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Avance de libro

Leé un avance de «El demonio telepático», de Diego Vecchio

Por Escaramuza / Viernes 26 de agosto de 2022
Portada de «El demonio telepático», de Diego Vecchio (Mardulce, 2022).

Diego Vecchio acaba de lanzar El demonio telepático (Mardulce), en el que plantea una curiosa tradición de escritores interesados por la parapsicología, «una ciencia en bancarrota». Y Levrero está en el centro de tal constelación. Llegar tarde a la discusión y ser anacrónico, para la ficción literaria, puede ser incluso más provechoso que adelantarse, defiende Vecchio en el avance que publicamos hoy.

Diego Vecchio es narrador, ensayista y traductor. Nació en Buenos Aires en 1969 y desde 1992 reside en Paris. Ha publicado Historia calamitatum (Paradiso, 2000), Egocidios : Macedonio Fernández y la liquidación del Yo, (Beatriz Viterbo, 2003), Microbios (Beatriz Viterbo, 2006), Osos (Beatriz Viterbo, 2010), La extinción de las especies (Anagrama, 2017, novela finalista del XXXV premio Herralde de novela) y El demonio telepático (Mardulce 2022). Ha sido traducido al francés, portugués, turco, inglés, hebreo y búlgaro. Trabaja en la universidad de Paris 8 Vincennes-Saint Denis, dando clases de literatura hispanoamericana y talleres de confección de lenguas imaginarias y espectrales.

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Este interés de Levrero por la parapsicología está en sintonía con el movimiento que irrumpe después de la Segunda Guerra Mundial en Occidente, cuando en los desiertos de Nuevo México se atisban objetos voladores no identificados, los psiquiatras experimentan el éxtasis provocado por el ácido lisérgico, los etnólogos practican chamanismo de salón y en los jardines florecen hortalizas gigantes gracias a la intervención de los antiguos dioses, que despiertan tras un sueño milenario. Su nombre es New Age. Esta nebulosa de saberes, experiencias mágico-religiosas y estilos de vida es un revival del ocultismo decimonónico, caracterizado también por su nebulosidad, sincretismo y eclecticismo. En la New Age, lo neo- es retro-

Al revindicar la parapsicología en tanto ciencia del inconsciente en 1980, en la ciudad de Buenos Aires, Levrero resulta anacrónico en relación al pensamiento de Lacan, que circulaba por el Río de la Plata, más allá del mundo Ψ, desde hacía unos quince años. Basta con recordar dos fechas claves. En 1964, Oscar Masotta dicta una conferencia en el Instituto de Psiquiatría Social de Pichón Riviere sobre «Jacques Lacan y los fundamentos de la filosofía», inoculando el bacilo lacaniano en el mundo hispanohablante. En 1973, sale el primer número de Literal. Héctor Libertella recuerda: «Revista de culto, si las hubo, Literal, como Martin Fierro en la década del 20, ejerció una extraña influencia en la Argentina de los setenta. Traía una novedad perversa: el lento destilado del psicoanálisis en la literatura, que unos años antes, de la mano de Oscar Masotta, producía la hibridez de un cruce entre el inconsciente y la letra». 

No olvido que Levrero es un autor uruguayo, de esa especie anfibia capaz de cruzar con agilidad de una orilla a la otra y que, por lo tanto, no estaba obligado a adherir a las novedades, perversas o ingenuas, celebradas en Argentina. Pero Levrero también resulta anacrónico en relación a sus contemporáneos de la República Oriental del Uruguay. Basta con hojear Maldoror, revista de la ciudad de Montevideo, dedicada a las artes, las letras, la filosofía y las ciencias humanas, en la que Levrero da a conocer «Las sombrillas» y fragmentos de París y Caza de conejos. En el N°12, del mes de diciembre del fatídico año 1976, la psicoanalista Aida Aurora Fernández publica «Jacques Lacan y el inconsciente». A principios de los años 1980, la peste lacaniana ya se había propagado por ambas orillas del Río de la Plata. 

En este cruce entre el inconsciente y las letras, la aparición del Manual de parapsicología provoca la impresión de una mosca chapoteando en un vaso de leche. Reanudando en las postrimerías del siglo XX con saberes de fines del siglo XIX, Levrero parece ser un contemporáneo de Lugones, Quiroga o Arlt o Herrera y Ressing.


[2]

Lejos de ser una mera transgresión del tiempo lineal, homogéneo y continuo que miden los relojes y calendarios, la noción de anacronismo presupone una manera de concebir la sucesión y coexistencia de los diversos tiempos en el tiempo. Anacrónico se dice del acontecimiento de una época que se inmiscuye en otra: aquello que estaba antes, aparece después o aquello que estaba después, irrumpe antes. Anacrónico se dice del tiempo a contratiempo. La noción de época es una construcción y no una esencia ni una noción trascendental. La historia se escribe fabricando intrigas. La parapsicología sería un saber anacrónico a la luz de una intriga armada en torno a la historia de los inconscientes y el descubrimiento freudiano.

La historia comenzaría en Viena, en las postrimerías del siglo XIX, cuando Freud, después de sus estudios universitarios de medicina, su contribución al enigma de los testículos de las anguilas, sus investigaciones en el laboratorio de fisiología de Ernst Brücke, sus estudios sobre la cocaína, su encuentro en la Salpêtrière con Charcot y la histeria, su breve estadía en Nancy para estudiar con Hippolyte Bernheim la técnica hipnótica, su colaboración con Josef Breuer y la aplicación del método catártico a los enfermos nerviosos vieneses y sus intercambios epistolares electrificados con Fliess, descubre el inconsciente.

Esta fecha de nacimiento es un tanto imprecisa porque el inconsciente está todo el tiempo cubriéndose y descubriéndose. El psicoanálisis nace cuando Freud reconoce que en el origen de la histeria hay un secreto de alcoba; o cuando se da cuenta de que sus neuróticas le mienten y abandona la teoría de la seducción; o cuando remplaza la inquisición hipnótica por la libre asociación; o cuando observa que aquello que ha sido expulsado de la conciencia retorna abriéndose paso entre sus fallas y que el lenguaje puede llegar a enfermar porque siempre se dice otra cosa de lo que se quiere decir; o cuando postula que los sueños nos hablan en una lengua olvidada de la infancia y desenmascara la infancia, demostrando que los niños tienen una sexualidad perverso-polimorfa.

Sea cual sea la fecha exacta de su nacimiento, el psicoanálisis es fundado a partir de un corte con la medicina, la psicología y las ciencias ocultas, en una ruptura epistemológica con el inconsciente magnético, el inconsciente hipnótico, el inconsciente cerebral, el subconsciente, el yo subliminal, el doble yo, el infra-yo, el cuerpo astral, la doble conciencia, las personalidades múltiples y otras baratijas decimonónicas, inaugurando el siglo XX. 

Según una intriga urdida por los mismos psicoanalistas, repetida una y otra vez por biógrafos, admiradores y epígonos, con diferentes tonos y diversos grados de simplificación o sofisticación, la irrupción del psicoanálisis freudiano establecería en la historia de los inconscientes un antes y un después, o mejor dicho, un antes sin después, porque después de Freud no queda más remedio que volver a Freud. 

A partir del descubrimiento de Freud, nos dicen, los inconscientes se distribuirían en dos grupos: el inconsciente freudiano y los otros, es decir, los inconscientes que lo precedieron de manera embrionaria y balbuceante, contaminados por las creencias mágico-religiosas o esterilizados por el cientificismo positivista, como así también los inconscientes que le sucedieron y que atenuaron, desvirtuaron, malinterpretaron su carácter revolucionario, transformándolo en chatarra psicológica. En definitiva, habría un inconsciente reconocido como tal y otros inconscientes que no serían más que versiones proto-, para-, pre-, post- o retro-. 

El inconsciente irrumpe en un espacio fronterizo y por ende turbulento, entre saberes, ficciones y creencias mágico-religiosas. Por eso mismo, su historia ha sido escrita a la manera de una épica, con sus héroes y villanos, sus victorias y derrotas, sus amigos y enemigos, sus alianzas y traiciones, sus tribus, escuelas y sociedades que ni bien son fundadas, estallan y se disuelven, para fundar otras sociedades y escuelas, que a la vez estallan y se disuelven, hasta el agotamiento, como si toda tentativa de fundación llevara en sí ineluctablemente el germen de la desintegración. Al final, como en toda contienda, hay un tendal de inconscientes heridos, agonizantes, muertos; un inconsciente ganador y una hueste de inconscientes perdedores; un inconsciente reconocido como tal y una pandilla de inconscientes villanos. 


[3]

Freud desembarca en el Río de la Plata en la primera década del siglo XX. En su Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, escribe: «Un médico de Chile (probablemente un alemán) pronunció en un congreso internacional que sesionó en Buenos Aire, en 1910, a favor de la sexualidad infantil, y encomió los éxitos de la terapia psicoanalítica en el caso de los síntomas obsesivos». El médico en cuestión no era alemán, sino chileno, y se llamaba Germán Greve Schlegel. A pesar de esta introducción precoz, el psicoanálisis freudiano no tiene demasiada resonancia en las pampas.

La teoría freudiana no llega a un continente virgen sino a un territorio que tiene que conquistar, enfrentándose con otros saberes, ficciones y creencias. La expansión del psicoanálisis en el Río de la Plata supone también una lucha contra los inconscientes teosóficos, espiritistas, magnéticos, hipnóticos y metapsíquicos. El obstáculo epistemológico no son tanto las teorías de Cesare Lombroso o de Pierre Janet, a las que adhieren los psiquiatras rioplatenses, sino también las ficciones ocultistas, con sus monos parlanchines, sus narradores sodomitas descarnados, sus consciencias alojadas en el cuerpo de un humano con la columna espinal fracturada, que deciden mudarse a una mosca. 

El psicoanálisis freudiano sería uno de los puntos ciegos de las vanguardias argentinas, que por su desinterés o por su hostilidad, se distinguen de los modernistas brasileños o los surrealistas franceses. En los años 20, los martinfierristas, que hacen de la nadería de la personalidad y de la impugnación de la psicología del yo una de las consignas del programa, leen con fervor a Schopenhauer, William James, David Hume o al obispo Berkeley, pero no a Sigmund Freud. En su teoría del humorismo, Macedonio Fernández comenta El chiste y su relación con el inconsciente de Freud, solo para refutar la teoría energética, sin prestarle la menor atención a la retórica del Witz, tan afín a sus chistes metafísicos. Xul Solar viaja muy a menudo a Europa, pero en lugar de visitar al profesor Freud en Viena, prefiere ser iniciado por Aleister Crowley en Londres. Jorge Luis Borges, que revindica la cábala, los gnósticos, el arte narrativo y la magia, estima que Freud es un viejo chismoso y el psicoanálisis, una forma de charlatanería. 

Si hacia la misma época cruzamos a la otra orilla, nos tropezamos con un francotirador como Felisberto Hernández, que se atreve a formular algunos chistes freudianos. En El caballo perdido, pone en escena un yo que se disocia por la irrupción de un socio que lo acecha y quiere robarle los recuerdos y de un centinela que lo protege del socio. O en el Diario de un sinvergüenza, se divierte jugueteando con la segunda tópica de Freud, refiriendo las desventuras de un yo, desgarrado entre el cuerpo sinvergüenza y ella, la cabeza. 

Pero es demasiado pronto para reír con estas bromas, que recién son comprendidas en los años 1960, en un contexto más receptivo con la teoría freudiana, cuando, aprovechando las celebraciones del centenario de los Cantos de Maldoror, Ángel Rama erige al espectro de Lautréamont en fundador de una tradición secreta, intermitente y paralela de las letras uruguayas, dominadas por el realismo, a la que llama, siguiendo a Rubén Darío, los raros. Esta otra literatura «trata de enriquecerse con ingredientes insólitos emparentados con las formas oníricas, opera con provocativa libertad y, tal como sentenciara el padre del género, establece el encuentro fortuito sobre la mesa de disección del paraguas y la máquina de coser, lo que vincula esta corriente con el superrealismo». He aquí la ecuación de Rama: quien dice raros, dice también Lautréamont y quien dice Lautréamont, dice también surrealismo y quien dice surrealismo, dice también, aunque el nombre no sea explícitamente formulado, Freud. Los raros serían freudianos sin saberlo.

Pero no alcanza con ser raro, postsurrealista o Freudian-friendly. Si, en la década del 70, los miembros de la revista Literal se ven obligados a alzar el tono de voz, proclamando que «ninguno, por el hecho de escribir, sabe todo lo que está diciendo, aunque en parte no deje de entenderlo», es para recobrar medio siglo perdido y celebrar de una vez por todas, en el Río de la Plata, la boda entre las letras y el inconsciente, gracias a Masotta, que introduce a Lacan, que nos hace releer a Freud. 

Levrero se invita a este banquete de bodas, del brazo de una dama ya muy mayor, dada por muerta. Por eso mismo, no figura en ningún retrato de familia, ni siquiera cuando Maldoror publica en el N°14, del mes de junio de 1978, relatos de Germán García, Héctor Libertella y Luis Guzmán, sobrevivientes del naufragio de Literal, que lanza su tercer y último número en noviembre de 1977. 


[4]

En El poeta y el tiempo, Marina Tsvietáieva escribe: «A propósito de los que supuestamente llevan un retraso de uno o de tres siglos, citaré un solo ejemplo: el del poeta Hölderlin, que por los temas que trata, por sus fuentes e incluso por su vocabulario es un poeta de la Antigüedad, es decir, llegó a su siglo XVIII con un retraso, no de un siglo, sino de dieciocho. Hölderlin, que solamente ahora comienza a ser leído en Alemania, es decir, después de que han transcurrido más de cien años, ha sido adoptado por nuestro siglo y, por cierto, no es antiguo. Tras haber llegado a su siglo con un retraso de dieciocho, se ha revelado contemporáneo de nuestro siglo XX». 

Si para la literatura no es posible llegar tarde, es porque el tiempo de las letras no se deja pensar como mera sucesión, a partir de relojes y calendarios. En la literatura, los tiempos que urden el tiempo adoptan diversas formas de coexistencia e imbricación. Un escritor puede inventar retrospectivamente a sus precursores o alguien, que llega con dieciocho siglos de atraso, puede ser un adelantado. 

El tiempo de las letras no coincide necesariamente con el tiempo de la ciencia, regido por el mito del progreso y el avance de las técnicas, por la acumulación de los conocimientos y las revoluciones científicas que permiten remplazar un paradigma extenuado por otro que explicaría el mundo de manera mucho más exhaustiva. La lógica de la ciencia tampoco coincide con la de la literatura. Entre las rupturas epistemológicas y las rupturas estéticas, hay discordancia. Por eso mismo, lo que los médicos y psicoanalistas dicen de la literatura, o lo que los escritores y artistas dicen del inconsciente, adopta tan a menudo la forma del malentendido, el litigio o el diferendo. Basta recordar los desencuentros entre Freud y Breton, Jung y dada, Janet y Raymond Roussel, Morton Prince y Stevenson, Lacan y los neobarrocos. 

Lo que es anacrónico para un saber no lo es obligatoriamente para las ficciones literarias, que ponen entre paréntesis la verdad y la mentira. Para la literatura es tan valioso un descubrimiento destinado a revolucionar la historia de la ciencia, como una teoría errónea, repudiada por la comunidad científica. Con un estómago que puede digerirlo todo, la literatura revuelve en los basurales de la ciencia en busca de restos reciclables, para construir sus enciclopedias críticas, sus diccionarios de lugares comunes, sus ficciones ectoplasmáticas, sus tesis patafísicas. Si la ciencia ha de inventar teorías refutables, luchando contra los obstáculos epistemológicos que nos impiden observar y pensar, la literatura no tiene reparos en trabajar con teorías refutadas, fundadas en hipótesis falsas, impregnadas de pensamiento mágico, relegadas en los archivos de la superstición. El infierno de la ciencia es el paraíso de la literatura. 

Por este motivo, los escritores suelen ser epistemológicamente incorrectos o irresponsables. Al celebrar en 1980 el inconsciente de la parapsicología, Levrero no sería un autor desactualizado, que ignoraría las novedades del presente y que escribiría dándole la espalda a la época, es decir, al inconsciente freudo-lacaniano. Levrero es un autor inactual, que fabrica su presente con el eterno retorno de lo antiguo. De este modo, nos hace leer la intriga de las letras y los inconscientes a contratiempo, rebobinándola, haciéndonos ver la película hacia atrás: lo que viene después, está antes. Freud es un espectro prefreudiano. 

Esta inactualidad marca una diferencia, no solo con sus contemporáneos de la otra orilla, fervientemente lacanianos, sino también con los escritores de fines de siglo XIX o principio del siglo XX, que adhieren con entusiasmo al espiritismo, la metapsíquica o la teosofía, saberes y creencias en boga y afines a la época. No es el caso de Levrero, que celebra una ciencia en bancarrota. 

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