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Faroles del deseo: los cuerpos de Aurora Venturini

Por José Arenas / Jueves 24 de abril de 2025
Faroles del deseo: los cuerpos de Aurora Venturini
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Llenos de deseo, dolor, lujuria, deformidad y desparpajo, los cuerpos, construidos de manera magistral, juegan un papel fundante en las novelas de Aurora Venturini. José empieza por analizar el cuerpo anciano y sufriente, pero lujurioso y perturbadoramente autorreferencial, de Los rieles, pasa por los cuerpos violentados de Las primas y remata estos «Faroles» con los cuerpos gozantes de Nosotros los Caserta. Además de convencernos de la unicidad de Venturini, encuentra modulaciones del deseo a través de cuerpos siempre disímiles y una prosa sin medias tintas. 

En el libro La noche del mundo, el periodista Alejandro Modarelli cuenta cómo, en las somnolencias de un coma profundo le salvó la vida a Aurora Venturini. Según Modarelli, entre la morfina y el recuerdo de Los rieles, la última novela de la autora platense, su cuerpo se volvió ángel guardián de la anciana ya fallecida y se interpuso para frustrar lo que podría haber sido el último momento de un cuerpo delicado que caía en picada al suelo. Al despertarse, luego de siete días cual tardío Jesucristo, la realidad era que Aurora Venturini ya había muerto hacía unos años y la novela Los rieles era efluvio de admiración en su delirio.

Quizá los años en que la vieja brava vivió luego de un accidente que sí tuvo en la vejez y que relata en la novela fueron gracias a un presentido salvador. «Vieja mala, ni me mencionó; borró de un plumazo del libro mi hazaña de ficción, como si yo jamás hubiera existido de alguna manera en aquel departamento de La Plata, junto ella, y el Diablo, para salvarla», le reprocha,en vano, el periodista.

El cuerpo de acero

Lo cierto es que Los rieles, la última novela escrita por Venturini, parte de un cuerpo que se hace trizas y se reconstruye como un adorno de porcelana, con sospecha y enclenque triunfo. Parada desde una mediana estatura en su casa de La Plata, Aurora Venturini cayó desde la azotea de su vejez hacia el piso y los huesos se quebraron todos. Pasaron varias horas antes de que alguien la encontrara y en esa agonía de dolor y luego de médicos aplacamientos, la voz que oía la escritora le avisaba que ya había muerto.

Su corporalidad fragmentada, deshecha en saco de fina piel y delicada osamenta partida —como podría haberle pasado a alguno de sus personajes— es el centro de la narrativa autoficcional que sostiene los rieles por los que el tren de su memoria más nueva habrá de trasladarse: «Musicadas macumbas ensordecían y yo dudaba que tanto el dueño como su diabólica comparsa oyeran la negación de mi muerte… Igual, gritaba estentóreamente». Primero, Venturini rota, su cuerpo dado por perdido. Luego, una mujer que ostenta la firmeza de la resurrección gracias a que, por dentro, lleva puro metal que la sostiene.

Pero este cuerpo reviniente no se vuelve a armar solo por mano de la ciencia. También la fe católica ayuda a Venturini en su descenso al Infierno. Según cuenta la autora, en el dolor agónico de la  recuperación, el Diablo la puso en una hirviente parrilla en la que los fuegos del Hades le laceraban la piel hasta el delirio. Su cuerpo no podía más que tomar la lingüística del dolor. Era una mártir en pugna por la salvación mientras Le Diable le decía con espectral voz: «Hace horas que estás muerta».

Como contraparte del lenguaje corporal de crista en pugna, el demonio se presenta con un cuerpo monstruoso de enorme y obsceno falo, como si la muerte la tentara hacia lo libidinal vacuo mientras su lengua dolorida se asaba como carne de impúdico bacanal. Con la pija en la mano y la maldad en los ojos, el diabólico personaje le espeta su muerte mientras la mujer lo contradice y sufre. Tal como heroína, Venturini baja a lo más doloroso y repugnante para poder volver. Nadie se hace héroe gratis, y mientras ella sufre, a su cuerpo lo azuzan mujeres de cabelleras en llamas y sexuales gestos.

La muerte está repleta de un sexo sádico, sucio y doloroso. Simbólica violación paranormal hace de Venturini una mujer más fuerte para luego ser reconstruida.

Tinte rojo rabioso irradiaba avasallante. Algo muy caliente me puso en la parrilla que ardía con sus barrotes de hierro llagando mi espalda, y dos hembras avivaban carbones con tizones rudos. Muy afilados. Ellas despeinaban cabelleras ígneas.

Sin embargo, se establecerá una lucha para la resurrección. Una escalera en medio del páramo se instala para que Venturini escape, pero piel, huesos y voz siguen en manos de las mefistas en llamas. Aparecerá la figura del Padre Cura para entablar lucha con monsieur Le Diable y liberar a la buena Aurora. La mano de Dios y del cura salvador darán módica paliza a monsieur para que Venturini renazca y vuelva a andar. Su misión será escribirnos Los rieles, gritando que aún está viva, que su cuerpo se mueve a merced del titanio ferroviario. El libro se mueve sobre el cuerpo de la autora: «Para llegar a este sitio barrial, alcanzar márgenes habituales, sufrí demasiado».

El cuerpo de las primas

Claro que Los rieles no es el único libro de nuestra Aurora dentro del que la construcción de los cuerpos y sus siluetas juegan un papel fundamental dentro de la trama. Su libro consagratorio, Las primas, está repleto de alusiones a un cuerpo en que la monstruosa disidencia de los personajes abre un campo semántico florido para la creación de una trama ominosa.

De «gens inmunda», mongoloides y retrasadas, las hermanas que protagonizan la novela sufren un desamparo inicial con el rechazo paterno y la crueldad de una madre que pretende ejercitar la pedagogía con puntazos sobre la cabeza de sus alumnos. Pero aun así, en el mundo de Yuna y sus cuerpos femeninos satélites, los hombres se sienten atraídos por la vulnerabilidad y el deseo activo de las opas. Dice la protagonista:

Rum… rum… rum… murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum solía empaprse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aun mi madre que cargaba olvido y monstruos. 

Los cuerpos femeninos de la familia están desdibujados en una silueta caprichosa. Una hermana eternamente en carrito de bebé, una prima enana con un deseo desaforado y el ejercicio de la prostitución como forma de obtener dinero y de validarse ante la mirada masculina forman el esquema del cuerpo sexuado. Yuna, la protagonista, también deforme y con un talento otorgado para las artes plásticas, pinta un mundo aparte en el que habitar y que está siempre cercano. Dirá de ella misma que «no era la excepción sino la posibilidad de evasión de un circo extravagante, de una desgraciada pléyade, de océano de líquidos fatigados y murientes».

Los varones ejercen el poderío sobre el cuerpo femenino a la vez que aprovechan las facultades mentales trastocadas que propone Venturini («lo que puede ocurrir entre un hombre y una mujer es asqueroso y yo nunca podría soportarlo», dice Yuna enterada del sexo). Ejercen seducciones oscuras y se abalanzan sobre las mujeres con fuerza y desvergüenza. Los sexos siempre son insanos entre violaciones y ocultamientos. De toda esa macabra manipulación masculina surgirá un ansia por repetir la noción mínima de sentirse deseadas en una nebulosa de confusiones.

Las parientas retrasadas confundirán maldad sexual con amor, corrupto sexo violentado con estima. Y aun así lo preferirán en varias ocasiones. La estética de lo imperfecto y el temor de no gustar parecen conformarse con lo que ha tocado. A una silueta mal hecha le tocará un ejercicio sexual podrido.

El padecimiento de los personajes ya no es discapacidad, es grotesco, son lo escupido por una maldición de ausencias: padre, hijos, conciencia, dinero, cariño. De estas uniones descarnadas saldrá el castigo de la sangre, la tristeza, el dolor y los abortos clandestinos y forzados para ocultar la vergüenza y la «gens insana» que Yuna retratará en sus lienzos: «Gané una medalla por Aborto».

El cuerpo de Evita

En Eva, Alfa y Omega, Venturini diseña un interesante juego corporal alrededor de la figura de Eva Duarte. Por un lado, cuerpo de diosa, por el otro, cuerpo humano de política en acción. Asimismo, la mujer deificada se crea bajo el signo femenino, y la que recorre la actuación y el anonimato hasta el encuentro con la política como líder de masas desclasadas ocupa el rol del varón. Androginia, o más bien «disgénero» sobre la amiga personal que en el recuerdo de Venturini ocupa un plano terrenal y olímpico a la vez: «Eva obliga a un moto perpetuo», dice la autora a la vez que la evoca con nombres de pagana virgen de los descamisados: «la Dama de la Esperanza», «la Abanderada de los Pobres». Incluso, haciendo eco del cuento de Rodolfo Walsh (aquel en torno al cadáver embalsamado de Eva) la llama «Esa Mujer», unificando el criterio histórico/mítico acerca del cuerpo ultrajado de una líder muerta.

Al igual que el libro que consagra ficción, memorias y poesía, la figura de Eva no tiene género estático y cuando aparece puede ser un cuerpo muerto que sufre repulsivos ataques y desaires o bien un cuerpo con fuerza, en llamas divinas, que ejecuta con mano justa el pensamiento peronista:

La señora es de alma obrera «la mejor samaritana» sindicada por la imaginación popular que contactará con los enfermos […] ve a los funcionarios judiciales y, más que solicitar, ordena su voz afilada de espada de dos filos.

Eva es el centro de toda política salvadora, en tanto que Juan Domingo Perón es una silueta que se desdibuja en el relato y, aunque no por eso pierda autoridad o importancia, las hermanas de Eva dirán que «a Perón no le da el cuero». La fuente de todo ideario peronista en esta construcción es Eva, mujer, varona, diosa y cadáver «con la misión de ayudar a los demasiado pobres».

Su lingüística cambia al son de su transición, un cambio de registro la devuelve a uno u otro rol. El pensamiento claro la enaltece («Vamos, Presidenta sin sillón. Vamos, Reina sin corona»), un chiste burdo la humaniza («Sos una genia, hija de puta», dice luego de que la autora le cuente un chiste).

A diferencia del cuerpo que aparece en Los rieles, Evita es Jesucrista hacia su muerte y ahí se queda («Eva: Alfa y Omega de la doctrina»). No hay otra resurrección que el recuerdo para un cuerpo que quemó privilegios de clases altas o bendijo a desdentados con poder humanitario en rol político. Ella y su corporalidad son inicio y final del peronismo, lo inicia desde el momento en que se acerca a la figura de Perón en consagratoria pareja, lo agoniza encorsetada en hierro padeciendo cáncer, le pone la lápida al cerrar los ojos en doloroso suspiro final.

El cuerpo de las Caserta

Leila Guerriero, en «Quién le teme a Aurora Venturini», resume así la trama de la novela: «Nosotros, los Caserta […] cuenta la historia de María Micaela Stradolini Caserta, Chela, una niña superdotada, arisca, con un padre severo, una madre que no la quiere y un hermano deforme que solo puede articular tres sílabas». Hay, sin embargo, un poco más.

Una especie de genética de castigo hace que el final de los integrantes de la familia oscile entre la degradación del cuerpo y la muerte silenciosa, sin poéticas del dramatismo. Chela, más fría y más inteligente que Yuna, aunque con algunos parecidos, se encariña con los pequeños monstruos que su familia ha ido dando a luz. Aquellos que manifiestan su deformidad en cuerpo, o los que la ponen en juego con su ética. Los Stradolini Caserta son una familia patricia de pretendida superioridad moral sobre la negrada en coyunturas de movilidad social.

Al igual que en Las primas, el deseo de los personajes es fundamental. Hay que decir que el cuerpo deforme y deseante es casi omnipresente en la obra de Venturini, pero lo diferente, en Nosotros, los Caserta, es la presencia visual del ejercicio:

y nos conjugábamos en lo prohibido como dos ramas del árbol podrido. Huérfanas, desprendidas y caídas en un lodo blando y tierno que nos estrechaba hundiéndonos, como un sexo viscoso y adorable, como un pozo turbio de anguilas penetrantes y sagaces en el acto de satisfacer nuestros espantosos apetitos.

En un derrotero fantástico, Chela visita a una de sus parientas matrices del gen Stradolini Caserta en la Europa postfascista, la tía abuela Angelina. En la semilla de la familia encontramos a una mujer recluida en su casa señorial, dotada de una cultura y una inteligencia superiores, puesta en un cuerpo anciano de enana deforme. Chela, que aún no se ha encontrado con su destino de monstruita, ejerce lésbico ritual simbiótico con Angelina en un incestuoso episodio de deformidades. Allí todo estará torcido en un clima de debocado deseo. La forma de demostrarse afecto y admiración mutuo es la consumación del sexo bajo un sol de verano, en un gran patio y a plena vista de Dios pero, sobre todo, de Ágata, la mucama de Angelina: «al verme desnuda retrocedió, porque su alma campesina nunca entendería».

Diferente a Las primas, el sexo deforme y prohibido entre ambas es una estancia plena de gozo sangrando estigmas del no deber. Hay placer incontenible en Chela cuando «el mínimo dragoncillo», Angelina, une su cuerpo con el de su joven parienta. La prohibición es divina o genética, pero no hay sufrimiento porque no hay, en la relación de ambas, presencia de varones corruptores. Las mujeres entienden y decodifican entre sí el modo de darse placer a sabiendas de que algo rechina. Pero siempre es momento del ahora, de entregarse. En todas las relaciones que aparecen en la novela, no se ve el éxtasis deslumbrante y asombroso como el que surge entre la tía abuela y la sobrina. Los cuerpos se aceptan con sus historias, se entienden, allí todo es goce:

concentrándome en ella poseía todo aquello que quise y no se me dio, así, cumplíamos una para con la otra misión de amor y de amar enamorándonos de nuestros sueños, vigilias, fracasos y soledades.

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