No ficciones
Mujer, cuerpo, montaña
Por Sheila Pérez Murcia / Miércoles 06 de marzo de 2024
Louise Josephine Sarazin de Belmont, «Der Zirkus von Gavarnie» (1830), Staatliche Kunsthalle Karlsruhe.
Con la mirada puesta en los Pirineos tardíamente nevados, Sheila Pérez comparte impresiones de lectura de Nan Sheperd, Abi Andrews y varias otras mujeres que desafiaron el mundo masculino del montañismo. Y que, al ir hacia lo salvaje, también escribieron sobre esas experiencias en libros exquisitos.
Es febrero en el hemisferio norte y, a pesar del invierno tropical que nos mantiene entre el desconcierto y la inquietud ante las temperaturas de los próximos meses, quienes amamos las montañas miramos con ilusión renovada hacia la cordillera pirenaica. Las primeras nieves tardaron en llegar y todavía en los valles más bajos se extinguen rápido. Sin embargo, esta semana volvió a nevar y la imagen de picos, laderas y pueblos cubiertos de blanco colma la mirada y le da tregua a una conciencia que la sabe efímera, en un panorama de inviernos cada vez más cálidos. La montaña también se cuela en las lecturas de esta temporada y a mi biblioteca llega, a través de un club de lectura, Las montañas de la mente. Historia de una fascinación (Penguin Random House, 2020), del reconocido escritor de naturaleza Robert Macfarlane.
Narrado en primera persona, el autor ofrece una travesía por la idea de montaña: desde su percepción hasta el siglo XVIII como un paraje hostil y árido plagado de brujas, osos y peligros tan reales como imaginarios, hasta la idealización romántica y filosófica de un escenario salvaje contrapunto a la modernidad; nociones entre las que intercala reflexiones sobre los desafíos del alpinismo actual. Un sendero que se detiene en textos de geólogos, filósofos, exploradores, historiadores y montañeros que, como mojones en el camino, nos guían a través de paisajes tan temibles como fascinantes hasta la conquista de cimas inalcanzables. Las descripciones de sus propias ascensiones a picos como el Matterhorn quitan el aliento y nos mantienen en una tensión constante. Sin embargo, aunque el propio autor reconoce en varios capítulos las ausencias en su relato, duele la omisión notoria de alpinistas mujeres y voces no eurocéntricas: «Llegué a querer a aquellos hombres, a aquellos exploradores de los polos con sus trineos, sus canciones y su debilidad por los pingüinos; a aquellos alpinistas con su pipa, su despreocupación y su increíble resistencia», confiesa el autor.
«¿Por qué iba a querer ser como ellos, como los hombres de montaña?» se pregunta Erin, la joven protagonista de The Word for Woman is Wilderness, un viaje iniciático en clave ecofeminista de la escritora inglesa Abi Andrews (la edición que ahora manejo la publicó la editorial Volcano en 2020 con el título Naturaleza es nombre de mujer, si bien la editorial cordobesa Chai, ese mismo año y con traducción de Virginia Higa, sacó a la luz este mismo texto con el evocador título Tundra). Impulsada por las lecturas de Jhon Muir, Henry David Thoreau, Jack Kerouac y personajes como Unabomber o Chris McCandles, Erin recorre miles de kilómetros desde su Inglaterra natal hasta Alaska, el prometido y «auténtico» paraíso salvaje, persiguiendo ese «"algo" con tanta lujuria y avidez que estábamos condenados a buscarlo para toda la eternidad». Ese «algo» al que se refiere la protagonista es el desafío de lo salvaje, de una Naturaleza feminizada narrada tantas veces por la palabra masculina como camino para alcanzar la «Libertad»; la táctica de alejarse de todos y de todo para llegar a lo esencial, a la verdad más pura.
Con vocación de ensayo, un estilo desenfadado y mucho humor, Erin hace visibles en todo momento sus contradicciones mientras una chamánica Rachel Carson se manifiesta en sus sueños a lo largo de toda la travesía. El libro concluye con una temerosa experiencia de ascensión al macizo Denali («Si utilizamos las montañas como metáfora de los desafíos es por algo. Me lo tengo merecido por mi ridícula preparación para esto, para la vida y para todo», reconoce) a partir de la cual la protagonista empezará a pensar el paisaje y su relación con el entorno lejos de los binomios mujer/hombre, naturaleza/cultura, cuerpo/mente, salvaje/civilizado, emoción/razón, objeto/sujeto. Reflexionando sobre la identificación mujer-naturaleza expresa: «Eso no quiere decir que lo sientas con más intensidad porque te encuentres más próxima a ello debido a alguna característica innata, pero es cierto que te pesa un poco cuando talan un bosque entero al otro lado del mundo o se extingue otro animal, porque ves en ello un fragmento de tu yo perdido. [...] Estás hecha de redes de relaciones que están siempre en proceso de reconfiguración».
Ojalá Erin hubiese llevado entre sus lecturas a la escocesa Nan Sheperd (1893-1981) y su libro The Living Mountain, escrito en los albores de la Segunda Guerra Mundial (La montaña viva, Errata naturae, 2019), pues si hay un relato de naturaleza disruptivo y que ofrece un cambio en la mirada y en la forma de aproximarse a la montaña es este. Nan Sheperd no es una aventurera ni una exploradora como Ann Lister (1791-1840) cuyas ascensiones al Monteperdido y al Vignemale describe con tanto detalle en sus diarios como sus romances con otras mujeres; la enfermera y escritora Isabella Bird (1831-1904), quien en 1886 publicó las cartas a su hermana bajo el título A Lady's Life in the Rocky Mountains; o la sufragista Annie Smith Peck (1850-1935) quien enarboló una bandera con el texto «Vote for women» en su ascensión al Coropuna. Sheperd no es una viajera, es una habitante.
Las mesetas de los Cairngorms, hoy parque nacional, son las cumbres más altas de la cartografía escocesa, una «geografía doméstica» para esta autora, quien desde niña recorría senderos, cruzaba arroyos y experimentaba la vida en un paisaje al que siempre volvería. Su narrativa destila una relación de cotidianidad con la montaña sin interés alguno por demostrar sus capacidades o su valentía. Más bien al contrario, pretende profundizar en el lento reconocimiento de un entorno que le es propio y al que ella también pertenece. En sus descripciones hay cumbres, lagos, circos, pero sobre todo hay meseta, la montaña es un todo, con cada uno de sus recovecos, plantas, aguas, animales y gentes: «Todos son aspectos de una sola entidad, la montaña viva. La roca que se desintegra, la lluvia que nutre, el sol que estimula, la semilla, la raíz, el ave: son todos uno. [...] Tomas conciencia de lo íntimamente que el águila, al igual que el clavel rastrero, forma parte esencial de la montaña».
En este párrafo se manifiesta la experiencia holística que supone para Sheperd la montaña, una vivencia a la que accede, sensible y placenteramente, a través del cuerpo: «Yo soy una apasionada de la montaña porque mi cuerpo se encuentra en su estado óptimo en el aire mermado de las alturas y comunica su júbilo a la mente», «podría decirse que el cuerpo piensa». Las manos, los pies, los ojos, los oídos, la lengua, el cuerpo todo es el centro de referencia a partir del cual se produce la percepción: «Soy como un perro: lo olores me excitan [...] La mejor forma de saborear el olor a tierra del musgo y del propio suelo es escarbando», «sentir el brezo bajo los pies tras una abstinencia prolongada es uno de los placeres más intensos que conozco». La autora como sujeto sensible impactada por el entorno descrito hasta alcanzar una unión casi mística con la montaña: «El cuerpo no se vuelve prescindible sino primordial. [...] He logrado salir del cuerpo y entrar en la montaña».
Recomendado por una amiga, creo que La montaña viva es uno de los libros que más he subrayado en los últimos meses. Quedan fuera de estas sugerencias apuntes como la recompensa sensual del ascenso, el descubrimiento de la montaña como proceso inconcluso o su personificación en una amiga o amigo a quien se visita sin más propósito que el de estar con él. En algún punto Sheperd nos recuerda que «pienses conscientemente en ello o no, estás tocando vida, y algo dentro de ti lo sabe».
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Leé el prólogo de La montaña viva en el sitio web de Errata naturae.
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