticinco por donde pasó el escritor a nado sabe a poco, pero no es mi intención spoilear. Más allá de que el núcleo duro del texto sea la conexión del autor con el agua, con lo natural y lo salvaje, la trama se va desenvolviendo por otros paisajes, también bien identificados con lo británico, como son los clubes, los pubs, las plazas y los parques; también los museos, pero en menos cantidad. Sí, a Deakin le pasó de todo y lo cuenta así: cómo lo confundieron con un suicida mientras caminaba por la orilla del río en un monte; la vez que se peleó con salvavidas; un capítulo entero dedicado a nadar entre las anguilas; discutió por ahí sobre la propiedad de los ríos —una cosa muy interesante, amén de los ríos—; cuenta la vez que casi se lo chupa un remolino marino, también las veces que se posó a beber y divagar en pubs o tabernas.
De todo eso, y dando cuenta de que hay mucho más en las páginas, recomendaré el capítulo «Grandes esperanzas». Si usted leyó el clásico de Charles Dickens que lleva ese nombre, entonces sentirá una identificación inmediata con el paisaje, el río, aquella ciudad del 1850 y poco, porque Deakin describe magistralmente. Si usted, en cambio, no leyó a Dickens, no sé qué está esperando para romper su zona de (des)confort y mojarse un poco más.
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