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Difusión

Leé un fragmento de «Cuentos de disparate y terror» de Virginia Mórtola.

Por Escaramuza / Martes 02 de abril de 2019
«Cuentos de disparate y terror» de Virginia Mórtola (Fin de Siglo, 2019)

Compartimos el cuento «Misteriosas burbujas» de la escritora Virginia Mórtola. Está recogido en el libro Cuentos de disparate y terror junto a otras seis historias publicadas por la editorial Fin de Siglo. Terror, disparate, absurdo, ternura, amistad y muchos secretos en 144 páginas que encontrarás próximamente en Escaramuza. 

Virginia Mórtola es psicoanalista, tallerista de expresión plástica con un máster en Libros y Literatura infantil y juvenil por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es docente de Literatura infantil en la Universidad Católica, trabaja con niños y niñas desde el 2004 y coordina talleres de expresión escrita desde el 2014. Participa como columnista de Literatura infantil en No Toquen Nada, emisora del Sol. Ha publicado cuentos en diversas antologías y, en el 2018, publicó su primera novela: La ventana de papel (Fin de Siglo).


«Misteriosas burbujas»

Desde hace cuatro días me pasa algo raro. Muy raro. Es un secreto, pero no voy a poder disimularlo por mucho tiempo. Ojalá alguien me lea algún día, sería buenísimo que este intento funcionara. Voy a imaginarme que me van a leer y eso está pasando justo ahora. Si escribo «garrapata», ustedes leen «garrapata» ¡dos veces! Me impresiona un poco que pueden saber de mí sin que los conozca; pero así son las cosas en los libros. Igual me da mucho alivio compartir mi secreto con otros niños que no son mis compañeros de clase. Y probar si este plan me mejora.

Como les decía, la primera burbuja apareció hace cuatro días: el domingo. Había terminado de comer los canelones de mi abuela Mirta, que son los más ricos del universo, cuando Miyirila, mi gata, se enroscó en mi cuello. En ese momento bostecé y de mi boca salió una pequeña burbuja redonda y brillante. Seguí su recorrido. La vi atravesar el marco de la ventana, el sol la iluminó y se formó un arcoíris en uno de sus bordes. «¿Mi abuela le habría puesto jabón a la limonada?, ¿se le habrá caído detergente a la mezcla de las filloas?», pensé. Miyirila saltó y la hizo explotar con una garrita. No salpicó ni dejó ningún rastro de agua como dejan las burbujas de los burbujeros. En ese momento mi madre me llamó y me olvidé del asunto. Pero, después lo supe, ese solo era el principio.

Creo que contarles me está haciendo bien.

El lunes tenía que llevar semillas a la escuela para hacer un germinador. Papá me ayudó a poner un montón de lentejas en una bolsita. Paty, mi maestra, trajo un paquete enorme de algodón y lo repartió. Lo pusimos en tapitas, arriba cada uno colocó sus semillas y luego las regamos. Yo quería que empezara a crecer en ese mismo momento y me quedé mirando las lentejas con fuerza como si las regara con vitaminas desde mis ojos. Pero, obviamente, no pasó nada. No sé si ustedes habrán hecho un germinador alguna vez, si lo hicieron ya sabrán que demora días en aparecer el primer brotecito verde.

Después del recreo, tuvimos que hacer multiplicaciones. A mí no me gustan las cuentas. Me encantan los cuentos, pero las cuentas me dan sueño. «Siete por dos», pensé con pereza. Y ahí, en ese mismo momento, bostecé y dos burbujas salieron flotando de mi boca. Las espanté como si fueran moscas y me fijé, rapidísimo, si alguien me miraba. Todos estaban concentrados en sus cuadernos. Me asustó que volvieran. Que aparecieran la primera vez podía haber sido una excepción, pero dos veces... Lucrecia se dio cuenta de que me pasaba algo y quiso saber. Le dije que no me acordaba cuánto era siete por dos, pero no me creyó. Ella es muy inteligente, no me refiero la inteligencia que se necesita para la escuela: es inteligente para darse cuenta de las cosas que le pasan a las personas. Me miró con los ojos entrecerrados y sacudió el dedo diciendo que ya iba a tener que contarle. Ese día zafé.

Cuando me fui a lavar los dientes, antes de acostarme, hice fuerza frente al espejo para que me saliera una burbuja. Practiqué un rato sin suerte. Ni una burbuja de pasta de dientes. Esa noche mi papá me leyó un cuento sobre una niña llamada Lavinia que tenía un anillo que transformaba todo lo que miraba en caca. En mi cuarto tengo dos bibliotecas, una con todos los libros que leí y otra con algunos de los que quiero leer. Cada vez que termino uno y pasa para la «bliblioteca de los leídos», mi abuela me regala otro que espera en la «biblioteca de los sin leer». Las historias son lo que más me gusta después del helado de dulce de leche. Por eso les estoy escribiendo, es un experimento de salvación, pero no me quiero adelantar. Esa noche, Miyirila se acomodó en mi panza y, por suerte, me dormí sin bostezar.

La mañana del martes desperté con un grito de mamá que me llamaba desde la cocina a desayunar. Me levanté y caminé sin ganas. Miyirila, que dormía a mis pies, me siguió. Mamá me rascó la cabeza cuando me dijo buen día y ahí levanté los brazos para desperezarme y… ¿ya saben lo que pasó? Así fue, bostecé y me salió una burbuja más grande que todas las anteriores. Mamá no la vio porque justo se había dado vuelta para traerme las tostadas. En ese momento confirmé que salían de mis bostezos y pensé mi primer plan para combatirlas: no bostezar. Pero no fue tan fácil, porque yo no controlo los bostezos, me vienen. Dicen que son contagiosos. Una vez, cuando no tenía burbujas, vi a Juli bostezar en clase y me salió un bostezo, después me vio Felipe y bostezó, después Morena y Lucrecia y Tito; hasta la maestra abrió la boca como un gorila.

La cosa es que esa misma tarde papá me llevó con él. Tenía que visitar a unos clientes y no podían dejarme solo. Estacionó frente a una casa muy grande que tenía una fuente y estatuas de cisne en el jardín. Le pedí que me dejara quedarme en el auto y me prestó su celular. Busqué «los diez animales más extraños del mundo», porque Tito me había contado que había visto una serpiente de dos cabezas y un pez transparente. Encontré el video, pero me pareció medio divague. Al ratito, el sonido del agua que caía en la fuente como si fueran campanitas me hipnotizó. Dejé el celu en mis rodillas, apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Soñé que volaba. Iba rodeado de babosas voladoras. El paseo estaba buenísimo hasta que apareció una cabra junto a un enorme ejército de patos que al verme atacaron con burbujas de hielo y fuego. Cuando las burbujas explotaban sonaban tan fuerte que aturdían. Ahí me desperté. Contra mi ventana un perro petiso y colmilludo ladraba descontrolado. Mucho más que el animal enfurecido me asustó ver el techo del auto tapizado de burbujas flotando como globos con helio. Las espanté con las manos por la ventana del lado del conductor. Algunas reventaron, otras volaron y se perdieron entre los árboles. Papá salió de la casa cuando escuchó los ladridos. Alguien gritó: «quieto Toro» y el perro salió moviendo la cola hacia la voz que lo nombraba. Papá se acercó, me preguntó si todo estaba bien y me avisó que ya terminaba. Le dije que sí con una sonrisa, para que se fuera rápido y no descubriera una burbuja rebelde que se había quedado en el techo.

El miércoles, después de la escuela, Lucrecia arregló con mi madre para venir a merendar a casa. A mí me encantó que quisiera venir a verme, aunque era obvio que planeó la visita para interrogarme. Mamá compró unos bizcochos de apuro. A Lucrecia y a mí nos encantan las margaritas. Dejamos todas sin crema. Jugamos a hacernos lentes y mirarnos por los agujeros, hasta que mi madre nos rezongó. Y ahí fuimos a mi cuarto.

Ahora voy a tratar de escribir la conversación que tuvimos.

—Dale, decime qué te pasa, Mateo —me pidió Lucrecia.

—No me pasa nada —dije.

—¿Soy o no soy tu amiga? —insistió.

Y claro que es mi amiga y que me gusta contarle mis cosas, pero esto era diferente. Cuando cumplimos cinco hicimos un pacto de amigos y nos prometimos contarnos todo, pero en ese momento no tenía ni idea de que a los ocho me iban a salir burbujas de los bostezos. Lucrecia miraba mi cara como si fuera un mapa.

—¿No confiás en mí?

Con esa pregunta me mató.

—Prometeme que no le vas a contar a nadie. Ni a Tito —le pedí.

Lucrecia se quedó muda.

—Si no me prometés no te puedo contar.

—Mateo, te prometo que no le cuento a nadie. Pero Tito es alguien y seguro se me escapa.

Lucrecia es muy sincera y sé muy bien que entre ella y Tito no hay secretos. Le estaba pidiendo algo imposible, casi tan imposible como pedirme a mí que no se me escaparan las burbujas.

—Entre tres puede ser más fácil resolverlo —me dijo y sonrió con brillito en los ojos.

Ahora sé que fue una buena idea contarle.

—Cuando bostezo me salen burbujas de la boca. —Lo dije rápido y apretando los ojos.

—¿En serio? ¡Qué bueno! ¿Cómo hacés? Enseñame, yo también quiero hacer burbujas —dijo alegre como si lo que me pasara fuera de lo más divertido de las galaxias.

—Vos estás loca, definitivamente loca.

—¿No te gusta?

—Es de anormal.

Lucrecia me contó que un día Tito se despertó con los ojos pegados. Conjuntivitis tenía. Ella lo había visto. Los ojos estaban cubiertos de una sustancia viscosa que terminaba en finos hilitos como de telarañas. Parece que crecían en la noche. Lucrecia tuvo un miedo terrible de que se expandieran como enredaderas y lo cubrieran como una momia. Una momia de telarañas que nacían de los ojos. Pero nada de eso sucedió. Le pusieron gotas en los ojos y todo desapareció. Así de fácil y aburrido. Me dijo que si ella bostezara burbujas intentaría perfeccionarlas. A mí no me pareció divertido. Ustedes ya lo saben, porque a esta altura creo que me conocen un poco.

—¡Quiero que se vayan! ¿Qué va a pasar cuando acompañe a mis padres a una de esas reuniones aburridas? Burbujas. ¿Y cuando Paty ponga multiplicaciones? Burbujas. ¿Y cuando me quede a dormir en lo de un amigo o, peor, cuando vayamos al campamento? Burbujas. Hasta cuando Miyirila se enrosque en mi cuello: burbujas, burbujas y más burbujas. ¿Entendés lo que te digo? ¡Me salen burbujas cuando bostezo! –dije al borde del llanto.

Me miró seria y me abrazó fuerte.

Les digo una cosa: es buenísimo tener una amiga que abraza cuando uno lo necesita. Y les digo otra: me parece que los diálogos me están quedando igualitos a como fue en la realidad.

—Mientras pensamos un plan, tenés que llevar un burbujero en el bolsillo, siempre. Y si te da un bostezo con burbujas lo sacás para disimular. No creo que existan unas gotitas antiburbujas, como las de la conjuntivitis, pero algo vamos a encontrar.

Estuvimos pensando y pensando planes antiburbujas todo el rato que Lucrecia estuvo en mi casa. En un momento ella quiso que me diera sueño para ver mis burbujas y se puso a cantarme canciones – ella canta precioso— y a hacerme cosquillas en la cabeza, que me encantaron, pero no me dieron ni un poquito de sueño. Hasta que me preguntó si me acordaba qué nos habían mandado de deberes y en ese preciso instante, sin darme cuanta, le dije un noooooo con tantas o que me salió un trencito de burbujas tan largo como todas las oooooo que había pronunciado. Reventé las tres primeras y Lucrecia me frenó.

—¡No las mates! —me pidió y salió corriendo a la cocina a buscar un frasco para cazarlas.

Las burbujas flotaron en mi cuarto hasta que volvió. Una explotó en el borde de vidrio y las otras dos entraron. Lucrecia cerró la tapa y miró las burbujas suspendidas en el centro del frasco.

—¿Me las regalás?

La miré con los ojos tan redondos como esas dos burbujas.

—Por favor, por favor, por favor, por favor.

A veces, Lucrecia tiene gustos extraños.

—Son preciosas, Mateo —me dijo—. A mí me encantaría tener un superpoder como vos. En mi cumpleaños dormiría tremenda siesta antes de la fiesta así se llena la casa de burbujas. ¿Te imaginás?

Yo no me imaginaba nada de eso. Y no quería que mis burbujas anduvieran sueltas por ahí, pero es muy difícil para mí decirle que no a Lucrecia y, además, tuvo una idea que podría funcionar. Y se las regalé. Se le ocurrió este plan. Y creo que funciona. Les dije que era inteligente. Ella pensó que si las burbujas salían de los bostezos y los bostezos venían con el sueño, solo tenía que hacer algo que me gustara mucho para despabilarme. Primero pensé en tomar helado de dulce de leche, pero me dijo que no iba a ser tan fácil encontrar helados cuando sintiera sueño. Y ahí pensé en leer o escribir. Y quedamos en que, además del burbujero, tenía que llevar un libro, un lápiz y un cuaderno cada vez que saliera. Por eso escribo ahora, para despabilarme. Y está funcionando. No quiero que mi madre encuentre burbujas cuando venga a desearme las buenas noches.

Ya no se me ocurre qué más escribir así que voy a leer esto desde principio:

«Desde hace cuatro días me pasa algo raro. Muy raro. Es un secreto, pero pienso que no voy a poder disimularlo por mucho tiempo. Ojalá haya alguien leyéndome, sería buenísimo que este intento funcionara».

«Cuentos de disparate y terror», de Virginia Mórtola (Fin de Siglo, 2019)

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