Recomendaciones libreras
Los cinco recomendados de Juan Rodríguez Laureano
Por Escaramuza / Sábado 23 de abril de 2022
El narrador de cuentos, de Saki (Eneida).
Un autor que deslumbra con la luz de los clásicos, por manejar con arte propio los mejores recursos del género del cuento corto, fue Saki (Hector Hugh Munro). Nació en la Birmania británica y, tras quedar huérfano de madre a los dos años, fue enviado a Inglaterra al cuidado de dos insufribles tías victorianas. Como sargento de los fusileros reales en la Primera Guerra Mundial, fue abatido por un francotirador en Francia, segundos después de gritar a sus soldados: «¡Que alguien apague ese maldito cigarro!». Su arma literaria fue el humor negro. A niños y seres sobrenaturales (hombres lobo o seres mitológicos), pero también a bestias y animales domesticados, les dotó de suspicacia y autorizada soberbia frente a las endebles convenciones de la sociedad inglesa. La antología que recomiendo reúne, entre otras obras maestras, «El narrador de cuentos», «La benefactora y el gato satisfecho», «Sredni Vashtar», «Esmé», «Los huéspedes»…
Pelea de gallos, de María Fernanda Ampuero (Páginas de espuma, 2020).
En los últimos años se ha subsanado una carencia que parecía insalvable: la escasa circulación interna de la joven literatura latinoamericana. Hoy, un lector que busque literatura ecuatoriana en Uruguay, por ejemplo, va a enfrentarse a un vacío que va desde Jorge Icaza (1906-1978), hasta la aparición de María Fernanda Ampuero (1977) y Mónica Ojeda (1988), integrantes de una nueva generación.
Ambas autoras ofrecen dos experiencias de lectura insólitas. María Fernanda Ampuero con el libro Pelea de gallos, trece cuentos magistrales de mundos malditos, contrahechos, asfixiantes y blasfemos. La apostasía para cambiar el punto de vista, o de sufrimiento (en dos de ellos aparece un Jesús debilitado frente a la justicia, falto de sensatez y hasta de misericordia), el terror en el encierro, las violaciones, también las incestuosas, no son fríos recursos morbosos, sino caídas insalvables, acomplejantes. El horror no es sobrenatural en esos mundos, es lastimosamente cotidiano, familiar, de niños y adultos, pobres o ricos.
Las voladoras, de Mónica Ojeda (Páginas de Espuma).
Mónica Ojeda, en los ocho cuentos de Las voladoras, nos inicia en un lenguaje huidizo, en un ritual extraño, en algo que llaman «lo gótico andino», un algo apenas descriptible, que se asemeja a la idea de una niebla que lo absorbe todo, incluso al mundo de aristas grises de las ciudades. Las experiencias no son tácitas, son oníricas, alteradas y la resistencia a los horrores no es estrategia, sino una desesperada huida laberíntica. Lo chamánico, lo fantasmal, la estética desconocida, la poesía, y una narrativa parca pero expansiva es lo que encierra el mundo de Mónica Ojeda.
El zambullidor, de Luis Do Santos (Fin de siglo, 2017).
Así como no hay canon que no discrimine, un lector sin canon no pasa de ser un consumidor frenético. Y en mi canon de la literatura uruguaya las novelas breves, sin análisis de un por qué, ocupan varios puestos. El zambullidor, de Luis do Santos, ha sido un encuentro con la memoria de una infancia estrechamente relacionada con el río surcado por chalanas y gentes pobres. De esa misma memoria, brotan historias mágicas y admisibles solo dentro del universo de lo local, de una más de las narrativas de lo que suele llamarse «literatura del interior». Desde la altura de frondosos paraísos, el tiempo devuelve la conciencia de un niño que recuerda hombres solitarios y con tareas que solo se entienden despojadas de realidad, que también recuerda la relación con el perro amigo de la infancia, las peleas con otros niños, el complejo y triste don sobrenatural de un padre que descubre ahogados utilizando jazmines y rezos secretos. La lectura de esta novela se vuelve necesaria a la hora de hablar no solamente de lo nuevo, sino, y sobre todo, de lo bueno de la literatura uruguaya.
Mil de fiebre, de Juan Andrés Ferreira (Random House; 2018).
La novela Mil de fiebre, de Juan Andrés Ferreira, es lo contrario a un acicate o a una experiencia complaciente, exactamente todo lo contrario. Porque empuja al vacío sin redes del sinsentido, propio de la decadencia apenas consciente de una generación de uruguayos jóvenes, entre un Montevideo y un Salto infernales.
Esta obra voluminosa, rara característica entre las publicaciones uruguayas, narra la saturación narcisista de un personaje que solamente puede sobrevivir en su blog; la locura germinada por amor y rápidamente marchita en el dolor de la imposibilidad en otro personaje, un periodista destruido; las sumisiones en los rincones más oscuros de las familias y en la maquinaria desgarradora de los manicomios; el hastío; el placer escatológico y el suicidio inevitable. Es una escritura sádica, inclemente, agobiante como un ahogo de fuego; y uno no sale ileso, porque, al igual que uno de esos personajes, a quien se lo traga la maraña infinita y permisiva de la web, Mil de fiebre pareciera tragarse la vida y devolver pesadillas.
Tan repudiable y necesaria como 120 jornadas de Sodoma, la novela de Ferreira pareciera anotarse entre esas obras maestras que serán medidas con justicia en otros tiempos y, en una de esas, en otras geografías. Que así sea, y que vuelva a esta penillanura literaria con su justo valor. Para el aplauso.
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