reseña
Lugar imposible, lectura imprescindible
Por Federico Ivanier / Domingo 25 de noviembre de 2018
Entre agujeros caprichosos que desaparecen a la gente, tres adolescentes transitan un cambio abrupto en sus vidas y en las de todo lo que los rodea. Lugar imposible es, sobre todo, una novela que vale la pena leer para entender quiénes somos o quiénes podemos llegar a ser, y que Federico Ivanier nos recomienda fervientemente.
El reconocimiento que obtuvo este año Fernando González en los últimos Bartolomé Hidalgo con su novela Lugar imposible debería ser ya suficiente excusa como para adentrarse en las páginas de esta novela juvenil uruguaya, pero lo cierto es que no hace falta pretexto alguno: es una novela de la que vale la pena hablar (y a la que vale la pena leer). Desconcertante de a ratos, descorazonadora de a otros, rara sin más, Lugar imposible es, por encima de todo, relevante.
La anécdota recorre un puñado de días en el que las vidas de unos adolescentes (en particular la de Mariana, la protagonista, pero también las de sus dos amigos, Manu y el Ratón) se enfrentan a cambios violentos: el mundo comienza a llenarse de agujeros donde las personas desaparecen. No se sabe ni se explica mucho acerca del origen de esos agujeros, tampoco se justifica por qué aparecen. Son agujeros capaces de surgir de la nada y esconderse, de mutar y devorar igual que si fueran monstruos. Son silenciosos personajes en la historia, sin fondo ni razón, y unos hombres de gris buscan (o pretenden) arreglar el problema de las desapariciones sin mucho éxito.
Ese es el punto de despegue para el vuelo que González quiere ofrecernos. Pero, por supuesto, sus intenciones no son inocentes: lo que ocurre no está fuera de un determinado contexto político y es fácil reconocer elementos de una dictadura envolviendo a los personajes y a la novela toda. Quizá los agujeros negros, esas bocas que devoran personas y solo devuelven oscuridad interminable, son la mejor definición que yo jamás leí de una dictadura. Porque una dictadura, en muchos sentidos, es algo tan burdo como pozos negros, voraces y extrañamente carentes de identidad, que salen de la nada (y viven en ella).
Sin embargo, alto ahí si alguien piensa que esta novela es un panfleto. De hecho, personalmente me aburren mucho los intentos de nomás agarrar un tema difícil o complejo y creer que eso alcanza para que una determinada novela tenga mérito. Falso. El simple hecho de tocar una temática compleja no alcanza para que una novela sea buena. Es más, ni siquiera trae necesariamente una novela compleja.
Afortunadamente, González sí desea complejizar y sí le interesa su novela más allá del tema. Por eso, en Lugar imposible pronto aparecen espejos, espejos que se pueden cruzar como Alicia los cruzaba, y que pueden llevarnos a mundos mejores. O, cuando menos, distintos. Así como los agujeros pueden llevarnos a desaparecer, los espejos, presentados por el abuelo de Mariana (muerto desde el comienzo de la novela, pero vivo en las palabras que en algún momento dijo) pueden llevarnos a aparecer. Literalmente. En otro mundo.
Y es en ese choque de energías donde la novela crece. Porque lo que late en el corazón de la novela es la discusión profunda acerca de quiénes somos y quiénes queremos ser. Existen, sí, agujeros negros, pero la semilla de lo que podemos construir, de las posibilidades que tenemos como individuos y como comunidad, está en cómo nos vemos y nos imaginamos. Y esas posibilidades serían la pesadilla de cualquier agujero negro (si pudiera soñar, claro está).
Ese es el lugar (im)posible donde Fernando decide mirar, donde quiere invitarnos a ver. Claro que el abuelo de Mariana habla de espejos, claro que detrás de esos espejos hay mundos. Detrás de nosotros mismos hay mundos. Por eso, nuestro propio reflejo, al fin y al cabo, es la clave para vencer a esta plaga de agujeros sin sentido, forma o contenido.
Este abuelo morirá, pero no muere nunca la posibilidad de encontrar nuevas versiones, nuevos lugares. La promesa detrás de esos espejos es esa: un antídoto a algo que no hace más que quitar cosas del mundo. Un antídoto contra el vacío. Y más allá de las vueltas de la trama, de los personajes que giran en busca de respuestas y de sí mismos, lo que mueve cada una de las páginas de esta novela es lo que podemos ser y construir, a pesar de todo.
Por supuesto, además, Fernando juega constantemente con referencias literarias, sutiles en algún caso, más claras en algunos otros. Desde Haruki Murakami hasta Michael Ende, pasando por Suzanne Collins, Lewis Carroll o hasta el propio Orwell (aunque habría que ver si él está de acuerdo), todos están ahí. Contando una primera mitad en tercera persona y luego sumergiéndose, como la novela pedía, en una primera persona de Mariana, González traza una atmósfera densa y tensa, claustrofóbica y liberadora, de la que, seguro, todos salimos un poco cambiados.
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