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Navidad, un día de furia y una canción distorsionada
Por Tabaré Couto / Miércoles 22 de diciembre de 2021
Los villancicos navideños se mezclan con el rock a todo volumen de los Oasis en un fortuito encuentro de supermercado; el confort familiar y la furia maquinal se disputan su lugar en el individuo; Tabaré Couto compra un nuevo arbolito para decorar, mientras recuerda Tokio blues.
UNA MAÑANA de diciembre conocí a un hombre que estaba
escuchando «Columbia» de Oasis. Ambos estábamos comprando unos arbolitos de
Navidad. En mi caso, porque el antiguo, con el que recibimos este año que ahora
muere, hace doce meses se le quebraron las patas de plástico. Tal vez fue un
mal augurio que ni vimos venir.
El escuchaba Oasis a
todo volumen. Estaba ensimismado y absorbía la energía de la canción sin
importarle la letra. «Cuando estás tan presionado, a punto de reventar, tienes
que patear el tablero para volver a jugar», me dijo, por sobre su mascarilla,
acercándose y sin mantener distancia. Una frase muy incómoda para estamparle en
la cara a un desconocido, pensé. No le respondí. No pretendía tener ningún
contacto con él. Ni entablar ningún tipo de falsa confianza. Por unos segundos,
dejó de mirarme con esos ojos claros. Encorvó aún más su cuerpo de metro
sesenta y poco sobre la cajera del supermercado. Me dirigió lateralmente una
mueca con un leve matiz de tristeza gastada.
EL INDIVIDUO flotaba en las olas distorsionadas de las
guitarras. La música traspasaba sus auriculares. Buscaba en ella la rabia
necesaria y expulsaba sus ideas fuera de su cerebro. ¿Me rapo la cabeza? ¿Me
dejo la barba? ¿No atiendo el teléfono en una semana?
Sentía sus pensamientos y los veía pasar frente a mí: el vértigo al fracaso y
lo desconocido es, también, un acto de egoísmo personal. Un vómito al confort
diario, un atentado a la seguridad familiar. El tipo sabía que necesitaba esa
furia para volver tranquilo a su casa. Abrazar a sus hijos, sacar a pasear al
perro, besar a su esposa, regalarles unos libros a unos amigos. Volver a la
normalidad.
Ahora su mirada se tornó asesina, pero transmitía
tranquilidad. «El único problema tras un día de furia son los daños colaterales»,
me dijo. Otra mueca.
EL HOMBRE que escuchaba «Columbia» a reventar, no sabía ni
siquiera qué decía la letra, ni le importaba. De hecho, la cantaba cambiándola:
«No I can't sell you the way I feel» y bla bla bla. Sonreía absorto.
Sudaba un poco. Miró el libro que yo disimulaba bajo mi brazo derecho: Tokio blues. Norwegian Wood de Haruki
Murakami. Recordé a Toru Watanabe y sus recuerdos del año 1969, transportados
al presente y a ese supermercado en Navidad:
La gente clamaba cambios, y éstos se encontraban a
la vuelta de la esquina. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar, todos y
cada uno de ellos, no fueron más que pantomimas carentes de entidad y
significado. Y yo me limitaba a vivir día tras día sin apenas levantar la
cabeza.[1]
«No lo conozco ni me
interesa», interrumpió mi recuerdo, señalando despectivamente el libro.
Entonces golpeó su arbolito contra el piso y lanzó algo parecido a un insulto a
la cajera. Me miró nuevamente —¿era una improbable imagen rabiosa en un espejo?—
y se fue. Al alejarse pateó un cajero automático y salió del lugar por la
puerta de entrada atestada de personas que, a los empujones, caminaban en
dirección contraria.
EN EL HILO musical del supermercado sonaron villancicos.
Por suerte es Navidad y acabo de comprar un nuevo arbolito de un metro y veinte
centímetros. Para la cábala, solo me hace falta un nuevo adorno, pensé. El año pasado,
por ejemplo, le colgamos un lagarto navideño de New Orleans. Para continuar con
los rituales, recientemente hicimos limpieza general hogareña: tiramos y
regalamos revistas, libros, discos, recibos de sueldo, mails absurdos y
contratos vencidos; algunas fotos, muchos recuerdos y una campera de cuero con
cuello de piel que mi padre compró para un fin de año antes de morir y que casi
no ocupó. Falleció un 20 de enero. Hicimos espacio en un año vacío. Ahora compré
un arbolito de Navidad y un adorno nuevo. El mismo día que me encontré a un
tipo parecido a mí —¿sería mi doppelgänger?— con furia y cantando «Columbia»
de Oasis: «No puedo decirte como me siento / Porque
el modo en que me siento es tan nuevo
para mí. / No, no puedo venderte el modo
en que me siento / Porque el modo en que
me siento es tan nuevo para mí».
ME SUBÍ al auto e hice sonar «Columbia» desde una playlist de Spotify. Pensaba: no debe
ser tan mala señal encontrarse una mañana soleada de diciembre a un tipo con la
furia a punto de explotarle en la cara como mejor detonante de su futura
libertad. Entonces, cuando la canción terminó, lo vi unos metros más allá, aún
con los auriculares puestos, ahora con su camisa fuera del pantalón, cruzando
por la mitad de la cuadra y con la luz roja, una sonrisa animal y arrastrando
su arbolito de Navidad.
[1] Murakami, H. Tokio blues.
Norwegian Wood, Barcelona: Tusquets, 2007.
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