Jardinería textual
Elogio de la materialidad: los libros de Florencia Gattari
Por Laura Wittner / Jueves 09 de enero de 2025
Detalle de portada de «Nadar perrito» (Ralenti, 2022).
Sobre Nadar perrito y Bruno a las patadas, dos libros infantiles de la autora argentina Florencia Gattari (1976), pero también en plena búsqueda por desentrañar la escritura para la infancia, en la materialidad de la pura lengua y sin depender necesariamente de grandes aventuras.
Empecemos por los títulos: Nadar perrito; Bruno a las patadas. ¿Por qué suenan diferente? ¿Por qué nos despiertan de inmediato? Intento una respuesta: se eligió una frase conocida, coloquial; se la agarró fuerte con las dos manos, se la hizo girar, se la estiró, se la retorció y se la dejó ahí, con aire de inocencia, en la tapa de un libro. Al comienzo de una historia. Disparando significados y posibilidades como rayos fluorescentes. Esas dos series de palabras, exploradas con entusiasmo en su forma y sus sentidos, nos invitan y nos esperan. Como diciendo «ojo que vengo con algo especial».
Y sin embargo no: Florencia Gattari nunca avisa. En sus textos las palabras aparecen como si el relato se construyera un poco sobre la marcha. No hay rastros de premeditación. Es un arte, claro, ese de no avisar. Algo así como un «sé perfectamente lo que hago pero no se me nota».
Florencia tantea, construye sólido con lo impreciso: «La mamá de Bruno se llama Eliana, no es ni muy alta ni muy baja, ni muy gorda ni muy flaca, y tiene un estudio de pilates», es el comienzo de Bruno a las patadas. Y ya un poco, casi por la negativa, estamos viendo a Eliana. Se nos ahorró pasar verbalmente por el color de pelo o la forma de la nariz. De yapa, esa oración inicial dejó plantada la semilla de la música, que inmediatamente se va a retomar: «Contraigo y extiendo, contraigo y extiendo, así dice Eliana cuando da clases, y también inspiro por nariz y exhalo por boca».
Pasa algo parecido con el comienzo de Nadar perrito: «Ella es Cora, yo no. Tiene ocho años, eso es lo que contesta cuando le preguntan. Yo no sé, a mí por suerte no me preguntan por los años». Como si la escritura fluyera desde lo poquito que se puede saber, este personaje que todavía no se declaró perro (ni siquiera desde la ilustración de la primera doble página, en la que Marina Zanollo, con su magia habitual, conserva el secreto) sigue diciendo: «A Cora le gustan los bichos, el agua y coso. A mí me gusta Cora».
«Tengo hasta ahí», parece que dice Florencia (así como lo dice, justamente, en el título de un libro para grandes sobre escribir para chicos que acaba de publicar, Tengo hasta ahí: Escribir para chicos y chicas, editado por La Crujía en 2024), pero con ese poquito, que es un montón, empieza un relato: nos mete en su ritmo, nos mete en su risa, nos hace avanzar a su velocidad y cuando llega el segundo párrafo ya estamos bailando en una historia, lo sepamos o no.
Entonces, ahora que queremos seguir hacia delante, el texto se detiene un momento. ¿Para qué? Para forjar un rinconcito, una imagen poética, un trazo sensorial: «Su mamá seguía sentada en el piso. Un rayo de sol entraba por la ventana y le caía justo al lado sin tocarla». ¿La ven? Parece preguntar el texto. ¿Sienten el calor? ¿Están ahí con Bruno y con Eliana?
O en Nadar perrito: «Se levantó un viento que trae hojitas y pelusas. Cora se saca el pelo de la cara y sigue trabajando». El viento ese nos toca la cara.
No tengo la intención de contar enteros Nadar perrito y Bruno a las patadas. Y, aunque fuera mi intención sería imposible, porque las narraciones de Florencia Gattari funcionan parecido a un poema: están estructuradas sobre el detalle y sobre el sonido, sobre cada palabra en tanto cosa, en tanto coso. En tanto materialidad. Hay narración, claro, pero si yo dijera «Bruno a las patadas es una novela corta sobre un nene que empieza a practicar kung-fu cuando sus padres se separan» o «Nadar perrito cuenta la historia de una nena que adopta un perro» no estaría siquiera acercándome a lo que pasa en estos libros.
En estos libros pasan muchas otras cosas. Por ejemplo pasa la sintaxis: un ordenamiento de palabras que nunca es el que esperábamos. Un corte abrupto. Una preposición girada.
Pasa también todo un universo de coloquialismo volcado al reino escrito. Bien volcado.
Y están, claro, las palabras tesoro. Unas que casi no existen: «tiburona». Unas que ya casi no se usan: «bellaco». Unas que no suelen aparecer en una narración para chicos: «esferodinamia». Y unas que, combinadas como por primera vez en la historia de la combinación de las palabras, resultan en una frase así: «La mamá de Cora espera un rato, como diez lanchas de rato». Y nos llenan de alegría.
Solo nombro algunos de los recursos con los que Florencia narra. Recursos sofisticados a los que no se les nota la sofisticación y, sobre todo, que en su sofisticación no ocluyen la cualidad central de estos relatos: la ternura, la mirada amorosa y vital sobre las personas y un interés filoso por el sufrimiento: por cómo se resuelve, por cómo podría llegar a suavizarse.
Por suerte hay publicados muchos libros suyos: Posición adelantada, Vestido nuevo, Historia de un pulóver azul, Navegar la noche, Perra lunar y Flor de loto, una princesa diferente son solo algunos. Y cada uno, y cada cual a su manera, deja que los brillitos, las melodías, la sorpresa serpenteen por entre «el argumento». Me voy a arriesgar a decir un poco más: ese argumento, probablemente, haya nacido del serpenteo. No estaba prefijado. Qué lindo en esta instancia poder citar a Yolanda Reyes:
[...] pero qué le vamos a hacer si eso es lo que hacemos: escribir muchas veces, borrar y cambiar una palabra por otra y otra y otra, y al cambiar las palabras descubrir —a veces, solo a veces— que se pueden decir cosas que nunca habíamos sabido que sabíamos.
En Tengo hasta ahí, Florencia se pregunta: «¿Tienen que pasar cosas en los libros para chicos? ¿Es la aventura una condición? ¿Hacen falta grandes despliegues argumentales?». Y enseguida, de algún modo, se responde: «Sigo eligiendo textos que no tienen un arco narrativo demasiado fuerte, sigo proclive a la digresión y a la jardinería textual». Habla, en este caso, de los libros que elige para leer. Pero a mí me parece que la noción se les aplica con justeza a los libros que elige escribir.
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