Miradas desde el exterior
Letras uruguayas, lecturas internacionales
Por María José Bruña / Miércoles 15 de enero de 2020
¿Qué tiene de particular la literatura uruguaya? ¿Qué hace que editoriales e investigadores de otros rincones del mundo se interesen en ella? María José Bruña, Profesora Titular de la Universidad de Salamanca (España), reflexiona sobre su primer contacto con las letras uruguayas, su proceso de descubrimiento y especialización, así como la creciente internacionalización de estas.
La semana pasada, de camino a mis clases de literatura en la Universidad de Salamanca, escuchaba, comme toujours, «Hoy empieza todo» en Radio 3 y, para mi sorpresa, me topé con la voz de Roberto Echavarren en una entrevista grabada que le habían hecho hacía unos años en Chile. El periodista y crítico Jorge Barriuso, con su lucidez habitual, desgranaba los hallazgos de la novela Ave Roc. Ciertamente Radio 3 y el programa que menciono no corresponde a los medios mainstream, pero la cultura, la calidad, suele siempre escoger los vericuetos de lo periférico, de lo pequeño y los márgenes. Mi sorpresa nacía del hecho de que más allá de escritores reconocidos desde hace décadas en España como Mario Benedetti o Eduardo Galeano —con suerte se cuelan en la lista Juan Carlos Onetti, Cristina Peri Rossi o Rafael Courtoisie y más recientemente Ida Vitale—, no es frecuente que se exploren o mencionen, incluso en canales o medios alternativos, autores menos centrales o «escrituras del disenso» (Rancière).
En el año 2000 comencé a especializarme en literatura uruguaya a partir de una tesis doctoral que escribí sobre la poesía de Delmira Agustini, otra autora canónica, pero considerada al mismo tiempo excéntrica o liminar por esa injusta «retórica de las excepciones». Delmira me llevó a otras creadoras como María Eugenia Vaz Ferreira o Susana Soca. Recorrí por entonces las librerías de Tristán Narvaja y todas las que poblaban, pueblan, con entusiasmo y rigor, esta ciudad extraordinariamente dinámica en lo cultural que es Montevideo al tiempo que acudía diariamente a los archivos de la Biblioteca Nacional. No dejaba de descubrir autores en mi deseo de expandir las lecturas hasta lo contemporáneo y más allá de la Generación del 45 —donde Amanda Berenguer, Ida Vitale e Idea Vilariño ocupaban mi pódium particular—, generación que tampoco era suficientemente conocida en España si excluimos a miembros como Ángel Rama o Benedetti—: Mario Levrero, Marosa di Giorgio, Teresa Porzecanski, Luis Bravo, el propio Echavarren, el Maca o Juan Ángel Italiano, Mariella Nigro, Cristina Carneiro y un largo etcétera. Me interesaba fundamentalmente la prosa y la poesía, pero también el teatro y la performance, el ensayo encontraron hueco en mi voracidad lectora.
Me percaté, a mi regreso, de que gran parte de estos autores eran totalmente desconocidos en España. Por eso adquirí decenas de libros que sabía no podría trabajar ni poner en temarios y programas de literatura más que a través de las fotocopias de mis ejemplares. Los papeles salvajes y Reina Amelia entraron en la maleta junto a poemarios de los autores citados y otros tantos: Enrique Fierro, Helena Corbellini, Armonía Somers, Alfredo Fressia, Eduardo Espina, Silvia Guerra, Hebert Benítez Pezzolano, Hugo Achugar, Sylvia Riestra, Elder Silva, Martín Barea Mattos. Me pregunto ahora si hay diferencias notables entre mi maleta repleta de libros en el 2002 y la de 2019. La hay, pienso. Los libros de Marosa, de Milán o de Levrero se consiguen en España. También los de Lalo Barrubia. Incluso la poesía luminosa de Circe Maia acaba de ser editada en una antología de referencia a cargo de Jordi Doce en Pre-textos. A Felisberto se le está recuperando también con devoción en varias editoriales españolas. ¿Qué es lo que no atraviesa el Atlántico, entonces, de la creación siempre versátil, irreverente, pionera, de espléndida calidad del Uruguay? Y me respondo: dos cosas. Autores como Íbero Gutiérrez o Julio Inverso —otra vez las vidas truncas cuyos finales abruptos contaminan o condicionan la recepción, como en el caso de Delmira— y también las generaciones más jóvenes son las que menos viajan. No importa el género literario. Quizá las búsquedas de los narradores y poetas de entre 20 y 30 años son las apuestas más desconocidas en mi país. Y ello pese al cambio tecnológico, la mayor conectividad y transversalidad de la cultura, la facilidad que las redes han propiciado para el intercambio y la lectura. Supongo que el ensimismamiento es mal endémico en la mayoría de países y se mira poco para afuera si la propuesta no viene avalada por un premio. En este sentido las antologías cumplen un papel esencial como puerta de entrada al extranjero. ¿Qué tiene de distintivo la literatura uruguaya?, ¿por qué traducirla e internacionalizarla? Siempre se utiliza el sustantivo rareza o excentricidad para definir parte de las búsquedas estéticas del Uruguay: de Herrera y Reissig a Lautréamont, de Roberto de las Carreras a Marosa. Creo, sobre todo, que la literatura uruguaya siempre ha estado signada por la libertad, libertad formal y expresiva, libertad temática e interdisciplinaridad (arte, poesía, performance, música). Es posible que ese espíritu libre, ácrata, polivalente y abierto venga desde principios de siglo XX nutrido siempre por las lecturas europeas, por el cosmopolitismo cultural y la compulsión lectora y creativa de los orientales. Las vetas son dispares y van del hermetismo surreal a la poesía conceptual, de una estética social a la interesante dimensión neobarroca o la «puesta en voz». De lo que no me cabe duda alguna es de la solidez e interés de la literatura tanto clásica como contemporánea del Uruguay, de que hay un tejido o red cultural y editorial bien armada en el país que tendría que tener mucha más visibilidad en el exterior. En pequeños círculos culturales en España, en la universidad se lee y estudia la poesía y narrativa uruguaya. No se la puede perder de vista. Para los próximos meses me esperan lecturas de Pablo Casacuberta, Mercedes Estramil, Felipe Polleri, Melisa Machado, Daniel Mella y Dani Umpi. Suma y sigue.
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