Difusión
Leé un fragmento de «Nunca digas tu nombre», de Federico Ivanier
Por Federico Ivanier / Viernes 31 de julio de 2020
Imagen de portada de «Nunca digas tu nombre» de Federico Ivanier, (Criatura Editora, 2020)
Estás en una ciudad desconocida esperando un tren y sin saber muy bien cuál es tu destino. Así comienza la última novela de Federico Ivanier, Nunca digas tu nombre (Criatura Editora, 2020), un relato cargado de suspenso en el que algo está a punto de ocurrir. Compartimos algunas páginas.
Federico Ivanier es novelista, guionista y docente, además de sociólogo. Publicó cerca de veinte obras para jóvenes, entre las que se destacan la saga Martina Valiente (2004, Premio Nacional de Literatura MEC, Premio Bartolomé Hidalgo), Lo que aprendí acerca de novias y fútbol (2006), Alas en los pies (2009), El bosque (2011), Tatuajes rojos (2014, Premio Bartolomé Hidalgo) y Las ventanas invisibles (2018). Como guionista, es notable su trabajo en Anina, la adaptación para cine de la novela Anina Yatay Salas, de Sergio López Suárez.
Te cuesta un poco ver el número de asiento que dice tu pasaje, el que sacaste en Francia. Sin embargo, pronto lo encontrás. El catorce. Tenés que agacharte un poco para ubicarlo. Dejás tu mochila y tu valijita arriba, en el guardabultos, y te sentás, pensando en el hambre ahí dentro tuyo, en tu estómago, agazapada como una fiera, abriéndote un vacío difícil de resolver.
Podrías haber comprado algo afuera, en la estación, no te diste cuenta, pero no hubieras solucionado el problema, no realmente. Y, la verdad, aunque el viaje lleve unas cuantas horas, te morís de pereza al pensar en bajar una vez más del tren. Solo querés tirarte arriba del asiento, escuchar música, no pensar en nada, tratar de apagar el terco dolor de cabeza que te trepa desde la nuca.
Es entonces que se te acerca la chica de lentes y cabello corto, teñido de azul. Vos no la ves, no al principio. Ya te habías acomodado en el asiento, estabas revisando una playlist que te pasó tu padre antes de irte. La primera canción es Loving cup, de The Rolling Stones que inevitablemente te hace acordar a Lucrecia. Todo te hace acordar a Lucrecia, en realidad, incluso la música que nunca escuchaste con ella, porque te gustaría escucharla juntos: así vas, imaginando recuerdos con ella.
Por todo esto no viste a la chica de lentes, por la ensoñación que envolvía tu mente y la modorra que gobernaba tu cuerpo, por ese inmenso estado de suspensión en el que te encontrás. Y de ese modo escuchás su voz, con fuerte acento francés:
—Disculpa, pero ese es nuestro asiento.
Levantás la cabeza, convencido de que esa oración fue dirigida a alguien más. Pero no, esta chica, que tendrá una edad parecida a la de Penny Lane, te mira a vos.
—No puede ser —replicás con serenidad. Sacás tu boleto de un bolsillo y chequeás el número del asiento—. Catorce —afirmás, con confianza, mostrándole el número impreso. Incluso comprobás, para tu tranquilidad, que te corresponde pasillo y es allí donde estás sentado.
—Nosotros también —responde la chica, mostrándote los números en su boleto.
—¿Están en el número correcto de vagón? —se te ocurre preguntar.
La chica francesa (asumiste que es francesa, pero podría ser de cualquier lado) se fija.
—El siete —dice ella y luego los dos, vos y ella, al unísono, levantan la vista y buscan el cartel de plástico en la parte delantera del vagón. Dice: «Coche 7». Revisás el número en tu boleto y resulta que también es el siete.
Llegás a la conclusión de que vendieron el pasaje dos veces y, como viajero poco experiente que sos, te preguntás qué deberías hacer en esa circunstancia. Te decís que lo más fácil habría sido tomar un avión, pero no, vos no querías lo más fácil, vos querías viajar en tren, ver el paisaje, alimentarte de los detalles, demorar tu llegada a Madrid, abrir este paréntesis. Un antojo estúpido que tu madre decidió satisfacer porque sabe que viajar en tren es más ecológico y, sobre todo, que desde su ida a Francia ha sido mucho menos mamá contigo que con las mellizas. Pero ahora ese antojo te trajo hasta acá y vas a tener que ingeniártelas de alguna manera, aunque no sabés cuál.
Lo que se te ocurre pensar es lo más obvio: deberían acercarse a alguien con autoridad dentro del tren para que les reasignaran asiento, pero el novio de la chica de lentes, un hippie de aspecto intelectual, con pelo y barba aparentemente descuidados pero perfectamente combinados con unas caravanas de coco, señala la fecha de los boletos. La de ellos indica nueve de enero; la tuya, diez.
—Creo que tienes mal la fecha —dice.
—¿Qué día es hoy? —Es lo que se te ocurre preguntar, sin levantar la vista de los boletos.
—Nueve —responde la chica.
—¿No es diez?
—No, es nueve, domingo nueve de enero.
Por tanto, son casi las cuatro del domingo nueve de enero y no del diez cuando llegás hasta el puesto de venta de pasajes, preguntándote qué pudo haber pasado, cómo pudo acontecer semejante confusión, pero no tenés una respuesta y, de todos modos, qué importa, el boleto dice diez de enero y hoy es nueve.
Estás frente a la ventanilla. Detrás del cristal, un gordo de barba, con el nudo de la corbata mal hecho, devora una empanada de atún que tiene junto al teclado de la computadora. El bigote es tan largo que le oculta los labios, por lo que parece que la empanada se hunde en un agujero en la piel. Unas migas se sostienen entre la viruta de pelo.
Le explicás tu problema y esperás a ver qué te dice.
—Hoy terminan las vacaciones, todo el mundo está regresando —responde el gordo, como si hiciera falta la aclaración, mientras traga el bolo de empanada y busca lugares libres en la pantalla de la computadora.
—Ya sé —respondés, molesto porque odiás las puntualizaciones evidentes—, ya sé.
El gordo apenas alza las cejas y continúa revisando, mordiendo de nuevo la empanada, apretando los labios al masticar, moviendo la cabeza de un costado a otro.
—Todo lleno —concluye.
Respirás un instante, sin responder.
—¿No tiene nada?
—Absolutamente nada.
Es raro. Por un lado, esa perspectiva, la de no tener pasaje para hoy y, por tanto, no tener la menor idea de dónde vas a pasar la noche, te aterroriza. Pero, por otro lado, no reaccionás. La situación es tan insólita que tu directorio de sentimientos y sensaciones no consigue sacar el archivo apropiado. Quizá por eso formás una imagen un poco teatral en la mente: como estás en plena frontera, te visualizás a vos mismo haciendo equilibrio entre sombras. La imagen te alarma, claro. Pero también te da curiosidad.
Pensás. Podrías llamar a cualquiera de tus padres y pedir ayuda. Pero detestás la idea de hacerlo. Sería una especie de fracaso, no sabés explicarte bien por qué. Te rascás una ceja y te tomás un segundo. El dolor de cabeza se intensifica, se mezcla con el hambre que tenés. Se te nubla un poco la razón. Necesitás alimentarte.
—¿No tiene ni un asiento para este tren?
—Los Reyes Magos se fueron el seis de enero, chaval —responde el gordo, con un sentido del humor que no compartís—. Este va completo, completo, ni media plaza.
El gordo respira con pesadez y vos torcés la boca ante la diferencia en el idioma: a vos, plaza te hace acordar a lugares abiertos y a niños jugando. Bueno hubiese sido que el gordo tuviese media plaza.
—¿Nada? —preguntás.
—Nada. Y si hubiera, tendrías que pagar suplemento.
—Con eso no hay problema —respondés.
El otro suspira, como si el hecho de que pudieras (y estuvieras tan dispuesto a) pagar le complicase la vida.
—Da igual, va todo completo. Es el final de las vacaciones y todo el mundo está regresando.
—No despega los ojos de la pantalla de su computadora y casi se deleita con el hecho—. Está todo completo.
—¿Está seguro?
—Como de la muerte. Es más, tampoco creo que tengamos nada en el servicio especial de medianoche. Pero déjame ver.
—¿A qué hora sale?
—A medianoche, ya lo he dicho.
No es una gran solución, pero, al menos, te evita el problema de hallar un sitio donde dormir.
—¿A qué hora llega a Madrid ese tren? —preguntás.
—A las siete de la mañana.
—¿Y tiene lugar ahí?
—¡Toma ya! —El gordo se sorprende a sí mismo, tanto que hasta suelta la empanada—. Me queda una plaza en el servicio de medianoche.
—Bárbaro —exhalás, con súbito alivio—. ¿Podemos hacer el cambio ahora?
Cuando terminás la transacción solo quedan dos palabras en tu cabeza: ocho horas. Ocho horas hasta medianoche y tu tren. Cuatrocientos ochenta minutos. No son tantos, te decís, para conformarte, aunque estás convencido de que el tedio te va a masacrar. Y eso no es todo. Detestás hacerlo, pero sabés también que no te queda otra que avisarle a tu padre. No le va a caer bien. Se va a molestar con vos, y con tu madre por no ponerte en un avión, aunque el pasaje lo hayas sacado vos.
Lo mejor sería no tener que avisarle nada, pero él va a ir a buscarte a Atocha a la hora en que vos, en realidad, recién vas a estar tomándote el tren. Más vale lidiar con eso cuanto antes, así que no das vueltas y lo llamás a su celular y le decís que vas a llegar en el tren de las siete de la mañana.
—¿Por qué? —te pregunta, preocupado—. ¿Qué pasó?
—Nada, hubo un problema con el tren francés y no llegué a tiempo para tomar el que salía de Irún.
La mentira está en el aire antes de que te puedas dar cuenta de nada. No es muy creíble, pensás. Tampoco es la primera vez que mentís, pero esta te sentís más justificado. La completás diciéndole que ya le avisaste a tu madre, así evitás discusiones entre ellos. Cuando tu padre finalmente acepta, con más filosofía de lo que esperabas, que vas a llegar de mañana (en un horario que considera más razonable que medianoche), es como que, de repente, ya está, parece que se hubiera abierto una grieta en el tiempo, una grieta en un lugar invisible, y vos estás ahí, a solas con esas ocho horas. Libre.
Y lo primero que hacés es mirar. Examinás la estación vacía, con su grisura y su gordo, que continúa distraído con la pantalla de la computadora. Ocho horas allí dentro serán un espacio colosal, insoportable. Ponés música al azar y suena una versión de Elevador, de Catupecu. Te acercás al andén donde estaba el tren que, como un truco de magia, ya se fue. Ni siquiera supiste cuándo. No te enteraste.
Mirás las vías, ahora vacías, y recordás cómo, de niño, te gustaba contemplar trenes las pocas veces que podías. Te parabas junto a los durmientes, lo más cerca posible, mientras tu padre te sujetaba. Y mirabas cómo la mole de acero se acercaba. Pensabas que los trenes eran gusanos gigantes que iban desviarse de su camino y a comerte. No es algo nuevo. Siempre te gustó imaginar el mundo lleno de monstruos.
Sabés que vas a salir a recorrer Irún, que no vas a quedarte ahí, que nunca fue tu plan quedarte ahí. Dejás tu valija y tu mochila en la consigna de la estación. Lo único que llevás, en un bolsito pequeño que te colgás al hombro, es tu billetera con documentos y tu cámara, para sacar algunas fotos o filmar algo. Lo que sea. Lo único cierto ahora es que Irún es tu futuro. Y llegó la hora de conocerlo.
Al fin y al cabo, llegues adonde llegues, siempre terminás conociendo tu futuro.
Ivanier, Federico. Nunca digas tu nombre. Montevideo: Criatura Editora, 2020, pp. 16-24.
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