¿Hasta cuánto leemos?
Pilas de libros
Por Federico Ivanier / Domingo 14 de enero de 2018
Fui a dejar el libro que estaba leyendo sobre la mesa de luz, lo apoyé mal, y la pila de libros que suelo tener allí terminó desparramada en el piso. Mientras juntaba cada librito, revisaba los títulos y me di cuenta de algo: todos (ni más ni menos que veintitrés) los tenía empezados… y ninguno terminado. Ninguno.
Los libros me plantean un problema (aparte de limpiarlos, ordenarlos, saber más o menos dónde están o llevar un registro mental de los que presté): el tener que llegar al final, a esa bendita última página.
Me cuesta. Y, como es evidente, suelo quedar a mitad de camino. ¿Qué dice eso de mí? ¿Qué soy inconstante? ¿Intolerante? Porque lo cierto es que no aguanto muchas páginas que me pudran. Prefiero arrancar con otro libro. Y chau.
Para varios amigos y amigas, esto es poco menos que un crimen: si arrancás un libro, tenés que terminarlo, dicen, casi horrorizados. Bueno, no es para tanto. Pero sí es un tema. ¿Insistís con un libro a pesar de que no te esté gustando? ¿Decidís confiar en la historia, en el autor, en los personajes? ¿O no?
Tal vez por eso, Pennac, un autor francés, hizo una especie de decálogo de derechos del lector. Y el tercero de los derechos es «el derecho a no terminar un libro». O sea, dejando un libro, ¡estoy ejerciendo uno de mis derechos como lector!
Sí, pero igual miro mi mesa de luz con culpa. A pesar de mí mismo, siento que cada libro requiere fidelidad y que yo rompí algo, una especie de pacto con el escritor.
Es posible. Pero también es parte del juego. Todos leemos de manera diferente. La manera en que nos enfrentamos a la lectura es otra de las maneras que expresa quiénes somos. Muestra si somos pacientes o ansiosos, constantes o inconstantes, impulsivos o reflexivos. Mostramos quiénes somos al leer un libro solo o más de uno a la vez, al saltearnos páginas o al leerlas todas, o incluso al vichar (o no) qué ocurre en la página final.
Las clasificaciones podrían ser de lo más variadas. Podríamos pensar en lectores que no estén dispuestos a leer libros demasiado cortos o demasiado largos. O en lectores que no están dispuestos a bancarse letritas minúsculas (yo, por ejemplo).
Los hay que leen solo en verano, los que leen de noche, los que leen en el bondi, los que leen sin parar, los que tratan de no apurarse para que no se acabe el libro. Hay quienes sueñan con leer en la playa, hay quienes les alcanza un sillón. Hay quienes van tras el libro de moda y hay quienes eligen sin pensar en los «me gusta» que aparecen por ahí.
Y he aquí lo maravilloso: todos tienen razón. No hay una manera única o correcta de leer. Y más aún: podemos ser diferentes lectores en diferentes momentos. De a ratos, ser intolerantes, luego ser más constantes, luego leer libros larguísimos, luego desear libros más cortos, etcétera, etcétera.
Así y todo, ningún lector agarra un libro pensando en dejarlo sin terminar. Nadie lo compra para ejercer el derecho del lector número tres. Todos los lectores queremos enamorarnos del libro. Queremos un romance largo e intenso con el texto. Queremos completar la experiencia. Pero no siempre se da.
Yo soy un lector que arma pilas de libros empezados en su mesa de luz. No reniego de ellas. Para mí, son necesarias. Porque, quizá, para encontrar un libro maravilloso, inolvidable, tengo que intentarlo veintitrés veces antes de acertar.
Pensando en esto, se me ocurre ver el estante donde Joaquín, mi hijo mayor, guarda sus libros (duerme en la cucheta de arriba, por tanto, no tiene mesa de luz posta). Y con sus nueve primaveras en el planeta, el tipo ya tiene tres pilas de libros que incluyen obras maestras como Martina Valiente (y otras obras del mismo autor), El mago de Oz, un cómic de Spiderman, La Isla de Nim, uno de John Boyne y otro de la serie Bocanegra… que ahora que lo veo, creo que me lo llevo porque andaba con ganas de leerlo.
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