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el novelista que era dos o muchos más

Las extrañas vidas de Ellery Queen

Por Hugo Fontana / Lunes 17 de diciembre de 2018

Un nuevo perfil policial, el del seudónimo de los primos Frederick Dannay y Manfred Bennington Lee: Ellery Queen, de la mano de nuestro detective profesional del «noir»: Hugo Fontana.

De todo hay en el mundo de la literatura, desde los silenciosos y ocultos escritores «negros» (aquellos que realizan trabajos por encargo sabiendo que al final sus textos serán firmados por otros), hasta esa rareza fragmentada y esquiva de los llamados heterónimos, esos escritores que pueden desdoblarse y crear obras en paralelo desde distintas estrategias estéticas (el más famoso fue sin dudas el poeta portugués Fernando Pessoa, quien llegó a firmar también como Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis). Pero el caso del escritor y detective Ellery Queen no les va en zaga, ya que se trató de dos primos de origen judío, Frederick Dannay (1905-1982) y Manfred Bennington Lee (1905-1971), quienes de 1929 a 1970 no solo firmaron más de cuarenta novelas, y otra buena cantidad de relatos cortos con ese seudónimo (con el que también bautizaron a su personaje), sino que además lo usaron como una suerte de franquicia al mejor estilo de una cadena de comida rápida, explotada por un amplio grupo de escritores.

Siguiendo los mecanismos de la escuela inglesa y del policial de enigma, Queen era un joven sagaz, frío y deductivo, egresado de Harvard y admirador de Proust, que llevaba adelante sus investigaciones junto al sargento Valie y contaba con el apoyo de su padre, el inspector jefe del Departamento de Homicidios de la policía de Nueva York Richard Queen. Las primeras tramas fueron particularmente intrincadas, pero tuvieron tal éxito que los primos fundaron una revista, la Ellery Queen’s Mystery Magazine (que aún se sigue editando), y escribieron decenas de guiones para radio, cine y televisión (a mediados de los setenta, se hizo famosa una serie que fue emitida en nuestro país).

En un principio, los títulos de sus novelas contenían la palabra misterio y un gentilicio, por ejemplo, El misterio del ataúd griego o El misterio de la naranja china, aunque luego fueron abandonando la fórmula e incluso, bajo el nuevo seudónimo de Barnaby Ross, llegaron a crear otros personajes como Drury Lane, un investigador que alguna vez había sido un actor especializado en Shakespeare.

En 1936, los primos Dannay y Lee publicaron, dentro de la serie de Queen, la novela La casa a medio camino (Half-Way House), que trata del homicidio de un hombre en Nueva Jersey que oculta una doble vida. Ese mismo año, un joven y ávido lector de novelas policiales llamado Jorge Luis Borges escribió una breve reseña en la revista argentina El hogar:

«Puedo recomendar a los amateurs de la novela policial (que no se debe confundir con la novela de meras aventuras ni con la de espionaje internacional, inevitablemente habitada de suntuosas espías que se enamoran y de documentos secretos) este último libro de Ellery Queen. Puedo afirmar que cumple con los primeros requisitos del género: declaración de todos los términos del problema, economía de personajes y de recursos, primacía del cómo sobre el quién, solución necesaria y maravillosa, pero no sobrenatural. (En los relatos policiales, el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los elixires de maléfica operación, las brujas y los brujos, la magia verdadera y la física recreativa, son una estafa.) Ellery Queen juega con lo sobrenatural, como Chesterton, pero de un modo lícito: lo insinúa para mayor misterio en el planteo del problema, lo olvida o lo desmiente en la solución.

»En la historia del género policial (que data del mes de abril de 1841, fecha de la publicación de “Los asesinatos de la Rué Morgue” de Edgar Allan Poe) las novelas de Ellery Queen importan una desviación, o un pequeño progreso. Me refiero a su técnica. El novelista suele proponer una aclaración vulgar del misterio y deslumbrar a sus lectores con una solución ingeniosa. Ellery Queen propone, como los otros, una explicación nada interesante, deja entrever (al fin) una solución hermosísima, de la que se enamora el lector, la refuta y descubre una tercera, que es la correcta: siempre menos extraña que la segunda, pero del todo imprevisible y satisfactoria. Otras excelentes novelas de Ellery Queen: El misterio de la cruz egipcia, El misterio del zueco holandés, El misterio de los gemelos siameses.»

Del cuento «El enamorado invisible»:

Roger Bowen tenía unos treinta años, era ojizarco y blanco. Alto y risueño, hablaba inglés con acento harvardiano, bebía ocasionales cócteles, fumaba más cigarrillos de lo conveniente, sentía gran cariño por su único pariente (una anciana tía que vivía de sus rentas en San Francisco) y equilibraba sus lecturas entre Sabatini y Shaw. Y ejercía toda la abogacía que podía practicarse en Corsica, Nueva York (población: 745 almas), en donde había nacido, hurtado manzanas del huerto del anciano Carter, nadado en cueros en el arroyo del intendente y cortejado a Iris Scott los sábados por la noche en la galería del «Pabellón de Corsica» (dos orquestas: ejecución continuada).

Según sus conocidos, que eran el ciento por ciento de la población de Corsica, Roger era un «príncipe», un «muchacho bonísimo», «sin pizca de petulancia» y «servicial en todo». Según sus amigos (los más de los cuales compartían la misma residencia, la pensión de Michael Scott, de Jasmine Street, contigua a la Main Street), no existía en toda la tierra un joven más gentil, bondadoso e inofensivo que él.

A la media hora de su arribo a Corsica, procedente de Nueva York, el señor Ellery Queen había conseguido auscultar los sentimientos de la población de Corsica referente a su más comentado ciudadano. Se enteró de algo por boca del señor Klaus, el almacenero de Main Street; de otros detalles le informó un pilluelo que jugaba cerca del Juzgado del Condado y muchísimo más le dijo la señora Parkins, esposa del cartero de Corsica. Del que menos pudo averiguar fue del propio Roger Bowen, quien parecía un joven asaz decente y simpático, y atónito por la desgracia que cayera sobre él.

Al dejar la cárcel estatal y dirigirse a la pensión aludida, en donde residían los mejores amigos de Roger Bowen, responsables de su precipitado viaje a Corsica, cavilaba el señor Ellery en que era asombroso que ese espejo de virtudes yaciera en un calabozo, aguardando ser juzgado por asesinato en primer grado.

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