Difusión
Leé un fragmento de «Taj Mahal», de Deborah Eisenberg
Por Escaramuza / Miércoles 08 de setiembre de 2021
Foto: Iara Kremer
Compartimos las primeras páginas de «Tachar y seguir», el tercer cuento de la autora norteamericana Deborah Eisenberg en el libro Taj Mahal. Publicados por la editorial Chai (2020), con traducción de Federico Falco, los seis cuentos que reúne el libro flirtean con la ternura, el humor, la intimidad y cierta extrañez tan encantadora como perturbadora.
Deborah Eisenberg (Illinois, 1945) es escritora, actriz y profesora. Recibió la prestigiosa beca MacArthur y diversos reconocimientos como el PEN/Faulkner Award for Fiction, el Whiting Award y una beca Guggenheim. Es autora de cuatro libros de cuentos: Transactions in a Foreign Currency (1986), Under the 82nd Airborne (1992), All Around Atlantis (1997), y Twilight of the Superheroes (2006). Sus cuentos completos fueron publicados en el 2010. Eisenberg es profesora en la Universidad de Columbia.
______________________________________________________________________Tachar y
seguir
Adela,
Bernice y Charna, la más joven, todas muertas ya hace tiempo, borrosas entre
la multitud que navega a través de la memoria, sus piernas largas y delgadas
fluyen por debajo de las cúpulas de sus ajados abrigos de pieles, sus narices
grandes y picudas señalan el camino.
No vuelven a
mi mente muy a menudo. Vuelven tan seguido como mi madre, cuyo rencor hacia mis
tías, las hermanas de mi padre, les infundía un cierto lustre, que las dejó
para siempre unidas a ella en la distante y sombría tierra de mi infancia;
tierra que, dado que el Times de hoy publica un obituario del violinista
Morris Sandler, ahora es casi el único espacio que las cuatro todavía ocupan en
este planeta.
Me estaba
preparando para comer. Había dejado caer mi omelette sobre un plato, me había
sentado frente a él, había doblado el diario de una manera que me permitiera
maniobrar el tenedor entre la cena y mi boca y al mismo tiempo poder leer y,
sin saber cómo, terminé frente a una imagen de mi primo Morris, mirándome fija
y directamente a los ojos. Por supuesto, no lo reconocí de inmediato, y si no hubiera
vuelto a mirar la foto y si no me hubiera intrigado el pequeño titular, podría
haber seguido durante años creyendo que el último de mis parientes vivo andaba
todavía por ahí, dando vueltas en algún lugar.
Pero el nudo
se deshizo y salí disparada hacia arriba, flotando un instante por fuera de la
fuerza de gravedad, para después, enseguida, caer con todo mi peso sobre la
silla, frente a mi cena. Las grietas se ramificaron con violencia a lo largo y
a lo ancho de mi compostura y, a través de ellas, comenzó a drenar mi familia
—la poca cosa que al fin y al cabo mi familia había sido—, a drenar y a
filtrarse hacia fuera. Levanté el teléfono, volví a bajarlo, volví a
levantarlo, volví a colgar el tubo, lo levanté una vez más, marqué un número y
Jake me respondió al primer llamado. “¿Sí?”, dijo con voz cansada.
“Oh, por
Dios”, dije y colgué.
Volví a
marcar su número y de nuevo volvió a atender de inmediato.
“Se murió mi
primo”, dije.
“¿Tu primo?”.
“Mi primo
Morris, el violinista”.
“¿Yo lo
conocía?”, preguntó Jake.
“No”, dije.
“Nunca se conocieron. Creo que una vez viste una carta que él… pero… ¡alto
ahí!”. Como alguien que camina dormido sobre un trampolín, mi corazón había
empezado a tambalearse con torpeza. “¿Por qué todo tiene que girar en torno tuyo?
Al fin y al cabo es mi primo”, dije, y empecé a leer: “Morris
Sandler, virtuoso del violín, falleció a los sesenta y seis años. Sandler era
conocido por…”.
“A los
sesenta y seis”, dijo Jake. “A los sesenta y seis, a los noventa y tres, a los
catorce, a los setenta y ocho… a los sesenta y seis, ¿y qué? Esos números no
son para nada lo importante, ¿o sí?”.
“¿Estuviste
tomando?”.
“Estuve
trabajando. Estoy en el laboratorio. Siento mucho lo de tu primo. No recordaba
que tenías uno. ¿No eran muy cercanos, o sí?”.
Alejé el
teléfono de mi cara y me quedé mirándolo.
Él suspiró.
“Escúchame, ¿voy para allá?”.
“No”, dije,
aunque en realidad sí quería que viniera. O sí, tenía un deseo feroz de que
viniera, pero solo si iba a ser una persona ligeramente diferente a la que
era, una persona con la que yo también pudiera ser una persona diferente: una
persona simpática, benigna, de buen carácter. “Perdón por llamar. De nuevo.
Perdón por llamar de nuevo”.
“No lo
pregunté por pura frivolidad”, dijo Jake. “De verdad, de pronto me impresionó
lo primitivo que es medir la vida de un ser humano usando como parámetro el
movimiento de la luna, de las estrellas, de los planetas. Cualquiera que
todavía crea que nuestra especie es la instancia cúlmine de la creación
debería…”.
“¿Y cómo
sugerirías entonces que se midiera la vida de un ser humano?”, dije. “¿De
acuerdo a su peso? ¿Qué sería menos primitivo? ¿Por su volumen? ¿Por cómo vota?
¿De acuerdo a la distancia entre su casa y su trabajo? ¿De acuerdo a sus penas?
¿Por su belleza?”.
Él suspiró
otra vez.
“Discúlpame”,
dije y miré la habitación a mi alrededor, los últimos y débiles rastros de Jake
todavía flotaban con claridad por sobre su ausencia. Todavía nos decíamos Te
amo, pero después de poco más de un año de estar separados, parecía cada
vez menos probable que cualquiera de los dos deseara volver a vivir juntos en
algún momento, y un cierto tono de disculpa formal, vana, concluyente, se nos
había empezado a pegar para siempre a esa palabra: amor. Era como una de
esas cintas amarillas con que la policía marca la escena de un crimen: mejor no
pasar. “¿Jake?”.
“¿Qué?”, dijo
él. “¿Qué quieres que haga?”.
Colgué de
nuevo, tiré el omelette a la basura, el teléfono empezó a sonar y yo me tomé
toda mi copa de vino, me serví otra, noche de viernes, ¿cuál era el problema de
servirme otra?, y con el diario en las manos, me dejé caer sobre el sillón
justo cuando el teléfono volvía a quedarse callado.
__________________________________
Por lo que
podía verse en la foto, con el tiempo Morrie, mi único primo, había terminado
pareciéndose muchísimo a su madre, mi tía Adela. Pero como, según el diario, en
algún momento tuvo una esposa y, aparentemente, había sido un respetado
coleccionista de partituras de música clásica, así como también un músico con
una técnica sin parangón, el parecido —a pesar de las predicciones con las que
patéticamente solía alardear mi madre— no debía de haberlo destruido por
completo. Por supuesto, como mi madre había predicho, se había transformado en
una especie de robot —además de las partituras, había reunido también una
inmensa colección de horarios de trenes, no podía ser de otra manera— pero era
muy poco probable que todo eso fuera consecuencia de haber heredado la nariz de
su rama materna.
Para cuando
yo tenía cinco o seis años y Morrie andaba por los diecisiete o dieciocho, él
todavía tenía rulos rubios y una cara plana con una expresión que yo entonces
interpretaba como conmovedora —una apariencia lastimera y desconcertante, como
si alguien acabara de robarle un cucurucho de helado de la mano—, y que me daba
pie a la secreta esperanza de que tal vez Morrie fuera un ángel, aunque para el
momento en que fui de verdad capaz de formular ese pensamiento ya también era
capaz de darme cuenta de que lo mejor que podía hacer era contenerme y no
preguntarle sobre el tema a mi mejor amiga, Mary Margaret Brody, quien
seguramente me podría haber respondido si mi sospecha era cierta o no sin dudar
ni un segundo. En todo caso, en algún momento doy un paso en falso y cometo el
error de anunciar, tanto en presencia de mi madre como de tía Adela, que,
llegado el momento, me casaría con Morrie. “Bueno, al fin y al cabo es tu vida”,
dice entonces mi madre, “pero no vengas después a quejarte cuando te nazcan
idiotas los hijos”.
“Por cierto,
eso me recuerda”, le dice distraídamente tía Adela. “Morrie se está graduando
con los máximos honores. ¿Te lo había comentado ya?”.
“Sí, ya me lo
habías dicho”, resopla mi madre.
Más tarde,
cuando nos quedamos a solas, mi madre agrega que en las zonas de nuestro país
que por lo general consideramos civilizadas, solo los criminales se casan
entre primos y que, además, ella espera que yo pueda conseguir a alguien mejor
que cualquiera de los de esa familia. Por más que Adela presuma, dice, y
por más que le den las mejores calificaciones y honores, Morrie tiene una mente
excepcionalmente mediocre. Además, sería un milagro si no se graduara con los
máximos honores en esa universidad de medio pelo en la que terminaron
aceptándolo. En primer lugar, la única razón por la que le ponen buenas notas
es porque es capaz de memorizar un número ridículo de hechos sin la menor
importancia. Por supuesto a Adela, que no puede acordarse ni de dónde tiene la
cabeza, eso le parece algo de lo más extraordinario.
“Espero que
te vaya mucho mejor que a Morrie”, dice mi madre. “Tienes mucho más para
ofrecer, muchísimo más. Tu problema es que no te esfuerzas lo
suficiente”. Morrie heredó esa amplia pero totalmente insensible memoria de su
padre, que era alguien tan rígido que a los cuarenta años colapsó por completo
y cayó muerto, me dice mi madre y, mientras habla, clava su impersonal mirada
de reproche sobre un par de medias viejas y las inspecciona en busca de agujeros.
“Y recuerda”, me dice. “Quien se casa a las corridas se arrepiente de por
vida”.
__________________________________
Mis tías son
un tema de conversación frecuente, cuando visito a mi madre en su dormitorio,
ella sentada en su sillón, con los pies en el agua de una palangana nublada de
pociones y sales. Sus pies son toscos, retorcidos, blancos como pescados y
completamente fascinantes: pies de ogro, con las uñas gruesas y amarillas,
salpicadas de pintitas azules. Un hongo, dice ella. Azules y rojos, los rastros
de su sufrimiento suben y bajan por la adiposidad de sus piernas mientras la
bata de entrecasa, recogida, se abre un poco y las deja expuestas hasta lo más
alto de los muslos.
Para
disminuir la hinchazón, una rodaja de pepino reposa sobre cada uno de los ojos
cerrados de mi madre. Y, mientras ella habla, yo me concentro en dispersar mi
esencia, en volverme esponjosa para absorber su hinchazón hacia mi propio
interior, para absorber el dolor que irradian sus pies, sus piernas, su
espalda. Mi madre pasa las noches trabajando en el guardarropa del club, todo
el tiempo parada: es de ahí de donde provienen esas llamativas venas que yo
encuentro tan fascinantes pero que en verdad son, me explica ella, una
deformidad con todas las letras.
Eisenberg, Deborah. «Tachar y seguir» en Taj Mahal. Córdoba: Chai,
2020, pp. 81 a 86.
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