Cuerpo y sociedad VII
Celebraciones y rituales para el cuerpo muerto
Por Teresa Porzecanski / Martes 29 de octubre de 2019
Urnas funerarias, inhumaciones, cremaciones, momificaciones, ofrendas... son algunas de las manifestaciones funerarias que, conscientes de la finitud de la vida, ha establecido cada cultura para relacionarse, comprender e incluso celebrar la muerte. La antropóloga Teresa Porzecanski repasa algunos rituales y prácticas fúnebres como los enterramientos bororo (Brasil) y las celebraciones del Día de Muertos (México).
A diferencia de animales y plantas, el ser humano es un ser consciente de su finitud, alguien que no solo sabe que nació y va a morir, sino que sufre y se angustia por ello.
El culto de los muertos es preponderante en la vida diaria de muchas de las culturas precolombinas que están vivas hoy, aun si transformadas. Por ejemplo, entre los grupos bororo (hoy convertidos en campesinos que habitan una zona cercana al Pantanal, en Brasil), los rituales de funebria son una actividad grupal, cotidiana y prioritaria que se ha venido manteniendo desde siglos. Fueron encontrados, en grutas, restos de antiguas urnas funerarias que prueban la existencia de ceremonias de larga data que podían durar, según los casos, hasta seis meses enteros. El sistema de creencias bororo sostiene que en el instante en que una persona muere, pasa a ser un espíritu. Por eso, el cuerpo es colocado debajo de una estera y se le despliega un abanico sobre el rostro, mientras que la madre u otra pariente da el aviso oficial con gritos lastimeros.
Al mismo tiempo, los parientes y amigos comienzan a herirse sin piedad el pecho, los brazos, las piernas y el rostro, dejando correr la sangre sobre la estera que recubre el cadáver. A la caída del sol, varios llevan el cuerpo a la plaza en la misma estera. Se pasa la noche en cantos fúnebres prescritos por la tradición, pero al amanecer, un único cantor con algunas mujeres hacen un canto propio, en tanto que otras cavan un pozo en medio del patio de la aldea. El cadáver es entonces sepultado, envuelto en esteras y amarrado con tientos.
Sin embargo, este solo será un enterramiento primario, destinado a completar el proceso de putrefacción de la carne que los parientes acelerarán concurriendo cada tarde a irrigar el túmulo para que la humedad acelere el proceso. Cuando, después de un período lunar, la carne haya desaparecido, los huesos serán retirados, lavados cuidadosamente y, por fin, pintados y ornamentados, para ser colocados en una cesta funeraria especialmente tejida por las mujeres, mientras se canta y se hacen ceremonias. Hacia el final de los funerales, la cesta será llevada a una laguna o a un río y enterrada parcialmente en el lodo —aunque desde el contacto con la cultura del conquistador, las cestas comenzaron a ser colocadas en grutas, posiblemente para que el hombre blanco no las encontrase.
Las creencias bororo que acompañan estos ritos tienen que ver con la reencarnación de los fallecidos en los cuerpos de animales domésticos, siendo el arará el ave más venerada e idolatrada, dado que recogería el espíritu de los grandes hombres bororo desaparecidos.
En México, como en rebelión contra la tristeza y el dolor por la pérdida de un ser querido, las creencias de culturas nahuas, toltecas, zapotecas, y otras aborígenes, en sus variados sincretismos con las de la cristiandad, han estructurado una tradición que desafía toda la angustia y la tristeza de las pérdidas en otras civilizaciones: se celebra en los cementerios una comida ritual, a manera de pícnic campestre, sobre un mantel, donde le ofrecen al espíritu del muerto toda clase de bebidas y manjares, muchos de ellos con las figuras de esqueletos o calaveras hechos de mazapán y azúcar en diversos colores. Los parientes del muerto se preparan de antemano como para una fiesta, no exenta de ironía y de alegría, en la que vengarse de la muerte significa reafirmar la presencia del espíritu vivo, de un cadáver que no está del todo muerto.
En estos y otros rituales fúnebres a lo largo del tiempo y de la diversidad de culturas sobre el planeta, resalta el hecho de que, si bien las formas y las conductas difieren, subsiste una creencia fundamental y universal: la muerte no termina definitivamente con la vida y algún aspecto de esta (el alma, el espíritu o como se quiera llamarlo) sobrevive y permanece, reencarnado en otro ser vivo y conservando el aliento de manera indefinida. Como el conocido dicho de Lavoisier respecto de la química, «nada se destruye, todo se transforma», Philippe Aries ha denominado «la muerte amaestrada» a los ritos que intentan hacer, si no comprensible al menos soportable, la conciencia angustiante de la finitud humana.