Crónicas
Sebald y Antwerpen: notas aisladas
Por Rosario Lázaro Igoa / Martes 07 de abril de 2020
Estación central de Amberes. Foto: Paul Henri Degrande.
Nos aislamos, pero la memoria y los recuerdos siguen viajeros entre andenes. Las palabras de Rosario Lázaro Igoa nos transportan con nostalgia hasta la estación central de Amberes/Antwerpen, donde nos esperan el escritor W. G. Sebald y su enigmático extranjero Jacques Austerlitz, errático y huérfano de patria.
Es probable que con el paso de los años me acuerde del aislamiento con la luz suave de marzo, el silencio en las avenidas y la asociación indeleble que va a tener con Austerlitz, de W. G. Sebald. [O tal vez recordemos estos días como el último momento en que el mundo era algo conocido, aunque prefiero no ahondar en esta idea]. Por la novela de Sebald, las semanas que corren han tenido que ver con una de las ciudades que más admiré en esta vida: Antwerpen. Sí, ando para las declaraciones esencialistas. El mes pasado (¿existe algo previo a la pandemia?) les dedicaba mi amor a las islas. Hay un poco de nostalgia de aquellos lugares, el saberlos demasiado distantes y el impedimento de ir a cualquier lado. Como quién no quiere la cosa, eso deviene en la necesidad de establecer afinidades con arrebato. Sobre la ciudad belga, es añoranza de las bicicletas, las papas fritas en grasa, el jazz, la iglesia Sint-Carolus Borromeus y el museo de la edición renacentista Plantin-Moretus. Y Antwerpen Centraal, ese mazacote regordete, estación de trenes a la que Sebald le dedica las primeras páginas del libro.
Con una sensación de indisposición general, el narrador empieza dando vueltas por el barrio de Kievitwijk, donde supo quedar mi casa, camina por callecitas y callejones, luego entra a una exhibición de animales sorprendidos en la oscuridad (lo «atestigua» con fotos de ojos desencajados, animales y humanos) y más tarde vuelve a la estación de trenes. Es ahí que se encuentra por primera vez con Jacques Austerlitz: «Una de las personas que esperaban en la Salle des pas perdus era Austerlitz, un hombre que entonces, en 1967, parecía casi joven, con el pelo rubio y extrañamente rizado, como sólo había visto antes en Siegfried, el héroe alemán de Niebelung de Fritz Lang». El narrador cuenta las conversaciones que establece con este melancólico y esquivo personaje. Un dato no menor es la lengua que usan en esos primeros encuentros: «como era casi imposible hablar con él de algo personal, y como ninguno de los dos sabía de dónde venía el otro, siempre hablamos en francés». Recurren al inglés también, pero Austerlitz parece perder pie en esa otra ropa. Mucho más adelante y por destellos, vendrá el redescubrimiento del checo, la lengua en la que aprendió a hablar.
Pero incluso antes del primero encuentro, hay una descripción vasta y minuciosa de la arquitectura de Antwerpen Centraal, en un estilo tan similar al que Austerlitz utilizará después en sus digresiones que ya desde el comienzo las dos voces se empiezan a fundir en una sola. Las oraciones interminables, en las que leemos allá al final, como si se necesitara, «dijo Austerlitz», reafirman la superposición entre ambos. Los intervalos entre los encuentros de Austerlitz y el narrador a veces duran décadas, pero no obedecen más que a las misteriosas leyes del destino. Con el paso del tiempo, migran a otras ciudades, pero por alguna razón Antwerpen sigue estando ahí, sin que yo sepa por qué. Como si Praga o París fueran la ciudad a orillas del Schelde, como si no hubiera otro paisaje para ese buceo en la historia que la planicie grisácea de Bélgica, con sus árboles raquíticos, los trenes oscuros y las nubes bien altas.
Lo cierto es que el mundo de Jacques Austerlitz terminó en pedazos. El motor de la novela es que lo ha dejado atrás, lo ha enterrado sin saberlo, y solo de a poco logra recomponerlo. Vuelve por medio de asociaciones extrañas, epifanías, detalles ínfimos con los que va desenrollando la memoria. Su especialidad, la historia de la arquitectura, lo hace discurrir con erudición sobre las grandes, y muchas veces estúpidas, obras humanas (la explicación de la muralla de Antwerpen es genial). En el diálogo y las caminatas trae el recuerdo que dejó atrás cuando lo metieron en un convoy lleno de niños en 1939, de Praga rumbo a Gales, de la sofisticación del hogar paterno a la austeridad de los nuevos padres, de un mundo a otro, por más desconocido que fuera.
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