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Cuentos formidables

Leé un avance de «La vida por delante», de Magalí Etchebarne

Por Magalí Etchebarne / Jueves 04 de julio de 2024
Portada de «La vida por delante» y Magalí Etchebarne (foto: Isabel Wagemann).

«De las autoras más auténticas que he leído. No hay postura ni solemnidad en su escritura. Encuentra humor en la tragedia y sabe de la tristeza con rabia y ternura» dijo Mariana Enríquez sobre Magalí Etchebarne, autora de este premiado libro de cuentos. Leé el avance de La vida por delante (Páginas de Espuma, 2023) y vení a la presentación el próximo lunes 8 en nuestra casa.  

|Piedras que usan las mujeres| 

Ellas decían que estaba de moda, que salir con mujeres mucho más jóvenes era lo que ellos hacían para reciclarse. Aunque si uno mira atrás, al fondo total de la historia, se podría decir que el mundo empezó así. Unos hombres raptan a unas niñas y las hacen suyas. Después viene el resto, el amor por insistencia, la traición para escapar, la venganza prima hermana de la humillación, y todas esas guerras lloronas. Sin embargo, mi mamá y sus amigas decían que era nuevo. Cada vez que alguna pareja del grupo que formaban ellas y sus maridos se separaba –una trenza cosida de amigos entre sí–, al poco tiempo, él aparecía con una chica veinte años más joven. 

Jorge, el mejor amigo de papá, había conocido a Andrea porque era su alumna y en cuanto se separó de Gaby lo primero que hizo fue traerla a mi cumpleaños. Mamá se quedó toda la tarde contra la mesada de la cocina fumando. Acariciaba el mármol con teatralidad.

Jorge nos presentó a Andrea, que podría haber sido su hija, y papá se refirió a ella por el apellido. Con esa distancia y ese falso exceso de respeto, que disimula mal el coqueteo. 

–Señorita Galván, ¿una copa? –dijo papá. Y mamá dejó caer las cenizas en el piso. En el piso que ella misma había estado limpiando toda la mañana. 

Algunas aparecieron los viernes en el club. Chicas preciosas de labios gruesos, rodillas huesudas y tobillitos de muñeca, remeras sin hombros y pantalones tiro bajo. Ellos jugaban al póker o al truco, y mamá y las otras esposas que quedaban se agruparon en una esquina como excombatientes: la tía Nely, Bochi, Gaby y mamá; tomaban vino y jugaban a la canasta, miraban a las novias de turno con sonrisas de rouge y paciencia, Virginia Slims volátiles entre los dedos. 

La tía Nely dijo que una pareja en su esplendor y una persona joven y linda se parecen. Si uno mira bien, puede adivinar por dónde van a empezar a pudrirse. Y cuando alguien decía algo sobre la diferencia de edad, se hacía en broma y ellos, borrachos, repetían chistes de almanaques. 

–¡Un hombre tiene la edad de la mujer que ama! Mamá decía que eso era más cierto de lo que ellos pensaban, pero no de la forma luminosa y vivaracha con la que tenían fantasías, porque la juventud podía estar llena de estupidez, del tipo que parece una gracia pasajera, pero que a veces se enquista. 

Desde ese tobogán aceitoso que es la entrada al sueño, yo no podía evitar espiar y escucharlas. Me pesaban los párpados, pero resistía. Me acostaban en una cama hecha con dos sillas juntas y alguna cartera de almohada. El humo de sus cigarrillos, las carcajadas, los choques de las copas y mis pies fríos, el eco de las voces como si estuvieran debajo del agua todavía me rebotan en el cuerpo si me concentro. Decían que ellas prestaban atención a los detalles. Habían estudiado su propio cuerpo como un forense y podían diseccionarlas con la misma severidad. Cualquier mujer está entrenada para descuartizarse: las comisuras de los labios, la piel abajo de los brazos, las manchas que no se van más, el cuello de reptil, los ojos hundidos. –La vejez no empieza a los costados de los ojos como dicen las publicidades de cremas, es mucho más estruendosa –dijo Gaby–. La cara se ensancha, los ojos se entristecen, los labios se afinan, se nota el cansancio, ¡el cansancio! –Tengo cincuenta y seis años, me sacaron dos tumores, la rodilla me falla –decía la tía Nely. 

Gaby no escuchaba de un oído, Bochi tenía un zumbido constante desde hacía tres años. 

–Díganme que se me va a ir, ¡díganme que es psicosomático! 

Habían parido, habían enterrado a sus padres y habían hecho la comida todos los días dos veces por día, habían criado y no habían dormido, habían perdido turnos y dinero, rechazado viajes y ascensos, después habían visto a sus hijos alejarse para hacer sus propias vidas. Y hasta habían puesto el lavarropas para que sus maridos se llevaran la ropa limpia cuando se divorciaban. Solo querían volver a casa al final de esas noches en el club, acostarse, encender el televisor y odiar. Odiarlas en silencio, con amargura, un verdadero placer. Maldecirlas, e imaginarlas envejeciendo, a ellas y a ellos, culos caídos, huevos flácidos, la piel derritiéndose. Odiar. Odiar hasta la arcada. La oscuridad que ellos les reprochaban en las discusiones era esto, la maldad que producía esa lucidez espantosa a la que podían escalar en soledad. 

Una noche, Andrea, la nueva novia de Jorge, llegó al club con una amiga que tocaba la guitarra. Jorge las arengó para que tocaran, pero enseguida se distrajo con los demás. Ellos siguieron jugando a las cartas y hablando fuerte, por encima de la mesa redonda forrada en pana verde. Mamá y las demás hicieron medio círculo alrededor de Andreita y su amiga, cruzaron las piernas de nylon negro y dijeron a ver, toquen algo. 

Andreita tenía una voz hipnótica, rotunda, llena de aspereza. Mientras cantaba se enroscó el pelo en un dedo y miraba un punto perdido en el techo. Hizo su propia versión de una canción de Nina Simone, me contó mamá al día siguiente, una versión en español bastante irreconocible pero conmovedora, con una letra que parecía ser un recuerdo propio o una premonición: mañana será mi turno, es demasiado tarde para arrepentirse, lo que fue no existe más. 

–Lo que me faltaba –dijo Gaby cuando fueron al baño–, encima de linda, con talento y trágica. 

Desde la cama, puede mirar por la ventana. 

–La gente sigue metida en el mar –me dice. 

Pero la ventana da a nuestra calle, adoquines, dos plátanos altos en la vereda, la casa de enfrente con su Santa Rita blanca en el patio de adelante. Hay días que no me reconoce para nada, me mira con desprecio como si fuese una extraña que se metió entre sus cosas, aunque la mayor parte del tiempo dice que soy la tía Nely, su hermana, que murió hace años. 

–¿Te acordás del muñeco de paja que prendían fuego en la esquina? 

Me habla como si estuviéramos ahí. 

–Mirá, Victorio se apoderó de la fogata y él decide lo que se puede poner y lo que no, qué tipo mandón. Ahí vienen los chicos de la otra cuadra con ramas. 

Vivimos entre esos dos tiempos, el de su infancia, que va y viene según las horas del día y en el que soy su hermana –una calle de tierra que se ilumina por el fuego de un muñeco hecho de ramas y pedazos de madera que aportan los vecinos–; y el presente, este tiempo plástico, en el que las personas hablan rápido y la tarde no existe, días y semanas con las costuras a la vista en las que soy su hija. 

Duermo en la habitación pegada a la suya, Esther duerme en otra y me ayuda a levantarla, sentarla, darle de comer. Con ella habla como si fuera una vecina que le cae bien, se enoja menos que conmigo. Sé que entiende que Esther cobra un sueldo. 

–No tenemos tanta confianza para que me hables así –me dice cuando le pido que por favor colabore para ayudarla a levantarse. 

A veces pienso que una anciana vino y ocupó su lugar. Aunque, ¿el lugar de quién? ¿Aquella que fue era más ella? ¿Y si esta mujer medio tirana estaba dentro suyo esperando para nacer? Hoy cumple ochenta años. 

Mi amigo Agus me dijo que con lo lindo que está el día le hagamos algo en el jardín, un té con amigas. Pero no le quedan amigas que puedan venir. Bochi ya no camina y está en un hogar, la tía Nely y Gaby ya no están. Así que seremos ella, Esther, Agus y yo. 

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La vida por delante se presenta el próximo lunes 8 de julio en nuestra casa. Más información acá


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