Recordando a Juan José Morosoli
El hombre, la soledad y el campo
Por Hugo Fontana / Viernes 15 de octubre de 2021
Foto: Juan José Morosoli, 1927. Archivo Literario de la Biblioteca Nacional.
Entre campos, pueblos y oficios criollos se desenvuelven gran parte de los cuentos del minuano Juan José Morosoli. En la mirada campestre y el gozo por la tierra, el escritor también encontró la literatura y la soledad.
Tuve el privilegio de entrevistar
dos veces a las hijas de Juan José Morosoli, María Luz y Ana María. La primera
de las notas fue publicada en el semanario Brecha
en 1986; la segunda, unos veinte años después, en el suplemento Cultural del
diario El País. Ellas conservaban en
toda su dimensión la figura de su padre, uno de los mayores escritores uruguayos.
El primer Morosoli que llegó a
nuestro país fue Giovanni, el padre de Juan José, en 1894. Procedía del Ticino,
un cantón suizo de habla italiana, del que también llegaron los ascendientes
del escultor José Belloni y de la poeta Alfonsina Storni. Por inciertos
caminos, Giovanni fue a dar con su valijita de cartón y con su oficio de albañil
a la ciudad de Minas: allí encontró trabajo, allí conoció a quien sería la
madre de sus hijos, allí se asentó. Su estampa y sus labores serían luego la
inspiración de su hijo mayor cuando escribió Los albañiles de “Los Tapes” (1936), una novela breve que cuenta la
peripecia de dos albañiles contratados en una estancia para levantar los muros
de un cementerio.
Juan José nació en 1899 y no pudo
terminar la escuela, debiendo abandonar sus estudios en quinto año porque tenía
que empezar a trabajar. Su primer empleo fue en la librería de un tío materno,
donde descubrió su pasión por la lectura. Ya muy joven, con otros amigos,
publicó un libro de poesía, Bajo la misma
sombra, pero debería esperar hasta 1932 para dar a conocer su primer libro
de cuentos: Hombres. A este le
siguieron, entre otros títulos, Hombres y
mujeres (1944), Muchachos (1950), Vivientes (1953) y Tierra y tiempo (1959). En 1944 publicó Perico, libro para niños con ilustraciones de su amigo Alfredo
Pastor, que durante décadas enseñó a los escolares una serie de oficios (el
arenero, el calaguatero, el aguatero) hoy casi desaparecidos.
Ana María me contó:
[se había marchado] de la casa paterna a los 19 o 20
años, a vivir con sus amigos. Entonces, con un tío y con otro muchacho, abrió
el Café Suizo. Lo imaginamos como los cafés madrileños de entonces. Los
periodistas iban todas las mañanas a desayunar; de tarde había chocolate y té,
y de noche lo habitual. El tío era bastante mayor que papá y seguramente fue
quien puso el dinero. Siguieron mejorando, hasta que llegó el momento en que mi
padre quiso otra cosa; sería cuando pensaba casarse. Después del 27 abrió la
barraca, primero con un socio y luego solo. Y quedó con la barraca hasta su
último día de vida.
Morosoli nunca se fue de Minas, a
pesar de que sus colaboraciones con distintos medios de prensa montevideanos fueron
frecuentes y se había forjado un sólido lugar entre los escritores de aquella
época.
Su mundo literario estaba habitado por
gente de campo o por aquellos que vivían a las orillas de los pueblos,
sieteoficios, conchabados, trashumantes. Con el tiempo, la barraca, que era
fuente de vida, también se fue convirtiendo en una suerte de lugar de peregrinaje,
adonde iba mucha gente con sus historias, de las que también el escritor se
nutría. Allí, en el negocio, había siempre un calentador funcionando, agua
caliente y un mate preparado, y había siempre alguien conversando, recordando
cosas, haciendo cuentos. Ana María también me confesó que cuando su padre iba a
la estancia que ella y su marido tenían en los límites de Lavalleja y
Maldonado, lo solía espiar: «Papá iba al campo, se enloquecía de felicidad. Por
las mañanas salía a caminar y hablaba solo con el campo, se paraba, miraba.»
«Es que hay dos soledades», escribió
el propio Morosoli en su ensayo La
soledad y la creación literaria:
La del hombre que la conquista para descifrarse, y que
sale desde su interior ya alumbrado con ella, y la que va ganándole de afuera —de
las cosas, del paisaje sin cosas que él mismo pudo crear para embellecerlo—,
del paisaje también con soledad que va desde afuera hacia adentro para
poseerlo. Este hombre es el de nuestro campo. La impresión de su desamparo no
la da sin embargo cuando transita por él. La soledad está en la estancia, en la
casa. Allí se advierte que ella es la vencedora. La vencedora de los ojos, las
manos y el oído. Allí el hombre ya no necesita cosa alguna. Ni preguntar, ni
partir, ni reír, ni llorar. Sólo necesita estar como un objeto colocado en el
vacío no para decorarlo sino para medirlo. [...] Camina arrastrado por su propio vacío que busca
colmarse. Y como camina sin recuerdos porque no los tiene, no busca regresar.
Eso explica la enorme multitud de hombres que luego de partir de su pago no
regresan más a él. Ni rostros, ni sucesos felices, ni recuerdos amables, ni
siquiera la evocación de un paisaje como un llamado de la tierra les golpea el
espíritu. Parecen haber huido de un pedazo de su vida. Más que caminantes que
buscan un lugar de reposo sedante, parecen fugitivos, desplazados por un enemigo.
Caminan en busca de una conquista imposible pues no saben por qué partieron.
Ignoran que van tras un sueño que no conocen.
[1]
Morosoli falleció a causa de un
infarto en 1957. Su obra estaría hoy en silencio de no ser por la labor de Heber
Raviolo, uno de los fundadores de Ediciones de la Banda Oriental, quien a
principios de los sesenta viajó a Minas, llegó a un acuerdo con las hijas y la
viuda y se hizo cargo no solo de reeditar una obra formidable, sino también de
rastrear en manuscritos, cartas y papeles desperdigados, hasta encontrar
maravillas como el cuento «Un viaje hacia el mar» y otros textos que de lo
contrario seguirían inéditos.
Andrada:
El viejo Andrada el domingo era un cuerpo muerto. Se
entiende que para el trabajo.
—El domingo, —decía—, v'iá dir a visitar el monte...
Iba a visitar el monte, como otros iban a visitar un
pariente o un amigo.
—Podía, —agregaba—, dir a la feria a rebuscarme.
También a misa...
Claro. Así cuando venían las limosnas de ropa, allá
por el Día de la Virgen, o les lavaban los pies a los viejitos, el Viernes de
la Semana Santa, lo tenían en cuenta.
Pero no, Andrada iba al monte. A visitar el monte. A
quedarse vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos,
mientras la brisa rozadora de hojas movía las copas unánime y los ojos se le
iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A volcar
su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un
parásito.
—Pero, en qué te pasás el día, me podés decir?
Se lo pasaba mirando. Oyendo. ¿Haciendo qué? Nada.
—Y...echáo abajo los árboles... Mirandó p'arriba...
Mirando a favor de la tierra, decía él.
Por eso sabía mil cosas. Cómo algunas clases de hongos
nacían de noche y morían de día. Cómo estaban algunas matas llenas de
telitas...
Unas telitas que sólo cazaban gotas de rocío.
—Ves las telas y no ves la araña... ¡Hay cada cosa!
Cómo el agujerito, sangrante de savia, de un tronco de
sauce criollo, sería pronto una esponja de madera con una colonia destructora
dentro.
El monte se le entregaba como una mujer.
Parecía esperarlo. Correr toda vida urgente y egoísta
de su interior para quedarse escuchando cómo él iba y venía despacio, juntando
leña para el fueguito del puchero, planchando a lomo de cuchillo varas de junco
para hacer asientos de sillas.
Hasta las vacas que pastoreaban en los peladares se
echaban sobre las patas a rumiar, lentas, los ojos perdidos en la distancia.
Andrada con una pereza dulcísima también, se ponía a
mirarlas mover lentamente la lengua como suavizando algo.
***
Gustaba también quedarse extendido, haciendo espalda
en los troncos, las piernas en la solana, el cigarro apagado en los labios.
O tirarse en el campo de gramillas trenzadas y duras,
el sombrero en los ojos, los brazos extendidos, estaqueado al sol que le
derramaba una líquida sensación de plenitud.
Andrada y el monte se entendían en silencio. En el
silencio hablaban solos.
***
Andrada tenía sus ideas sobre la amistad.
Los amigos había que aceptarlos como eran.
Admitir que como venían se podían ir. Se perdían o se
encontraban de golpe o despacito. Igual que las mujeres.
Supo tener compañeros de pieza. Socios de pieza.
Algunos se habían ido como el agua de una cachimba
falsa. Escurriéndose por lo hondo, sin que se percibiera nada en la superficie.
Cansados del silencio de Andrada. Nada más.
—¡Qué caray!... Era un hombre que no podía estar
cayao... —decía explicando la partida del otro.
Claro que no había detenido a nadie.
—El que vino pa cá, dejó algo ayá... ¿No crés vo?...
Pa llegar a un lado, hay que salir de otro lao...
Uno volvió, sin embargo, luego de una ausencia de
años.
Lo conoció Andrada en una época en que el otro seguía
a un turco vendedor de tienda, por las chacras cercanas, cargado con una
verdadera casa de comercio, porque el turco tenía bastante capital.
Volvió bien vestido, contento, triunfador.
—Tengo ganas de estar unos días con usted, compañero —dijo.
Y se quedó por unos días.
Al irse le dijo:
—Usted es el mismo hombre de siempre... Ni siquiera le
da por preguntar...
—¿El qué?
—Por mi vida... Creo que he cambiado...
—¡A lo mejor!
El otro se despidió y Andrada se quedó pensando:
El no serviría para amigo de nadie por lo visto.
Serviría para otra cosa. O no servida para nada.
—Hay yuyos macanudos... Otros son veneno... ¿Y no hay
algunos que no son nada?...
¡Si podía haber hombres así!
***
Tuvo un compañero muy especial. Un hombre que le dijo
una vez cosas muy hondas. Este fue Floro Acuña.
Acuña era yuyero. Un cristiano que siempre se andaba
ofreciendo para hacerle favores a Andrada. Se veía que le gustaba más dar que
recibir.
—Él te hacía un bien y te pedía disculpas...
Este hombre tenía un mal a la vejiga. Por eso usaba
una faja de cuero de cordero con la lana para adentro.
Se levantaba de noche a “cambiar las aguas” hasta tres
veces. Andrada se conmovía recordándolo y confesaba:
—Nunca se volvía a acostar sin dir a ver si yo estaba
tapao... ¡Eran unas madrugadas cruyeras!
Tal vez alguna vez siendo chico él, alguien se le
arrimaba así mientras dormía.
—Nunca salía pal centro sin preguntarme si precisaba
algo... ¡Era un alma'é dios, Acuña!... ¡Pobre!...
***
Un día Acuña no pudo más.
—Compañero —le dijo—, tengo gana de dejar la sociedá
de la pieza...
Andrada le contestó sin mirarlo siquiera:
—La pieza no la tenemo comprada... Acuña no se
conformó y siguió:
—Yo no tengo queja... ¡Pero usté es tan cayao!..
Y le dijo Acuña, además, que a veces ni siquiera
contestaba a las preguntas de él. Parecía que no lo oyera...
—Hay conversaciones que no se pueden seguir así.
Tenía razón Acuña. Andrada no lo oía. Sabía que el
otro le estaba hablando a él. Pero su atención estaba muy lejos. Perdida en
nada.
—¿Vos podés creer?... ¡En nada!
—Esto me pasó con Acuña, terminaba.
***
Los hombres, los días y los años se iban sin tocarlo,
sin rozarle el alma, que él tenía sólo para los domingos del monte.
—¡Pero que un monte es cosa linda!...
Era una cosa linda que él poseía en silencio, domingo
a domingo, mientras se le iban los años y se le iban los hombres.
Era una cosa linda que lo poseía a él, sorbiéndole los
ojos, entrándole una pereza gozosa, poniéndole en las venas una beatitud de
miel espesa.
Pero aún el monte le escondía algún secreto.
—Pero contá, hombre de Dios!... ¡No será “el cuerpo 'e
la virgen” lo que te falta ver!...
Andrade se le acercó al oído y le dijo en secreto:
—Son... ¡las chicharras!...
***
Más que el monte era el campo lo que le gustaba ahora.
Estaquearse en la solana infinita, mirando las nubes
que a veces le cruzaban sobre los ojos semicerrados una sombra caminadora.
Abrir y cerrar de golpe los ojos para que le quedara
entre frente y nuca una como flor de cardo, roja y temblante.
El monte se solía poner frío y él ya empezaba a
envejecer.
El campo era de gramillas firmes. Él se extendía en
él, con los brazos y las piernas abiertos. El sol le besaba la cara áspera, de
barba casi blanca.
Lejísimo, en el fondo mismo del cielo, bien redondo,
un punto negro. Un cuervo estaqueado como él o una estrella negra, que en vez
de lucir de noche como las otras, lucía de día.
***
Una mañana lo levantaron, definitivamente extendido.
Sobre su reposo había amanecido y anochecido. Había
llovido y habían cruzado solanas de miel.
Donde estuvo él, el campito había quedado amarillo.
El extendido potrero lucía una mariposa amarilla
tatuada en el verde total del gramillal.[2]
[1] Morosoli, J. J. La soledad y la
creación literaria. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1971, pp.
54-55
[2] Morosoli, J. J. «Andrada», Juan
José Morsoli, los mejores cuentos. Montevideo: Ediciones de la Banda
Oriental, 2013, pp. 76-80.
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