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Aquelarre en Berlín

El hechizo de «Suspiria»

Por Gonzalo Torrens / Miércoles 13 de febrero de 2019

Más de cuarenta años después y no exenta de polémica, el director de cine italiano Luca Guadagnino crea una nueva versión de la Suspiria de Darío Argento. Gonzalo Torrens, nuestro experto en cine, nos detalla los pormenores de este homenaje con trasfondo invernal, mientras seguidores y curiosos esperamos su llegada a las salas de cine de nuestro país.

El cine estaba repleto; en el descanso de la pantalla estaba Guillermo del Toro, a su lado a sus 77 años, el maestro Darío Argento. Del Toro presentó a Argento con una devoción que solo un fanático podría tener, se deshizo en halagos y pleitesías, pidió una ovación de pie para el maestro, y lo abrazo como un oso panda, levantándolo por encima del suelo durante largos segundos entre las risas y los aplausos del público.

Hizo eco en cada uno de nosotros, porque esa clase de abrazo informal y para nada ceremonioso, es la clase de abrazo que le daríamos todos a nuestros padrinos del cine, la literatura o la música si tuviésemos oportunidad. Era entendible; afortunado Del Toro que podía hacerlo y que lo abrazó en modo amplificado, por él y toda la comunidad de cinéfilos que poblaban esa sala durante la proyección.

Argento fue menos expresivo, declaró que de entre sus películas Suspiria no era para nada una de sus favoritas, que él prefiere Inferno, la segunda en la trilogía de las tres madres. Dijo también que la inspiración detrás de esta obra de culto (cuyo entusiasmo entre el público no termina de comprender) había llegado de la mano de las primeras películas de Disney, de Blancanieves y los siete enanitos y de la obra literaria de los hermanos Grimm. Aseguró que Suspiria no era otra cosa que un cuento de hadas, y que su vinculación con el terror procedía de la más honda de las fantasías.

Del Toro se sacudía en su silla, hablaba en voz alta, asentía a todo como un alumno entusiasta en una de sus clases favoritas. Los que estábamos ahí, seríamos los primeros en ver una copia restaurada a 4K de Suspiria, con el propio Darío Argento sentado a pocas butacas de distancia, en una sala magnifica, con el sonido a pleno y en una pantalla kilométrica.

Ocurre algo extraño con Suspiria, algo que casi podría calificarse de sobrenatural, y que toma lugar ni bien empieza la película; quizá tenga que ver con los acordes de Goblin o con esos planos despojados en el aeropuerto, esa fotografía porosa y saturada, la prístina presencia de Jessica Harper y por supuesto… el viento; ese viento nocturno que se cuela en el aeropuerto cuando las puertas automáticas se abren para nuestra protagonista y que le revuelven el vestido en forma de presagio, como un soplido fantasmal empujándola hacía la noche y la lluvia.

Recuerdo en ese preciso instante haberme dado vuelta para mirar alrededor, necesitaba saber si aquello me estaba ocurriendo solo a mí; pero todos estábamos igual, compartiendo un silencio de misa.

Jeremías mi colega y compañero de aventuras en ese festival, me codeó desde el asiento de al lado; «ya desde el principio» me dijo y la voz se le  había afinado por la emoción. Resulta como si desde los primeros dos o tres planos, Argento hubiese soltado sobre sus espectadores un pesado conjuro en forma de película, una magia antigua y desdeñosa, y en ese pesado conjuro habíamos caído todos en espiral.

Nunca me había pasado, ¡nunca tan rápido! Es muy extraño y muy inusual que una película logre llevar a un espectador a un estado enrarecido en un plazo tan corto de tiempo, no podía ser otra cosa que magia.

Lo siento por mi escepticismo, pero aquello no podía tener otro nombre.

Los colores, el uso de los lentes, el manejo de lo ominoso y lo dramático en los espacios, el sonido, ¡madre de dios!

Por supuesto que allí estaban todas las referencias que Argento nos había facilitado, era sencillo descubrir que el horror procedía del mismo lugar de donde procedía en las viejas fabulas de antaño y en los clásicos animados de Disney.

Bastaba con recordar la monstruosidad de la bruja de Blancanieves, su rostro deforme, escapado de algún cuadro del periodo oscurantista de Goya, los colores vivos de Pinocho (película macabra si las hay, y de las pocas que no me atrevido a revisitar en muchos años) todo estaba allí, volcado en cuentagotas con el entusiasmo de un ávido cinéfilo, y al mismo tiempo, de una manera tan autoral que no había visto yo algo parecido.

Es difícil de explicar, porque ante todo se trata de una experiencia sensorial, una película para ver en cine y escuchar en cine, una obra plástica de una fuerza sugestiva, donde la narrativa (que funciona y muy bien) es el hilo conductor del hechizo, pero no el hechizo en sí mismo.

Los asuntos de la trama pasan intencionalmente a un plano secundario, y la película está amalgamada por ese estado de ensoñación y pesadilla tecnicolor.

La música de Goblin es una pieza clave; una banda sonora estridente, con acordes punzantes y atonales, mezclada por momentos con voces humanas que parecen susurrar impronunciables maleficios.

La banda sonora de Suspiria es casi un ejercicio experimental, una mezcla juguetona de diferentes elementos que van desde el rock progresivo, hasta el synth y la música electrónica, incluyendo coros y arreglos vocales al mejor estilo de ciertas composiciones del maestro Ennio Morricone.

Quizá este protagonismo tan visceral, es lo que de alguna manera señala el propio Argento al referirse a la remake de Suspiria estrenada el año pasado; «No tiene música» dijo con absoluta tranquilidad, y aunque parezca un comentario injusto (ya que detrás de la nueva banda sonora de la película de Luca Guadagnino se encuentra Thom Yorke, vocalista y compositor de Radiohead) el hecho resulta completamente entendible; ese matrimonio diabólico entre Goblin y Darío Argento, que alcanza su clímax en Suspiria, es un acto cinematográfico en sí mismo, imitarlo no parece sensato.

La otra vertiente de todo este asunto es el color.

Suspiria fue rodada en 1976 con una tecnología considerada arcaica para su época , la famosa tecnología tecnicolor de tres bandas; creada en los años veinte y que fue finalmente utilizada en grandes clásicos del cine como Blancanieves y los siete enanitos de 1938, El mago de Oz de 1939 y Fantasía de 1940.

Esta firma visual, la impronta gráfica, el uso plástico de los colores y los decorados, son los patrones identitarios del subgénero que Argento consolidó y que continuó con otros directores italianos como Mario Bava o Lucio Fulci, el famoso giallo. Suspiria representó precisamente su evolución y acabo por convertir a Darío Argento en uno de sus directores definitivos.

Cuando se anunció que estaba en desarrollo una remake, todos pusimos el grito en el cielo; filmar otra versión de Suspiria parecería una afrenta similar a filmar una nueva versión de El exorcista de William Friedkin o El bebé de Rosemary de Roman Polanski, a las películas de culto no se les hace una remake, se las revisita y listo. Pero cuando se anunció que el director a cargo sería el italiano Luca Gudagnino, el humor cambió moderadamente y se generó cierta expectativa.

Para empezar, Luca Gudagnino no es precisamente un director de terror, ni siquiera es un director propiamente de cine industrial, no se trata de un nombre cualquiera, su elección era por lo menos curiosa e interesante.

Se confirmó también que el elenco estaría encabezado por Tilda Swinton, esa mujer que en si misma resulta una fuerza de atracción misteriosa.

Se podría decir que es una de esas actrices fetiche que uno admira de ver independientemente de la película en la que trabaje; vaya uno a saber por qué, si es solo cuestión de apariencia, su morfología andrógina, la geometría de su rostro o que en definitiva también es una actriz con credenciales, portentosa y competente. El hecho es que estaría en la película y de nuevo, las expectativas subían considerablemente; a mediados de año, cuando se estrenó el primer tráiler promocional de la remake, era claro que el enfoque sería diferente y por demás atractivo. La nueva película se ubicaría en el Berlín dividido por el muro, entre paisajes nevados y zonas militarizadas. De los colores vivos y el tecnicolor, se pasaba una imagen más lavada y monocromática, de los decorados recargados y los tapices, a un arte mesurado y de corte realista, había también una sugerencia fantástica en la composición de imágenes perturbadoras y sugerentes, pero en un marco siniestro muy próximo al cotidiano, lo que de alguna manera me hizo recordar a las más recientes incursiones del cine europeo en el género del terror, como la fantástica y ahora imprescindible Déjame entrar del sueco Thomas Alfredson. También se vislumbraba en ese tráiler, una pizca de Carlos Saura sobretodo en las secuencias de danza y el uso del vestuario. Pienso concretamente en Carmen de 1983.

Sí señor, el primer tráiler de esta nueva versión del clásico de Darío Argento alcanzó para despertar mi interés y alimentar mi deseo por verla. Más allá de que el maestro reniegue de ella (ya había dicho que no entendía la necesidad de hacerla) y más allá de lo poco que le gustó después de verla porque «traiciona el espíritu de la original»; uno no puede menos que mantener encendida la curiosidad con respecto a este dilema. Se trata de un caso osado, una reversión de una obra de culto.

Afortunadamente pronto podremos satisfacer esa curiosidad.

Las nuevas salas de Cinemateca estrenarán en pocos días la remake de Suspiria dirigida por Luca Guadagnino, y protagonizada por Dakota Johnson (la misma de la trilogía de 50 sombras de Grey) con Mia Goth (la musa de Gore Verbinsky en La cura siniestra que precisamente era también un homenaje al giallo) y la inmensa Tilda Swinton no en uno, si no en tres papeles en simultaneo.

Allí finalmente podremos constatar qué tanto hay de poderoso en este nuevo hechizo, y si en algún pasaje ocurre una invocación a su predecesora. Pero lo que es seguro, es que sobran razones para arrimarse al aquelarre.

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