picado fino
Partícula 0
Por Aldo Mazzucchelli Mazzucchelli / Miércoles 14 de febrero de 2018
José Enrique Rodó
El desviaje comienza en mayo de 1917. Uno va cuando quiere a donde quiere, se queda, vuelve. El cuerpo no estorba el entrevero en diferentes espacios, distintos momentos. La función de pupila languidece como es costumbre estos últimos meses sobre la serie de pequeñas mesetas de libros abiertos y cerrados que se alcanzan desde la silla. «Uno» —no sé cómo forzar el lenguaje a decirse de otro modo— puede elegir lo que quiera, por ejemplo, quedarse en una misma habitación por meses o años, aunque podría realmente irse y moverse, viajar, ver las cosas desde otro hueco. El enteco conectivo que no habla, escribe; el que en tiempos Integrales se creería un «yo» (biológico teatro de linterna mágica, mecanismo de diferencia elemental que crea ilusión de yo) está ahora jugado a integrarse en el espejeo del letrar: actividad que reconecta el yo que se ve con el yo que piensa que se ve. Vemos que en añadidura de esa tensión hay un plutonismo que quema los fragmentos y los empuja, ya metamorfoseados hacia su final. Le saqué citas a este chorreteo, y a menudo los artículos. El trabajo de picado fino implica una metáfora de asimilación que se vuelva literal. Nada se le escapará. Y empezaba ese día de 1917 cuando el profesor Colmo se cargó a Rodó, de quien se diría luego en tono de insulto que, aun sin serlo, igual era un académico de Cambridge. Rodó ¿qué fue?