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No sufras, no te abstengas

Faroles del deseo: «El matadero», la historia con terror anal

Por José Arenas / Martes 02 de abril de 2024
Detalle de «Boeuf et tête de veau» (circa 1925), de Chaïm Soutine.

«El Matadero», cuento fundacional de Echeverría, es una puesta en escena de la barbarie, pero también un alegato del valor del ano sin sodomía dentro del heteropatriarcadose. «Todo este escenario de horror, sangre, sudor, cuchillos, cuerpos ensangrentados y machos, tiene una cúspide que da pavor humano al cuento: la violación del joven unitario que pasaba cerca del matadero», escribe José Arenas.

Respecto de «El Matadero», el cuento con el que Esteban Echeverría inaugura el realismo en Argentina, es inevitable recordar la famosa frase de David Viñas: «la literatura argentina nace con una violación». Pasado el tiempo, esa frase es revisitada por María Moreno que, yendo un poco más lejos, dice que la literatura argentina, antes que con una violación, nace con un «mamarán». La autora de Blackout reconsidera la idea de Viñas sobre el cuento fundacional de Echeverría y su relato sobre los salvajes rosistas intentando sodomizar el cuerpo twink de un angelical unitario y dice que, para que la orgía de desbordes se produjera en el matadero, hacía falta mucho alcohol de modo de despertar al diablo. 

La verdad es que ambas frases, por sonoras y efectistas, no son determinantes y cada una, dicha en su tiempo, no son más que desconcertantes butades para la coyuntura literaria de su época. El cuento del también autor de «Los consuelos» tiene la violación del joven unitario como hipérbole del salvajismo federal, pero las relaciones del cuerpo y sus simbolismos empiezan desde el inicio del texto. Digamos que desnudar al muchacho sin divisa y hacerlo estallar de espanto antes de someterlo es la frutilla de un descarnado postre para los monstruos que Echeverría pinta en su texto. 

Es interesante la atmósfera naif y casi absurda que el cuento «El Matadero» propone desde un inicio: una ciudad federal, con un gobierno rosista y una estrechísima relación con la iglesia que le reza a un Dios que parece ser, también, federal. En este «había una vez» con el que Echeverría inicia su texto describiendo la Buenos Aires del Restaurador, con cinismo militante dirá que todos los devotísimos miembros de aquella ciudad rezaban a su Dios punzó y que, claro, atribuían sus miserias endiabladas a los salvajes unitarios. Aquí se produce el escenario inicial para un golpe de efecto; esta ciudad que Echeverría pinta con simulada candidez y en efímera paz rosista tendrá su revés luego del castigo divino. Pero, más allá de eso, hasta ahora, las corporalidades no están definidas. Solamente aparece una población en abstracto, un cuerpo/uno y su relación con la espiritualidad. Esta corporalidad común que demanda una única pose —que es la de la rectitud religiosa— está difuminada en una gran nube en la que lo que domina es el espíritu. 

Durante la primera parte del cuento no hay tacto. La narración, además, transcurre en Cuaresma: 

Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia adoptando el precepto de Epitecto, sustine abstine (sufre, abstente) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa… 

El cuerpo con moralina es un símbolo de la represión rosista. Pero entrará ahora la corporalidad imperiosa con el apetitito. 

La lluvia que, a modo de castigo divino deja a Buenos Aires sitiada, impide que se ignore el cuerpo y la fe empieza a verse resquebrajada por más maldiciones que este cuerpo único que es el pueblo eche sobre la «evidente» culpa de los unitarios. Ahora, sucede el evento trágico para dar vuelta la situación inicial y poner en juego el golpe de efecto, ¿qué pasa con esa ciudad idílica de color federal que se pinta al comienzo? El cuerpo único se rompe y ya no es la ciudad: son negras, gringos, ratas, niños muertos de hambre, madres, viejos... El hambre puede contra el espíritu. La panza es reina mientras la carne escasea. 

Es interesante ver cómo «la carne que escasea» y sus diferentes formas de acepción sexualizada aparecen a lo largo de todo el texto llamando a la forma salvaje de los hombres y, especialmente, del carnicero. Este último será la figura por excelencia del macho monstruoso y fálico que Echeverría utiliza para ir al frente de la orgía de sangre una vez que las vacas vuelven a aparecer cuando el agua baja y el lodazal da paso a los animales que entrarán al matadero: 

La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre.

 Una vez que el hambre destruyó la espiritualidad el cuerpo vuelve a escena en violentas misas herejes que echan por tierra aquel paisaje inicial de los creyentes rosistas rezando a Dios. Ahora el dios es Rosas, sus leyes federales vuelven a estar por encima del espíritu cristiano y la muerte de cientos y cientos de reses es una fiesta que olvida por completo aquella abstención de una iglesia estoica. No sufras, no te abstengas, no pases hambre, destruye y muerde todo lo que aparezca. 

Todo este escenario de horror, sangre, sudor, cuchillos, cuerpos ensangrentados y machos, tiene una cúspide que da pavor humano al cuento: la violación del joven unitario que pasaba cerca del matadero.

Ahora sí, ya sobre el final del texto, este es territorio del cuerpo puro y todo es tacto. Frente a los federales carniceros y sus cuerpos de vikingos este muchacho: 

Era […] como de 25 años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. 

El joven es la antítesis de los hombres del matadero. Siendo estos brutales carniceros, es un chico «apuesto» y «gallardo», un delicado caballero que pasa como a lo lejos por la orgía de sangre que se está produciendo allí entre los animales y los fálicos cuchillos. Claro que, construido de tal manera por Echeverría, el unitario parece traer su sino en las primeras palabras con que el personaje es introducido.

Cuando los Federales lo prenden y discuten las diversas formas de sumisión que usarán con el «cajetilla», repite un par de veces una premisa: «primero degollarme que desnudarme», con el final que estar desnudo y amarrado por los hombres implicaría. Aquí se pueden ver algunos conceptos en particular. 

Los hombres de Rosas toman, como forma máxima de la humillación de un varón frente a otro, la sodomía —véanse prácticas como la refalosa, la mazorca, etc.—. La derrota total de la virilidad y de lo que representa el honor se rompe más fácil con un pene erecto dentro que con una bala destruyendo cartílago y músculo. Y el unitario es partícipe de ese concepto y prefiere la muerte antes que su cuerpo desnudo, entregado  a otros hombres. Esta idea fue trabajada por Paul Preciado en Terror anal, obra en la que analiza la forma en que el ano sin sodomía dentro del heteropatriarcado parece ser la última reliquia del bastión macho a la vieja usanza. De hecho, es este pavor anal el que mata al unitario, segundos antes de que la vejación se produzca. 

«El matadero» es una alegoría que apela a lo queer quizá a pesar de sí misma— para crear un imaginario de federales monstruosos. Sus cuerpos se desbocan y se corrompen ante la mínima muestra de instinto primitivo. El hambre de la ciudad es la raíz salvaje del federal, la orgía hiperbólica de hombres matando vacas son los cuerpos matarifes del rosismo con su brutalidad machaza al son de la sangre. El joven unitario es la patria sometida, es la Argentina vejada. Para un Echeverría de militancia antifederal, su patria ha sido mancillada, yace muerta de terror, indigna, casi que con el culo roto.

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