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En calidad de esponja

Malear el recuerdo: entrevista a Katya Adaui

Por Brian Majlin / Miércoles 23 de agosto de 2023
Foto: Isabel Wagemann.

«Que te haya pasado algo no es interesante, a quién le importa; lo interesante es cómo trabajas sobre eso»: la escritora peruana Katya Adaui (Lima, 1977) conversa con Brian Majlin a propósito de su último libro, Quiénes somos ahora (Random House). Y se detiene en los grandes temas que atraviesan su obra: la familia, el mar y la muerte.

Cuando tenía cinco años, la escritora peruana Katya Adaui tuvo una experiencia que podría haber devenido un trauma y, sin embargo, operó como una sabiduría extendida en el tiempo: casi se ahoga, pero no sintió temor; ante la inminencia de lo inevitable, dice, sintió paz. Su vínculo con el mar y con la vida cobró una intensidad que, cuarenta años más tarde, la llevan a asegurar que es una persona miedosa, que teme mucho morir, pero que, no obstante, de aquella ocasión solo recuerda la paz: «El cuerpo deja de luchar, no sentí terror». Su miedo, entonces, está enfocado en los aviones por eso vuela poco y en aquella muerte en la que pierdes el control: «No me da miedo el infarto, o la muerte del disparo». Ese temor originario podría ser también producto de su lugar de nacimiento, Lima, Perú, hoy conocida como una de las ciudades gastronómicas más deseadas. Para Adaui hay un punto de contacto entre la muerte y el advenimiento de Lima como polo gastronómico. Y su teoría, dirá, es como la literatura: pura conjetura, pura pregunta.

«Al origen de esa comida tan rica, sabrosa y picante, como en México, lo asocio a que somos países muy tanáticos. Y comer nos lleva la vida por la boca, nos hace sentir que estamos vivos. Y el picante es un antidepresor inmediato, segrega serotonina, así que asocio ambas cosas. Y tiene que ver con esto: meternos la vida por la boca. La comida lo copa todo, en el desayuno ya estamos pensando en qué vamos a almorzar, y en el almuerzo en qué vamos a cenar. Y todos queremos comer y comer a toda hora. Pero locamente. Es un tema nacional», dirá en diálogo con Intervalo a partir de la publicación de su último libro, la novela Quiénes somos ahora (Random House) dentro de la colección Mapa de las lenguas.

Si con la publicación de su anterior libro, Geografía de la oscuridad (Páginas de Espuma), había llegado a Europa, la publicación actual la coloca como una referencia en la literatura latinoamericana. Aunque tenga algo para decir al respecto: «Esto de literatura latinoamericana es hermoso pensarlo cuando estamos haciéndola en Latinoamérica, pero cuando vas a España o vives allá está unificada como si solo pudiéramos decir una literatura general, y no la literatura de cada país. Tratamos de unificar algo que es hermoso, pero que a veces termina diluyendo la particularidad de algunas escrituras de cada sitio. Habría que pensarlo, porque incluso cuando se piensa en la literatura peruana todavía no se puede responder qué es, porque es tan rica, y desde afuera se piensa tan blanco, tan limeño, y hay que tener cuidado y decir, "ojo qué estás poniendo por peruano, qué estás poniendo por latinoamericano". Y a veces es solo literatura de la capital».


¿Y qué literatura peruana recomendás?

Hay muchos, pero podría ser Tadeo Palacios, Fiorella Moreno, Sofía Gómez, Ulises Gutierrez, Yero Chuquicaña, Dina Ananco o Miluska Benavides, entre tantos otros.

Adaui nació en Lima en 1977 y antes de publicar sus cuentos, relatos y novelas fue periodista. En 2007 publicó sus primeros relatos en el libro titulado Un accidente llamado familia, bajo el sello peruano Matalamangaor; luego vendrían Algo se nos ha escapado (Criatura), Nunca sabré lo que entiendo (Planeta), Aquí hay icebergs (Random House) y los mencionadas Geografía de la Oscuridad y Quiénes somos ahora. Desde Buenos Aires, donde vive desde hace tres años y da talleres literarios y clase en la Universidad de las Artes, habla con Intervalo sobre sus obsesiones —la muerte, la familia— y cómo entran en su universo literario.


Hablás de la ficción como el lugar de las preguntas sin buscar respuesta y, a diferencia de tus anteriores libros, en este último te volcás a la autoficción, o a tu historia personal muy en primer plano, ¿eso fue buscado o emerge como pregunta?

Es que no pensaba en ponerlo en primer plano, sino en cómo escribo con una distancia respecto de los hechos, de eventos que trafiquen una oscuridad y una luz. Siempre se me ha quedado el título de Geografía de la oscuridad, es como el resumen de mi pensamiento sobre la escritura, porque me interesa mucho qué pasa cuando todo está a punto de irse al diablo. Y siempre pienso esto de que no quiero testigos, si no lectores, y pienso también en el mar de Lima, de mi mar, ese que trae con el oleaje la violencia y la calma. Acá lo que me interesaba era el trabajo con un capítulo pesado, uno luminoso, uno pesado, otro luminoso, y así, que tuviera zonas de fuga y que el lenguaje se fuera acortando y callando. Para mí el lenguaje es el trabajo sobre el silencio, cómo se dice más diciendo menos.


Aparece muy fuerte la imagen de una hija que, casi como ajuste de cuentas, cuenta sobre los padres ya ausentes, ya muertos, ¿hay una liberación en narrar cuando no están para leer, para contarlos cuando ya no están?

Mirá, la primera persona puede ser muy hija de puta. Porque tiene que dosificar la mirada injusta hacia el resto y de ponerse en un lugar que se salvaguarde. Es el riesgo de la primera persona. Releyendo algunos de mis cuentos, me doy cuenta de que la primera persona aparece poquísimo. Casi siempre escribo en tercera y con narradores varones. Es rarísimo para mí escribir en primera y como mujer. Y empecé a usar algo que no había usado nunca, esa primera persona que se entrega al trabajo con el falso recuerdo. No se puede hacer el ajuste de cuentas con un muerto que ya no habla más. Para mí hay ajuste y hay contar, pero no es ajuste de cuentas.


Por separado…

Jaja, por separado, claro. Mi referente era Annie Ernaux con El Acontecimiento, que cuando sale le dicen que es sobre su aborto; pero no, dice ella, mi aborto está, pero es sobre la hipocresía parisina en torno a esa época del mayo del 68 y que los muchachos hacían la revolución y el cuerpo de la mujer queda sin ser revolucionado por ellas mismas. De ella aprendí que un libro no puede contarlo todo. Y leyendo a Jamaica Kincaid y a Vivian Gornick aprendí sobre el trabajo con el falso recuerdo: ellas repiten el mismo recuerdo en varios libros, pero trastocándolo. Que te haya pasado algo no es interesante, a quién le importa; lo interesante es cómo trabajas sobre eso. Cómo los vas maleando. Y en Perú maleado también es cuando algo se vuelve malo, «ah qué maleado», se dice. Puede ser malo u bueno a la vez, hasta un piropo. Implica un uso del riesgo. Entonces para mí el malear el recuerdo es lo que lo hace interesante. Cuéntale a tu papá, a tu tío o a tu hermano la misma historia y te dirán «así no pasó», lo agrandan o lo minimizan. Yo que tengo un recuerdo fotográfico de cómo ocurrieron las cosas, que es como una gota horadante como si cayera sobre una piedra, dije nadie va a poder venir a decirme «esto no pasó». No porque estén muertos, sino porque es mi trabajo sobre el recuerdo y la no ficción.

[Foto: Isabel Wagemann]. 

Hay un imposible en reproducir un recuerdo con fidelidad, al mismo tiempo que se cuenta se ficcionaliza…

Nacemos a la escritura muchas veces por recuerdos terribles que no pasaron u otros que sí pasaron y fueron minimizados. La memoria agranda y minimiza, pero es que si eso no ocurriera, moriríamos: ¿cómo continuamos sino olvidamos? Hay que degradar y jerarquizar y la escritura trabaja con esas jerarquías del recuerdo.


Si tuviese que identificar un tema en tus libros, además de la muerte y el mar, es la familia, ¿por qué indagar en ella?¿Qué te seduce y repele de la familia?

A mí la familia solo me seduce. Nada me repele en el sentido de que vamos a ella como al lugar de nuestras primeras veces. Todo es primero: primera emoción, primera palabra, primera caca en el pañal. Es el lugar de la secreción y de la contención. La relación de Perú con la comida es la de la fase oral. Y también es un país de narración oral, donde todo es dicho y la escritura llega después. Pienso en eso todo el tiempo. Qué es este lugar al que todo el tiempo queremos pertenecer, y del que muchas veces debemos aislarnos para sobrevivir. Pienso en eso. Lo bueno de la literatura es que nunca será una ciencia, nada será nunca comprobable, es solo un arte y eso nos permite lanzar al mar estas preguntas cuyo interés es que sigan siendo consultadas y debatidas. Trabajo con estas ideas, porque me han seguido siempre. Toda pregunta literaria viene de la infancia, de esa obsesión, y yo no querría ser niña nunca más, pero no quisiera que nunca a un niño le pase algo malo. Mi manera de preservar lo luminoso de la infancia, lo sano, lo amoroso, es recordarla como yo puedo y preservarla.


Esas ideas estuvieron siempre, pero ya son muchos años de publicar y escribir. Las épocas y las coyunturas cambian. ¿Cuánto impactan las corrientes estético culturales y las coyunturas políticas a la hora de escribir? ¿Podés abstraerte?

No te abstraes nunca. Uno vive en calidad de esponja. Somos algo muy poroso que va chupando de todos los lugares. Hay algo que tiene que ver con la decantación de la propia experiencia, el cumplir años, sobrevivir. También afectan los países, los paisajes. El clima de tu obra se permea. Y también con las lecturas. Lo bueno de enseñar, por ejemplo, es que ahora pertenezco a otro sistema de lecturas de cómo se lee y se enseña en Buenos Aires. Y hay otros diálogos, y en esta ciudad se trabaja mucho sobre la memoria, la indignación, la rabia: no se olvida y hay cosas que no se perdonan. En Perú no se ha hablado de la rabia, «hay que reconciliarse», te dicen. Pero la rabia te cuida la tentación de meter la mano a los perros rabiosos. ¿Por qué habría que reconciliarse? ¿Por qué aspiramos al perdón en lugar de ver por qué nos hemos puesto rabiosos?


¿Para esas preguntas sirve la literatura?

Te lo traigo en boca de dos autores. María Negroni dice que la literatura no sirve para nada. Pero Erri De Luca dice que hay hasta una responsabilidad cívica cuando escribimos. Cuando tú puedes ayudar a alguien mínimamente a pensar en otro mundo posible, a sacarlo del hambre, del duelo, de la enfermedad, hay algo que nos permite sentirnos afín a eso. El escritor no escribe desde la inspiración, dice De Luca, sino desde la clorofila, su trabajo es devolver siempre un árbol porque su libro está hecho de un árbol, Su mayor alegría ha sido siempre sembrar el árbol del campo donde vive, dice. No es mucho lo que podemos, nuestro radio de acción es acotado, un lector, una lectora, pero es un acto de belleza ante la rispidez del mundo, tengo un poquito de lenguaje y lo voy a soltar como una ofrenda al mundo.

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