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Dos pesos, moneda nacional

Faroles del deseo: moral bailable

Por José Arenas / Miércoles 10 de enero de 2024
«The tango emoción de color. Escena de café. Multitud», de Rafael Barradas (1913).

Ya no acerca desde los libros, sino desde las letras del tango, José Arenas despacha este tercer «Faroles del deseo» en torno al cuerpo de la mujer. O cómo la corporalidad femenina «es un elemento central para la construcción de una moral en torno al sexo, una moralina alrededor de la mujer deseante y cierta melancolía alrededor del cuerpo deseado».

Siempre se habla del origen herético, popular, arrabalero y sexual del tango. Suele mentarse su cuna, el quilombo, la borgeana esquina rosada donde los malevos bailaban entre ellos un jocoso ritmo saltarín, mientras esperaban a que las prostitutas tuvieran un turno libre en sus catres donde calentar la sangre y liberar el esperma malandra y arrabalero. Luego vendrán quienes cuenten que todos esos tangos bailados tenían nombres procaces que jugaban con chascarrillos sexuales como «Papas calientes»«Sacudime la p…ersiana»«La c…ara de la l…una»«Metele más bomba al primus», etc. Todo eso es cierto y a la vez es discutible. Hay diversos historiadores, crónicas contradictorias, testimonios falseados o anónimos, pero desde los «grandes tangos para piano» que escribían los jóvenes que querían romper con Liszt hasta las obras picarescas, para luego llegar al tango cantado como lo conocemos, pasó mucha agua bajo el puente. 

Lo cierto y concreto es que el «tango canción» tiene fecha consensuada de inicio en 1917 con la aparición de «Mi noche triste», un poema que Pascual Contursi escribe sobre una melodía del pianista Samuel Castriota. Ahí se consolida cierto germen nostálgico del canto. Y aquí comienza la centralidad de una visión del cuerpo femenino. La mujer que se va es el cuerpo que se aleja, es su sexo en fuga. Por eso el tango evoca melancólicas tristezas del corazón y carnales necesidades del cuerpo: «y si vieras la catrera / cómo se pone cabrera / cuando no nos ve a los dos». Claro que la metáfora puede entreabrir la puerta a una imagen idílica. Pero en «la catrera» —siguiendo con un lenguaje lunfa— se trinca, entre otras cosas. La noche triste es la caída de la luz, es el tiempo de los velos, es el momento de la melancolía, y es, también, el momento del sexo. La ausencia de esta mujer deja un vacío en el cuore y otro en el deseo.

En las letras de tango de las décadas del 20 y del 30 la corporalidad femenina será un elemento central para la construcción de una moral en torno al sexo, una moralina alrededor de la mujer deseante y cierta melancolía alrededor del cuerpo deseado. Lo que se desea desaparece porque el tiempo lo destruye o lo corrompe. La corporalidad femenina será metáfora y chivo expiatorio para cargar con metafísicas reflexiones acerca de cómo el tiempo deshace todo lo amado. La idea de sic transit gloria mundi la encarnan las pieles envejecidas de mujeres en barrios bajos o en luces malas del centro. Esto puede tener sentido en el imaginario poético que hereda el tango de la literatura francesa, al tomar la bohemia y la muerte como dos mujeres que seducen al poeta hasta el suicidio. Por otra parte, el tiempo reflejado solamente en cierto estereotipo de mujer bella que aparece quebrado, eso es tanguero. Madame Bovary, Margarita Gauthier, Mimí Pinsón serán siempre hermosas porque la muerte las vuelve eternas. Mireya seguirá viva a caballo de una vida milonguera que hará que el yo lírico del tango «Tiempos viejos» se diga: «¿te acordás, hermano, lo linda que era? / se formaba rueda pa´ verla bailar / Hoy cuando en la calle la veo tan vieja / doy vuelta la cara y me pongo a llorar». 

Las mujeres de la literatura universal de las que se sirve el tango tienen apellido, como las que ya citamos. Las del (anti)ideal de la lírica tanguera son mujeres comunes, sin estirpe y, generalmente, con genealogías deshonrosas: padres chorros y curdas, madres prostitutas, o pobres santas encanecidas de lomo doblado con un cuerpo limpio y puro gracias al sufrimiento. 

Así aparecen Margot, Ivette, Esthercita, Lita, Mireya. Todas con un cuerpo deseado «acostumbrado a las pilchas de percal», como dirá Celedonio Flores en «Margot», de 1921, para luego censurar la idea de una muchacha que va más allá del barrio tras el deseo («ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot»). Una mujer que desea es una mujer que se pierde. Un sexo que se utiliza es un cuerpo que se corrompe: «yo no manyo, francamente, lo que es una partenaire / aunque digan que soy bruto y atrasado, ¿qué querés? / no debe ser nada bueno si hay que andar con todo al aire / y en vez de batirlo en criollo te lo baten en francés». Otra vez Celedonio Flores, en el tango «Audacia».

Enrique Santos Discépolo, uno de los más grandes poetas del Río de la Plata, construye también una forma de moral alrededor del cuerpo femenino, de su sexo «al aire», pero sus obras, a veces lo condenan («…me clavó en la cruz / tu folletín de Magdalena / porque soñé / que era Jesús y te salvaba») y a veces lo redimen («[...] a mí, ¿qué me importaba tu pasado? / si tu alma entraba pura a un porvenir»). En la obra discepoliana un cuerpo femenino puede ser corrompido con la prostitución o la vida alocada del alcohol y los hombres, pero el varón todopoderoso puede darle el perdón una vez que el cuerpo se arrepiente. La mujer tiene «historia», que es un eufemismo de «historias». El hombre tiene «honor», como si su cuerpo fuera inexpugnable y heroico. Véase el tango «Infamia», de 1941.

Dos tangos de Discépolo funcionan como paradigma de esta problemática en torno al cuerpo femenino: «Esta noche me emborracho», de 1928, y «Quién más, quién menos», de 1934. El primero utiliza una idea de conciencia temporal desde la degradación del cuerpo de la mujer. La muerte se mide en el aspecto de una corporalidad vejada: «chueca, vestida de pebeta / teñida y coqueteando / su desnudez», así ve el yo de Discépolo a la mujer que hace años le robó el sueño con su belleza saliendo de un cabaret. No solamente ha pasado el tiempo, sino que el cuerpo femenino que se marchita intenta negarlo con el pelo visiblemente teñido y una ropa de «pebeta» que pareciera no corresponder con ese «gallo desplumao». La vejación, el contacto con los muchos otros cuerpos se ve «mostrando al compadrear / el cuero picoteao». El pico fálico es el que ha destruido a esta mujer, su carne manoseada, su sexo amargado. Aquí no existe la redención. El yo masculino no cuenta, por ejemplo, qué hace él a esa hora rondando el cabaret. Quién es él que en la madrugada también vaga para encontrarse con una mujer deshecha y decir que es fiera la venganza del tiempo por hacerlo ver destruido al objeto de su amor. No habla de su deseo, sino de su amor, mientras que la reflexión sobre el tiempo fugitivo sí se desprende de una observación del cuerpo. Parece darse esta fórmula: el masculino es la reflexión imperecedera mientras que la mujer es el cuerpo tentado y finito.

Finalmente, en «Quién más, quién menos», la situación es similar. Pasado el tiempo el yo masculino ve a una novia de la juventud mostrando su desnudez en medio del cabaret. La idea sobre el paso del tiempo se repite de la misma forma que en «Esta noche me emborracho». Sin embargo, esta vez el yo se ve reflejado, entra en sintonía con ese mismo cuerpo porque su corporalidad también estaba en busca del sexo en mitad de la noche. Cae sobre sí la luz de lo mansillado y la moral quebrada porque son dos cuerpos en la acción. ¿Por qué esta vez se permite sobre él la idea de lo corrupto en los cuerpos? Porque ahora entra un factor que antes no aparecía explícito: la pobreza. Ambos están allí perdiéndose en la tristeza de usar sus cuerpos al servicio de una máquina más poderosa que todo tiempo y toda metafísica: el dinero. «Qué ganas tengo de llorar nuestra niñez / quién más, quién menos / pa´mal comer / somos la mueca de lo que soñamos ser», dice Discépolo poniendo el capitalismo sobre la mesa. Ese lugar en el que se rompe todo. El cuerpo, la moral, el sexo, la honra, todo es una mueca «frente a dos pesos, moneda nacional». 

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