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Leé un fragmento de «Construcción de la mentira», de Gonzalo Heredia (Argentina)

Por Gonzalo Heredia / Jueves 25 de octubre de 2018

Compartimos un fragmento de Construcción de la mentira, la primera novela del actor argentino Gonzalo Heredia, publicada este año por Alto Pogo.

Gonzalo Heredia nació en Munro, Buenos Aires, en 1982. Estudió Teatro en Comunicato, La Barraca y en la Escuela de Teatro de Buenos Aires. Trabaja como actor en televisión, cine y teatro. Hizo un taller individual y clínica narrativa con Virginia Cosin, y la carrera de narrativa en Casa de Letras. Actualmente, participa en el programa radial Notas al pie, en FM Cultura y es columnista de Días como estos, en radio Metro. Construcción de la mentira es su primera novela.


Entonces apoya la espalda en la columna del living y se deja caer hasta quedar de cuclillas en el piso. No hay ninguna luz en la casa. Del farol de la vereda, llega ese naranja débil, pálido, que se filtra por el vidrio de la puerta de entrada. En la oscuridad la distingo: su boca tiembla y contrae los músculos de la garganta. Seca su mejilla húmeda, se muerde el labio inflamado y esconde la cara. En su antebrazo, las tres estrellitas tatuadas, en línea de menor a mayor, la última con mi nombre en cursiva. Estoy parado en el tercer escalón. La miro. Se acurruca, entrelaza los dedos sobre las rodillas y se cierra como un capullo. Me siento y suspiro, me froto la cara con las manos, quiero arrancar la máscara de látex que no me deja respirar. Descubro que soy de otra especie. El nene dibuja en la mesa ratona frente al hogar. Hay un silencio áspero. Pienso si habrán escuchado los de al lado. Ayer fuimos a festejar el cumpleaños de la vecina: luces de colores, servicio de catering, barra libre. Nos recibieron parados en la puerta, una imagen perfecta: el tipo alto, pelo castaño corto, raya al costado, suéter gris y rosa anudado sobre los hombros; la mujer con pelo rubio recogido y patas de gallo. Bienvenidos, siéntanse como en su casa. Siempre que entro a un lugar que no conozco, hago lo mismo: armo escenas de los anfitriones y juego con su casa de muñecas. Me deslizo por los escalones y arrastro el cuerpo hasta el ovillo que se hizo de ella. Quiero envolverla con un abrazo, protegernos de las esquirlas que todavía vuelan por el aire. Me siento desamparado acá afuera. Esparzo con los dedos las lágrimas que caen debajo de ella. Las quiero borrar. El nene termina de dibujar, camina hacia mí, me deja un papel sobre la pierna y se tira en el sillón boca abajo. También esconde la cara. Ninguno de los dos me mira ahora. En la hoja hay un cuerpo de palitos sin cabeza, con puños como bolas de estambre y múltiples caras de renacuajos. Doblo la hoja en cuatro y cruje como si se partiera una galletita. Cual seré yo de todos estos, pienso.

Acelero el Mercedes por la calle de tierra paralela al estudio de grabación en Don Torcuato. Los pozos sacuden el auto. Freno en el último portón, donde entran los actores protagónicos y los productores ejecutivos. El tipo de la garita se asoma. Bajo el vidrio y lo saludo sin sacarme los anteojos oscuros. Me reconoce. Camina hacia mí con el manojo de llaves en la mano, encorvado como un camello. Abre el candado. Bajo la ventanilla del todo y le pregunto por su familia, se sacude las migas del pulóver negro apelotonado y dice: bien. Le pregunto por mi lugar en el garaje y no sabe, a él no le dijeron nada, nada le dijeron a él. Se pone nervioso, abre las manos, encoge los hombros y se le enrojece el cuello. Levanto el pulgar, le sonrío y acelero. Lo pongo de culata en el medio, donde está la única sombra del único árbol.

Una mesa larga con tazas de café y botellas de agua. Frente a mí, el director de piso; a mi izquierda, el productor ejecutivo; y a mi derecha mis compañeras actrices: Natalia Antinori y una pendeja que no tengo idea de quién es. Se llama Romina Bono. A Natalia la conozco, trabajamos hace algunos años, yo arrancaba en este canal y ella ya era una figura conocida. Hicimos una telenovela en la que por diez capítulos los autores decidieron que mi personaje formara un triángulo y se metiera en la historia de amor que ella contaba con un actor maduro. El galán maduro vio que mi personaje crecía y me encerró en su camarín para sugerirme que ocupara el lugar que me correspondía. A partir de ese momento, mi personaje se convirtió en un extra. Ella nunca intercedió. No me hablaba mucho, mantenía distancia con los actores de segunda y tercera línea. Una día llegué a maquillaje y le propuse al peluquero que mi personaje llevara el pelo atado, agarré una gomita y le mostré cómo; a ella la maquillaban en el sillón de protagonistas y frunció la nariz cuando me vio, reprobando. Fue el único diálogo que tuvimos fuera del set. También me acuerdo de que en la fiesta de fin de grabación me acerqué y, mirándola a los ojos, intenté seducirla: debe ser fácil enamorarse de vos. No sé por qué le dije eso. Ella sonrió, dio media vuelta y se fue. Ahora que lo pienso la frase estaba incompleta. No habría cambiado nada. Después de eso, no nos volvimos a cruzar hasta hoy. Tiene su teléfono en la mano, lo gira y desliza el dedo sobre la pantalla. Escribe. Sacude la cabeza y corre su pelo lacio de costado. Antes lo tenía mucho más corto, por debajo de las orejas, y los ángulos de la cara redondeados. Ahora el pelo le llega a la mitad de la espalda, es color chocolate y le enmarca los pómulos. ¿Se operó, se puso bótox? No creo. El pantalón holgado y la remera blanca la hacen más flaca de como la recuerdo. Capaz que no le gusta estar ajustada en la vida real, sino solo cuando tiene una cámara adelante. Se apoya el celular en la oreja, me mira y levanta las cejas delineadas, buscando un cómplice en la mesa. Sonrío. El director de piso sigue hablando del roce de las manos, de la agitación, de trabajar la respiración y el susurro en las escenas, que las miradas tienen que estar cargadas y que veamos series para inspirarnos y tomar personajes como referencia. Dice que leyendo los primeros libros se le vino a la cabeza Brick y me señala. ¿Lo tenés? Todos giran y me siento en uno de esos programas de preguntas y respuestas. Digo que creo que sí. Tennessee Williams, La gata sobre el tejado de zinc caliente, dice. ¿Habrá sido evidente la mentira? Asiento con la cabeza, callado. Lo dejo hablar, escucho todo lo que tiene para decirme. Me pide que me fije ahí porque le parece un buen punto de partida para que tenga como referencia. Ahora le habla a Romina, que se incorpora y se sienta recta, exageradamente recta, como posando para una foto. Arquea la columna y se estira la remera varias veces. ¿Por qué, si no le queda chica? ¿Le molesta la etiqueta? ¿Tiene un tic? Claro, no tiene corpiño y se le marcan los pezones. Estira la remera para rozárselos. Mira fijo al director, asiente y se mete el pelo detrás de la oreja. Es fino y rubio. Asoma la punta de la lengua entre sus labios y los humedece. ¿A quién quiere calentar? ¿A él o a mí? Me gustan las pecas debajo de los ojos celestes y la nariz puntiaguda. El flequillo recto y las manos y piernas cruzadas le dan un aire inocente. Quiere ocupar el menor espacio posible. La imagino torpe con su cuerpo. Espástica. Me encuentro con la mirada del director, que retoma su monólogo, después del chistecito del productor ejecutivo. Me acuerdo del cortado que pedí y lo tomo de una. Está helado y tiene gusto a cafetera de micro de larga distancia. Cómo le gusta tener la palabra y no soltarla. Lo imagino en un jacuzzi rodeado de pendejas, dando cátedra sobre actuación frente a cámara. Genio. Dice que no hay que juzgar este género del culebrón, que hay que ir al hueso, a fondo, acentúa lo que dice como rebanando una horma de queso con el canto de la mano. Dice que tenemos que copiar lo que hacen en las telenovelas de Caracol, Televisa u O Globo.

Manejo hasta el atelier de una vestuarista en Belgrano. Tengo que probarme un traje. Be me manda un mensaje preguntando si ya me fui para capital. Le digo que sí, me pregunta por qué tan temprano y por qué no pasé un rato por casa antes. Me siento en falta. Le mando un mensaje de voz en tono neutro: ¿No habíamos quedado en encontrarnos en lo de tu amigo estilista y de ahí nos íbamos al evento? No lo escucha y no contesta. No está más en línea. La llamo y atiende el nene. Me cuenta que estuvo en la casa de la abuela, que bailó un montón, que la abuela le dio muchos caramelos, que bla bla. Le pregunto si se los comió todos y me dice que no. Es obvio que me miente. ¿Se la dejo pasar? ¿Cómo será su cara de mentiroso? Sonrío imaginándomela. ¿O le digo que a papá no tiene que mentirle? ¿Es malo mentir? Que le mienta a quién quiera, pero a papá no. Sí, que se esfuerce por mejorar. Se corta. Vuelvo a llamar, pero no atiende nadie.

Con las rodillas apoyadas sobre el parqué, la asistente de la vestuarista enhebra alfileres en la botamanga del pantalón negro que me estoy probando. Se le levanta la remera y veo la línea de pelusa que le nace entre la cintura y el borde de la bombacha blanca. Tiene el elástico gastado. Los hilos empiezan a desprenderse. Son lindas las bombachas de tela. Me calientan. Ella no tiene gracia, pobrecita, es fea, el culo es cuadrado, los hombros son gruesos, el cuello es ancho, tiene granos en la cara. Y también imagino que debe ser bien peluda, pobre mamita. Pero que esté arrodillada a mis pies con una bombacha de tela rasgada, un poco percudida, húmeda capaz, me erotiza. Andate y dejame la bombacha, le diría. El atelier de la vestuarista es un departamento triste de dos ambientes con kitchenette. Por toda la habitación hay percheros de pie, cajas de distintos tamaños, cobertores y bolsas de varios colores. Por la puerta entreabierta la veo en el living, sentada en el sillón con las piernas cruzadas. Genia. Hay papeles y revistas de moda desparramados sobre la mesa. Le dice a alguien por el celular que ella no se peleó con nadie y que lo conoce bien a ese mosquito muerto, que se muere por pertenecer y estar en el vip del vip, le encanta ser amigo de los famosos y tener una vida de canjes. Manda un besito y corta. Aparece y pregunta: ¿Cómo fue? Señala el ruedo. La asistente con cara de Pamela gira la cabeza, tiene alfileres en la boca, despega apenas los labios y contesta: Todo bien por acá, marcando el pantalón, es un poquito más bajo que Julián. Está en cuatro patas con la cara roja y la frente brillante. La vestuarista me mira, sonríe y me abrocha los últimos dos botones de la camisa blanca. Me pregunta si lo conozco y le pregunto: ¿Qué Julián? López, me dice. Me hago el boludo y le pregunto si se dio cuenta de que estoy más flaco y le digo que estoy entrenando durísimo, pregunta por la última vez que nos vimos y se contesta: Los Martín Fierro, y se queda callada. Sé que está pensando que lo perdí. Le hubiera encantado que lo ganara, así se lucía su outfit en las tapas de todas las revistas, pienso. Me dice que se acuerda que estaba divino, súper guapo, elegante y fino, como ahora. Un bombón. Tiene la sonrisa tatuada en los labios. Cuando termina de alisar la camisa y acomodar el cinturón, me pide que nos saquemos una foto para Instagram. Pamela termina de poner los alfileres, se levanta y se sube el jean por la cintura. La vestuarista, sin mirarla, le pide que le traiga el moño y el saco. Cuando se los alcanza, la vestuarista la mira fijo por primera vez: ¿Uno nada más? Pame se queda pestañeando en silencio con el moño en el aire. Está despeinada, pero recuperó el color de la cara. Dios, la bombacha debe estar empapada. Me miro los pies descalzos. No me corté las uñas. Si se dan cuenta van a decir que soy un sucio. ¿No hay opción?, le dice, okey, dejá. La vestuarista me levanta el cuello de la camisa, pasa sus manos por detrás y me pone el moño por delante. Quedo enfrentado al espejo. Pamela se da vuelta, empieza a abollar las bolsas y a ponerlas una dentro de otra. Ahora la vestuarista le pide el saco. Seguro que cuando me vaya le va a decir de todo. Pamela lo descuelga de una de las perchas, lo saca del forro de plástico y se lo pasa. Se seca la frente con el dorso de la mano. Le sonrío, para que sepa que soy su aliado y diga por ahí que soy divino. Me dan ganas de olerla. Las dos, con caritas felices, me miran mientras lo pruebo. La vestuarista da un paso para atrás. Estás hermoso, dice.

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