Cultivar la desobediencia
A propósito del género testimonial y de los diarios de John Cheever
Por Martín Cerisola / Lunes 25 de marzo de 2019
Tras la muerte en 1982 del aclamado escritor John Cheever, se encontraron veintinueve cuadernos con las anotaciones, reflexiones y escritos diarios de sus últimos cuarenta años. Martín Cerisola nos sumerge en las angustias, contradicciones y genialidades del escritor estadounidense.
«Escribir este diario es muy distinto a nadar en un lago. Quisiera acercar esos dos mundos».
John Cheever
¿Por qué interesa tanto el género testimonial? ¿Por qué cada vez más se publican libros que son la correspondencia reunida de algún artista, sus entrevistas, su autobiografía o sus diarios?
Alguien puede decir que se trata de un exceso. Que poner el foco en la vida de los creadores degrada el hecho artístico. Que la información biográfica es ruido. Que habría que poder leer sin saber siquiera a quién se está leyendo. Pero la escritura testimonial interesa como obra en sí misma. Su valor no está en que remite al autor y a los pormenores de su intimidad, sino en la experiencia interior que opera al atravesarla.
Porque hay una escritura que es también lucha existencial, praxis transformadora.
Porque la escritura y la existencia tienen un vínculo íntimo.
Ahora bien, ¿cuál es esa lucha que es existencial y escrituraria a la vez?
La lengua materna. La lengua que aprendemos en la infancia y que será también la lengua de la obediencia al grupo, la lengua domesticada. Quiero decir: el lenguaje es también esa voz interior y constante de la conciencia como ley inoculada. El lenguaje puede actuar como obstrucción vital.
Por esto mismo, un diario es muchas veces el intento de abrir, en la soledad, una disposición distinta, una posibilidad inédita, una voz otra. Entonces, desde esta vía, el sujeto escribe para desarticular esa autoimagen en la que están implicadas las fuerzas implícitas de la censura del mundo (que es también la autocensura).
En este sentido, los diarios de Cheever son un ejercicio de liberación: el autor persigue en ellos una energía vital -y un decir- no domesticados.
Al principio Cheever no reconoce su encierro. No se sabe encadenado. Cree en la elevación espiritual de la religión metodista y en alejarse de las tentaciones de la carne. Está casado, es padre de familia y eso lo alivia porque se siente miembro del mundo legítimo. Entonces escribe para negar o condenar su deseo, que no puede evitar. Su escritura puja entre el desahogo y la contención, entre la confesión sincera y la impostura del autoenaltecimiento. Escribe una diatriba contra los males del alcohol mientras bebe un whisky tras otro, glorifica las virtudes de ser padre y marido pero las dinámicas familiares le resultan antiestéticas y deserotizantes, abraza a su mujer en la calle pero la vitalidad de los solteros le hace sentir que la vida se le escapa. Quiere encumbrar su alma lejos del infierno del deseo. Quiere rezar en una iglesia pero lo distrae la belleza del monaguillo.
Y se humilla por desear fuera de la norma. Dice que los hombres bellos son ángeles destructores; verdugos. Su época y su ambiente hablan a través de él con culpa y remordimiento. Sus pulsiones le resultan inaceptables, destructivas, irreconciliables con su vida social y con el mundo decente y sensato al que pertenece.
Siempre sucede así: la fuerza precivilizada de la sexualidad choca de frente con la normalización de la intimidad que rige en nuestras sociedades.
Pero Cheever empieza a ser consciente de esta dominación. Quiere escribir para desentumecer la vida anestesiada de las palabras. Quiere acceder a una visión luminosa del placer. «La vitalidad de mi vida es la vitalidad de mi prosa», anota. Y «vivir más gozosamente es escribir mejor».
Su escritura pulsa como una energía más vasta que los límites mentales de su época. Sus diarios son la huella de esa apertura, de esa subversión.
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