Difusión
Leé un fragmento de «Inteligencia del sueño», de Anne Dufourmantelle
Por Escaramuza / Martes 19 de octubre de 2021
«El sueño», de Franz Marc (1912)
¿Qué puede decirse de los sueños hoy? Compartimos algunas páginas de Inteligencia del sueño, de Anne Dufourmantelle: un recorrido histórico-filosófico sobre los sueños, «mediadores» que abren una ventana a la noche, a lo que viene de otro otro lugar, pero está ya en nosotros, y revelan una potencial inteligencia creadora.
Anne Dufourmantelle
(París, 1964 - Ramatuelle, 2017) fue una psicoanalista y filósofa francesa. Se
doctoró en Filosofía en la Universidad de la Sorbonne y fue diplomada por Brown
University en EE.UU. Practicó el psicoanálisis, siendo miembro de Le Cercle
Freudien en París y la asociación Après-Coup en Nueva York, estando cercana a
la escuela inglesa de psicoanálisis en Londres. Dictó clases regularmente en la
Escuela Nacional Superior de Arquitectura de París-La Villette y en la European
Graduate School (EGS). Publicó numerosos libros: ensayos, conversaciones con
otros pensadores, relatos clínicos, novelas. Nocturna Editora ha publicado y
traducido, hasta el momento, tres de sus obras: En caso de amor. Psicopatología de la vida amorosa (2018), Elogio del riesgo (2019) e Inteligencia del sueño (2020).
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En presencia del sueño
Creemos vivir en otra parte que en nuestros sueños. Pero
hagamos la hipótesis inversa: no los dejamos jamás, nuestros sueños velan por
nosotros.
El sueño es pura inteligencia. La condición humana nos
invita a dar hospitalidad a esta nueva relación con el mundo que viene dentro
del sueño a nuestro encuentro. Nuestra tarea sería reconocer que no solo es la
cifra secreta de nuestro deseo sino que, en inteligencia con lo real, instruye
nuestro ser en la noche de nuestra sensibilidad. Lo que el sueño puede hacer es
inmenso. Reparar, rememorar, profetizar, escuchar, poner en guardia,
aterrorizar, apaciguar, revelar, liberar. Y nos permite olvidar.
El sueño es un modo singular de presencia. Eso que deposita
en nosotros seres vivos o desaparecidos, animales, objetos, luces, espacios, la
fuerza de una aparición. La pregunta es saber si podemos alojarlo, llegar a una
proximidad con el enigma onírico del mundo, si podemos admitir lo que el genio
del sueño llama: una conversión.
Corres sobre un dique.
Una inmensa ola avanza en el horizonte. La noche viene.
Tal vez soñamos con el solo fin de experimentar eso: ser un
sobreviviente.
El sueño cierra el bucle de un cierto tiempo de nuestra vida
para abrir otro. Es la seña de que alguna cosa llega. Ni solamente presagio, ni
únicamente expulsión que ha escapado a las garras de la censura, es portador de
este continuum de vida en el que es tan difícil proyectarse. Es una
representación de alguna cosa que la conciencia no puede formularse más que en
imágenes… El universo onírico es golpeado por esta extrañeza tomada del corazón
de nuestra realidad: este paisaje, esta casa, esta persona, sí los reconozco y
sin embargo su huella ya no es la misma. Se han convertido en “los negativos”
de un escenario cargado de soluciones mágicas o maléficas que el pensamiento
puede desarrollar para descubrir allí un sentido. Como para los creadores cuya
obra los precede, el sueño viene justo antes de que la transformación tenga
lugar, de que la crisálida se abra. Es el revelador, a veces dramático, a veces
maravilloso, pero a menudo inquietante, de aquello que se hace presente en
nosotros mismos.
¿No es la inteligencia del sueño la que hace parecer nuestra
vida consciente al paso del ciego en el borde del precipicio? “¿Por qué no
esperaría más de la pista del sueño cuando sí espero un grado de consciencia
cada día más elevado?”, escribe Breton en el Primer Manifiesto del surrealismo. “El sueño ¿no puede ser aplicado
también a la resolución de las cuestiones fundamentales de la vida? (…) Creo en
la futura resolución de estos dos estados, en apariencia tan contradictorios,
que son el sueño y la realidad, en una suerte de realidad absoluta, una
supra-realidad”[1].
En apariencia, sí. Dijimos que el sueño era una potencia fantasma venida a
restablecer una verdad prohibida, dijimos que venía de criptas y de tumbas, que
surgía del lugar mismo de la impotencia, del miedo, de la crueldad, de la
vergüenza. Nos hicieron creer que podríamos adivinar en su disposición nuestras
pasiones y nuestros crímenes… Le hemos dado desde siempre el crédito de una
clarividencia que podría o salvarnos —¿quién sabe?—, o perdernos. Pero ¿sabemos
en qué tiempo opera el sueño? ¿Es nuestra obra? ¿o es aquella, venida con la
noche, la de los presagios?
El sueño es un evento: tiene lugar, pero está fuera de
nuestro alcance. Habla de nosotros, pero no está autorizado por nuestra
conciencia, ni nuestra atención, ni siquiera nuestro pensamiento. El sueño
sobreviene y se difumina, nos distrae de nuestra vida despierta pero también
del dormir, de su profundidad viviente. Es esa huida, durante una noche, que
ninguna potencia en el mundo puede impedir.
Una casa de la
infancia. Descubres piezas desconocidas. En el umbral de la última está escrito
con tiza: Velero. Hay un espacio entre las sílabas.[2]
Fuera del sueño, la vida y la muerte se cerrarían de punta a
punta, sin espacio ni tiempo para decir aquello que, de manera frágil pero
insistente, habla desde donde somos, que para nosotros mismos permanece
desconocido. El sueño abre la posibilidad de una otra temporalidad, vertical, y
que sin embargo atraviesa esta vida, este tiempo. ¿Qué sería una vida que no
contuviera en ella la otra vida?
“No podemos construir nubes. Y es por eso que el futuro que
soñamos no se vuelve jamás verdadero”, escribe Wittgenstein[3].
El sueño es un futuro anterior que no consiste en predecir sino en reorganizar
eso que creemos mudo o sin posibilidad, en contar una proyección dentro de una
acción perdida. Actúa en nosotros un poco como una fuerza, que vendría a
deshacer el pasado y a permitir habitarlo de otra manera, a veces con miedo y
violencia. El sueño no dice lo que va a pasar, inaugura un camino otro. Si yo
no sueño, no tengo lugar en mí donde pueda esperarse el tiempo. El tiempo es
como la sangre del sueño.
El sueño es un desplazamiento de la temporalidad, de lo que
funda finalmente, desde Kant, los límites dentro de los cuales se piensa la
subjetividad.
Ese que te observa es
parecido a ti. No es ni hostil ni benevolente. ¿Por qué tienes miedo?
Muy tempranamente, la humanidad se pensó en sus sueños. Se
trata del lazo vital, civilizador, del relato en la constitución de una
conciencia colectiva, de una comunidad. ¿Qué contar para aceptar estar juntos?
Los sueños, precisamente. Dilucidarlos para intentar superar la división, los
diferentes apetitos. Un sueño no está
necesariamente dirigido a un solo sujeto. Tiene la fuerza de poder ser
compartido; otros, distintos de mí, pudieron soñarlo. Los objetos del sueño no
parecen jamás pertenecernos, nuestra identidad no está asegurada... El tema del
doble, que la literatura y el cine han abordado de forma tan precisa, proviene,
sin duda, del desdoblamiento originario del sujeto cuando sueña. El sueño reúne
en el espanto, la fascinación. También tenemos a veces los mismos miedos…
Soñamos los comienzos, las realizaciones. La pobreza de nuestras ensoñaciones
también dice dónde estamos…
Algunas civilizaciones hoy desaparecidas han hecho alianza
con el sueño, eso supone no temerle a la muerte ni a la infancia. Los libros de
sabiduría del Alto-Egipto, de Mesopotamia, de la antigua China, de los pueblos
precolombinos, de los Vedas indios, de los escritos bíblicos, como ahora las
visiones de los aborígenes, de los pueblos de Melanesia, de la Amazonia, han
hecho del sueño la cuna en la que reposa el mundo. Aquellos que llamamos
chamanes han conservado con el territorio del sueño, potencialmente infinito en
su despliegue de sentidos, de imágenes, de percepciones, una proximidad que, en
nuestras latitudes, hemos perdido. Lo propio del chamanismo es convocar a
supuestos interlocutores que no pueden hablarnos: objetos, difuntos, potencias,
símbolos, animales.
Un caballo está
hundido en la nieve hasta su cruz[4].
La nieve lo detiene, no puede avanzar más. La sensación de su mirada te
despierta. Tu padre murió en Roma al final de la guerra, te dijeron que no
murió de fuego enemigo, sino que fue aplastado bajo el peso de su caballo. Tú
llevas su nombre.
¿Qué hay del animal que sueña, del árbol que sueña, de la
piedra que sueña? Derrida, en uno de sus últimos seminarios, se preguntaba por
la mirada del animal. ¿La filosofía, y afortiori
el psicoanálisis, acaso jamás se han interesado en el sueño del animal? : el
animal se infunde en nosotros y nosotros no queremos saber nada de él. La
comarca del sueño no le es ciertamente desconocida, únicamente él guarda dentro
de sí el misterio de su lenguaje. No puede contar sus sueños. El animal, ese
soñador infinitivo, es nuestro enigma… Y nosotros, ¿quién dirá nuestra
condición de animal soñador? Como si ser un ser parlante, fuera necesariamente
ser convocado a decirnos sueños…
Al inicio, el sueño fue relacionado con el don de la profecía.
Era un presagio divino o diabólico, un mensaje, en todo caso. Asociado a las
reminiscencias e imágenes estelares, a las huellas descifradas en la arena, a
los vuelos de las aves migratorias, al camino de la luz, a las entrañas de los
animales ofrecidos en sacrificio, el sueño era la matriz del dios o de la
naturaleza. Había que extraerlo por la palabra, escucharlo, compartirlo, para
dilucidarlo y liberarlo al soñador de la carga que representaba. En un sentido,
el sueño es contiguo al pasaje al acto, está destinado a sacar a la luz el
trauma… Al igual que el trauma, el sueño elabora una figura en el lugar de lo
irrepresentable; crea un guion que hace cuerpo con la verdad. Levanta el
secreto.
Una mujer está
acostada en la tierra, herida. Te pide que la cures. Sabes que si no intentas
algo, va a morir. Te dan un cuchillo, es un juguete. Algunas semanas después,
te salvas de un accidente.
Los presagios tienen una función esencial. Mantienen
separados el mundo de los vivos del de los muertos, los mundos divinos y
monstruosos. Llaman a la intercesión, al desciframiento, a la lectura. Como si
el sueño hubiera inducido, en la historia, nuestra pasión por la
interpretación. Desde Homero, ha sido objeto y vector de una tradición
hermenéutica. Porque es la presencia tangible de una alteridad radical de
nuestro ser, tan poco ligado a él, que
pudimos creer al sueño vivo, con su propia vida en nosotros, neuronal o
espectral, pero en todos los casos extraño a la conciencia.
Hay flores esparcidas
sobre el suelo. Lo cubren y la sensación es la de caminar sobre un cuerpo vivo.
Escuchas a alguien que te dice: no te muevas más o todo desaparecerá.
El sueño destila su potencia de visión entre los ramajes del
día. Podemos volver loco a alguien impidiéndole que sueñe; las cámaras de
tortura han sabido usar ese poder. Podemos también salvar nuestra vida
escuchando nuestros sueños a tiempo… Pues el sueño tiene con el tiempo una
afinidad particular. Lo deshace, dándonos acceso a una temporalidad otra. Freud
dice que el inconsciente es zeitlos,
que ignora el tiempo. No hay adecuación entre el tiempo donde rememoramos y el
sueño. El sueño es libre en relación al tiempo, así como lo es en relación al
lenguaje, al deseo, a la razón y aún a los afectos. Esta libertad es
incomparable y es vital devolverle sus títulos de nobleza. Fue necesario que el
psicoanálisis descubriera que las pulsiones (trieb) asedian el sueño. Arrancó así los sueños a las comarcas del
mito, que lo querían presagio o encantamiento, plegaria y liberación, eligiendo
leer, no el destino de un individuo o un pueblo, sino el trayecto misterioso
del deseo de un sujeto que prefiere, como sabemos, siempre ignorarlo.
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Dufourmantelle, Anne. Inteligencia
del sueño. Fantasmas, apariciones, inspiración. Traducción de Fernanda
Restivo y Karina Macció. Núria Molines. Buenos Aires: Nocturna editora, 2020,
pp. 21 a 26.
[1] André
Breton, Primer Manifiesto del Surrealismo,
1ª. edición 1924 (Éd. du Sagittaire) reeditada en Obras completas, Gallimard, 1988.
André Breton, Manifiestos
del Surrealismo, traducción, prólogo y notas de Aldo Pellegrini, Editorial
Argonauta, 2012.
[2] La
palabra “Voilier” en el original de la traducción es “velero”, pero se
descompone en “voi” (r) y “lier”, “ver” y “atar”. (N. T.)
[3] Ludwig
Wittgenstein, Remarques mélées, G. F.
[4] La
palabra francesa “garrot” significa “cruz” en zoología, referida a los
cuadrúpedos, y en esta imagen indicaría que el caballo se halla hundido hasta
el “cuello”. También la palabra se refiere a “garrote”, modo de tortura que
implicaba que el verdugo apretaba progresivamente el cuello hasta
estrangularlo. (N. de T.)
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