el jumpscare ideal para este halloween
Casas con fantasmas
Por Gonzalo Torrens / Miércoles 31 de octubre de 2018
Los fantasmas existen y se alojan en las casas a las que recién nos mudamos. Para esta Noche de Brujas, Gonzalo Torrens nos cuenta cómo es haber crecido en una casa con fantasmas y nos recomienda tremenda serie para arrancar esta noche: The Haunting of Hill House.
Todas las casas están atestadas de fantasmas, alcanza con mudarse para notarlo por completo. En la casa donde crecí, mis padres atribuían las cosas perdidas y los hallazgos fortuitos a la presencia del hombre que les había vendido la propiedad y que había muerto en ella poco tiempo antes de que nos mudáramos. El hombre tenía un nombre tan apropiado que para mí todos los fantasmas se llamaban como él. «Diasbó anduvo por acá jorobando de nuevo», decían cada vez que una herramienta desaparecía de su caja o una olla se perdía en el armario de la cocina.
De adolescente, cuando pasaba por Bulevar España y Juan Paullier, me gustaba detenerme frente a una casa que tenía un escueto pero espectacular grafiti pintado a lo largo de su fachada: «Acá fantasma». La casa está demolida ahora, desconozco qué habrá sido del fantasma que moraba por allí. En mi memoria, las casas embrujadas tienen a Deborah Kerr paseándose con un farol por los pasillos oscuros, con los ojos desencajados y una febril pulsión psicópata. Los inocentes, aquella película donde interpretaba a una institutriz al cuidado de dos hermanos pequeños, pululó durante muchos años en mi cabeza, no creía (aún no lo creo) que se haya hecho jamás una mejor película de fantasmas.
La adaptación de la novela Un giro de tuerca, de Henry James, tenía a Truman Capote como guionista (vaya detalle) y a Jack Clayton como director; el ambiente era denso y mortificado, los climas eran sofocantes, no se podía mirar esa película sin sentir un nudo en el estómago que iba creciendo hasta la base del cuello.
Años más tarde, en el 2001 precisamente, el español Alejandro Amenábar haría una suerte de homenaje-remake con su película Los otros, en la que hasta el afiche y la tipografía serían prácticamente iguales a los de la película de 1961, pero donde ya no estaba Deborah, sino Nicole Kidman. De todos modos, Los otros tenía munición propia: ese caserón donde no podía pasar la luz y cada puerta debía cerrarse con llave, esos sirvientes ingleses que parecían salidos de una película de terror de la Hammer (enorme, gigante y maravillosa Fionnula Flanagan) y, claro, la propia Nicole, en pleno apogeo entre las bambalinas del Moulin Rouge y la villa miseria de Lars Von Trier.
Pero la película no dejaba de ser más que una carta de amor a ese cine que vino antes y fue mejor, a películas como The Uninvited, por ejemplo, una joya desconocida que debe de tener probablemente una de las mejores representaciones en fílmico de cómo puede verse un fantasma. Así es, en 1944 se animaron a mostrar un fantasma en una película de terror y el resultado, lejos de absurdo o rudimentario, acabó siendo verdaderamente inspirador y perturbador; aun para los estándares de hoy en día, bueno, especialmente para los estándares de hoy en día.
Y ya que hablamos de hoy en día, acaba de estrenarse en Netflix una nueva serie de terror, The Haunting of Hill House (La maldición de Hill House), una adaptación muy libre de la novela homónima escrita por Shirley Jackson, una escritora del género, oriunda de San Francisco, famosa por su cuento «La lotería» y por ser la madrina de muchos escritores que llegaron después, entre ellos el propio Stephen King.
La historia de la serie transcurre en dos líneas temporales, el pasado, en el que una familia se muda por unos meses a una antigua casa señorial, gigante y posiblemente embrujada, y el presente, en el que cada uno de los integrantes de esa familia lidia con los eventos que allí ocurrieron. El atractivo principal de este modelo narrativo se origina en ese lapso en el que desconocemos lo que eran nuestros personajes y lo que son ahora, lo que pudo haberles pasado y lo que les pasó realmente, y, por supuesto, en lo que concierne a su futuro.
Lo primero a destacar es que The Haunting of Hill House es tanto una serie de terror como un drama doméstico, esto no significaría mucho si no fuese porque la serie hace un gran esfuerzo en mantener este aspecto como pivote central de la trama. Mike Flanagan, el productor y director de todos los capítulos (un hombre cuya filmografía está construida únicamente dentro del género del terror con varias películas meritorias) hace una apuesta tan ambiciosa como inesperada: crear una serie dramática con fantasmas. Para ello, lo más inteligente es el paso que da en concentrar la atención en los integrantes de una familia, todos ellos interpretados por actores con los que el mismo director ha trabajado en películas anteriores; un detalle que me generó mucha simpatía. El siguiente punto a favor es la madurez con la que la serie se aproxima a un tono denso y sombrío; el terror se construye desde la extrañeza de la muerte, desde la dimensión de la pérdida, la tragedia y la enfermedad. De hecho, hay algunos capítulos realmente difíciles de ver. Mientras la miraba, pensé que el mismo Stephen King estaría orgulloso de ella y al poco tiempo me enteré de que así era por un comunicado que hizo desde Twitter. Es que hay muchos puntos de contacto con dos de sus obras de culto, El resplandor, por un lado, y Cementerio de animales, por el otro.
El morbo, la familia como una amenaza, la crueldad de mostrar la muerte en todo su esplendor gráfico y la idea de la fatalidad, como en aquel maravilloso cuento persa, «Cita en Samarcanda», que el propio Julio Cortázar reescribió para sus alumnos de la universidad de Berkeley... La serie transita esos espacios familiares con tal convicción que termina por adueñarse de ellos; son parte de la carne y de los huesos de esta historia.
The Haunting of Hill House sabe qué botones apretar, desde una prótesis ocular extremadamente inquietante en uno de los personajes, interpretado por Henry Thomas, hasta la presencia de una infinidad de fantasmas, espectros y aparecidos, que se encuentran ocultos en la mayoría de sus encuadres: la serie sabe generar extrañeza y climas enrarecidos. Los fantasmas escondidos resultan parte de una faceta más lúdica, un elemento que obliga a los espectadores a mirar con atención, a observar la casa en detalle, los decorados, el arte y, aunque parezca que no, la experiencia resulta más inmersiva, porque uno empieza a leer los espacios como si los habitara.
Varias veces me encontré alucinado con una figura a fondo de plano, asomándose a borde de cuadro completamente fuera de foco, o vislumbrando el detalle de unas manos ligeramente descubiertas debajo de un piano o detrás de una ventana. Y, más allá de la curiosidad y del juego, ese detalle es interesante en sí mismo, tiene que ver con una experiencia bien personal. ¿De verdad vimos lo que creímos ver?
La imaginería visual es otro de los terrenos conquistados, hay suficientes imágenes perturbadoras y pesadillescas como para ilustrar un diccionario de terror, pero casi todas encuentran vínculo con la historia y sus personajes, y no son gratuitas, operan con ingenio en la dirección de cierta animosidad general; una que no resulta para nada complaciente con el espectador. En tiempos de tanto producto desalmado y dedicado enteramente al fan service, The Haunting of Hill House resulta un hallazgo.
En cuanto a sustos se refiere, los hay y no son pocos, como los típicos jumpscare, esos sobresaltos que producen que los espectadores salten por encima de sus butacas en el cine. Pero, claro, la dimensión de un jumpscare en televisión es definitivamente otra; no está garantida la oscuridad del cine, ni el volumen de un sistema de audio de dimensiones descomunales; entonces, ¿cómo generar jumpscare efectivos para una serie de televisión? Pues la fórmula de Flanagan parece ser centrar la atención en el drama; los sustos funcionan porque se ha invertido mucho en la historia. Cada sobresalto es una obra de relojería: el tiempo, la exposición, el tenor dramático. Uno podría despotricar contra este recurso, suele ser una herramienta mal vista, pero en este caso la construcción es tan decididamente inspirada que bien vale celebrarlo como otra de las virtudes de la serie.
En las redes sociales, y sin entrar en spoilers, hay un jumpscare en particular que se ha convertido en tópico central de conversación, al parecer se trata de un susto del que nadie ha salido ileso. Del mismo modo, entre los temas de alto debate, está el famoso capítulo seis, en el cual lo que más destaca es el esfuerzo puesto en la realización que ofrece una proeza técnica rara vez alcanzada en producciones televisivas. Ese capítulo se titula «Las dos tormentas» y está repleto de buenas ideas y toques de genialidad.
Hacia el final, sin desmerecer la temporada, la serie termina en una nota discordante, un desliz menor que puede ser perdonando en función de la calidad de un viaje que resulta escalofriante y especialmente recomendable para empezar a verla esta Noche de Brujas.
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