Narrativa estadounidense
Una familia sin fotos: «Gente muy fría», de Sarah Manguso
Por Gera Ferreira Rodríguez / Martes 03 de setiembre de 2024
Sarah Manguso (foto: Beowulf Sheehan) y portada de «Gente muy fría» (Alpha Decay, 2023).
Una novela implacable con los lazos familiares, con los efectos de la pobreza y con el vinculo entre una hija y su madre. Gera Ferreira se detiene en ciertas innovaciones y tópicos de Gente muy fría, de la estadounidense Sarah Manguso (Alpha decay, 2023), y la lee junto a otras novelas de tierras más cercanas.
Gente muy fría (Alpha Decay, 2023), con traducción de Julia Osuna Aguilar, es la primera novela de Sarah Manguso (Estados Unidos, 1974). En este libro, la escritora despliega con destreza la prosa minimalista y corrosiva que la caracteriza, planteada esta vez en apenas dieciocho secciones o capítulos (como consideren mejor llamarles) segmentados entre cortinas de asteriscos, que son utilizados en la puesta en página para separar las intervenciones de una joven narradora (Ruth), tal como haré yo entre este párrafo y el siguiente, y el siguiente.
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Manguso ha dicho en una entrevista que, al principio, dudaba si esta novela podría ser considerada ficción debido a la falta de personajes y diálogos tradicionales, pero finalmente reconoció que «no necesitas tener nada» para contar una historia. Y tiene razón. Esta reflexión revela el proceso creativo detrás del texto y subraya una reformulación de la autora en su praxis habitual de escritura y en la forma de abordar o, mejor, de hacer ingresar la ficción a la obra. Hacer ficción siempre resulta desafiante, y más en tiempos en los que cada vez hay menos lugar para la ficción o, mejor dicho, para interpretarla como tal sin reduccionismos biografistas o estrategias de mercado.
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Con relación al estilo, recordé que Manguso había publicado 300 Arguments (2017), un trabajo de no ficción aforística que desafía las fronteras de los géneros, moviéndose a sus anchas sobre la narratividad del fragmento cargado de introspección. Bueno, ese mismo pulso de conciencia es el que discursivamente guía esta novela fría, y nos permite conocer el complejo mundo emocional de una niña solitaria y desencantada que reside (y resiste) en el pueblo de Waitsfield, estado de Vermont, condado de Washington.
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En un contexto aparentemente tranquilo, Ruth (o Ruthie) enfrenta el vacío existencial y el peso del pasado (representado en la figura de sus padres y del pueblo), así como la dura realidad del entorno material en el que crece. La pobreza y las tensiones familiares se entrelazan con su lucha interna, creando un retrato multifacético de una vida marcada por el disimulo, la falta de afecto y el aislamiento emocional. Ella lo hace ver tan fácil que duele: «Yo era simplemente una persona que no tenía nada que contar, nada digno de ser contado». Lo dice como si su vida no importase, como si fuera parte de una realidad olvidada que debe presenciar día a día, sin tener mayor injerencia sobre ella.
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Los vínculos de la familia de Ruth con la comunidad a la que se mudan, y en la que no encajan o creen pertenecer (sus padres no tienen amigos, ni hablan con los vecinos), remiten al relato fundacional de los primeros colonos del pueblo y a la época dorada de un vecindario venido a menos: «La tierra que pisábamos había pertenecido a los colonos más ricos, quienes se la regalaron a nuestro pueblo cuando dejó de interesarles». Este aspecto, que en la novela refuerza la sensación de desarraigo de Ruth, provoca un registro de rezongos y de continuos reproches que la joven dispara contra sí misma: «incapaz de dar crédito al poder de mi deseo. […] Yo no tenía personalidad propia, ni lealtad a nada», pero también contra el estado habitual de las cosas que atestigua, mediante reflexiones irónicas, perspicaces, de una tristeza afilada que, más que infiltrarse entre sus pensamientos, busca escaparse de la casa, del barrio, de la ciudad, del mundo, y finalmente de la vida, tal como ella nos la da a conocer.
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Decía que las relaciones familiares juegan un papel crucial en la narrativa sobria que propone Manguso, planteada desde un enfoque similar al de la vida de otra niña/narradora ficticia: Valentina, de la novela de Francesca Manfredi, Un imperio de polvo (Trad. Eleonora González Capria. Fiordo, 2019). Si bien en aquel caso el núcleo familiar está integrado solo por mujeres y un padre ausente —al tiempo que la acción transcurre en un ignoto pueblito rural de Italia—, ambas chicas atraviesan un proceso de crecimiento y aprendizaje entre la niñez y la adolescencia (o coming of age, le dicen) chocando contra los mandatos familiares y el wannabe generacional: combo ineludible al que se suman la opresión patriarcal y los prejuicios del entorno. Para el caso de Ruth, las dificultades económicas parecen afectar de manera íntima y personal el funcionamiento de su vida, al punto que de grande reconoce con delay un síntoma que no duda en señalar sin retraimiento: «aunque posiblemente ya teníamos algo de dinero, todavía no sabíamos cómo no ser pobres».
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Consciente de que «jamás llegaría a tener la relación con el dinero de la que disfrutaban las personas que vivían en esas casas señoriales», Ruth se ve atrapada en un ciclo de carencias que se manifiestan en detalles cotidianos, como no desperdiciar el agua del grifo o ver a su madre «cortar el film de cocina lo justo para cubrir el diámetro de un plato». Con un toque de humor negro, Ruth narra cómo sus padres no aspiraban a tener cosas relucientes o bonitas, sino que preferían aprovechar lo que otros desechaban. La falta de recursos y la austeridad material contrastan con la riqueza emocional de sus recuerdos, como si estuviese involucrada «solo a medias» en su vida: «Mi vida parecía irreal […]. Me sentí borrosa, como el sueño de otra persona».
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Hija única de un padre contador que usa Rolex falsos y de una madre ama de casa, les progenitores de Ruth son descritos por ella de manera descarnada pero a la vez franca, en las antípodas del tratamiento afectuoso que hace de la imagen familiar Manuel Vilas en Alegría (2019). Manguso apela al rigor de la Annie Ernaux de El lugar (1983) y aquel implacable retrato de su padre. Les lectores reconocerán también el gesto brutal (por momentos moderado, a veces temperamental) que se observa en la voz de otras dos narradoras jóvenes, esta vez en novelas uruguayas recientes: Si las cosas fueran como son (2021) de Gabriela Escobar y Debimos ser felices (2020) de Rafaela Lahore, ambos casos referidos a la construcción de la figura materna. En un extremo de ferocidad puede ubicarse decididamente la relación entre Alexia y su madre Esther, en el cuento de Milagros Lagarejo «La primera enemiga de una chica es su madre» (2022), y habría muchos ejemplos más para traer a colación. Pero hago este mini racconto en el tratamiento de los ascendientes familiares porque otro de los temas de Gente muy fría tiene que ver con la madre de Ruth, a quien describe como «la perfecta esfinge», «la protagonista de todo», pero también como la «persona que devoraría cualquier piropo que echaran a las fauces de su palpitante corazoncito falto de amor».
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La madre de Ruth es una figura omnipresente y compleja, cuya relación con la hija está marcada por el desapego y la distancia emocional. Tanto es así que Ruth reflexiona sobre su infancia y señala al pasar, casi sin lamentarse: «No tengo recuerdos de que me cogieran en brazos». Esta relación se convierte en uno de los ejes centrales del libro; no digo de la historia, porque los recuerdos de Ruth (agrupados en cantidades y ritmos variables entre cada separador) podrían originar varios caminos a seguir con otros vínculos, pero Manguso decide trabajar con puñados de información concentrada sobre cada foco temático (la familia, el pueblo, la madre, un estado mental, el frío/la nieve) de manera más o menos controlada en la lectura e intercalándolos. Por esta razón, se entiende que muchos párrafos referidos a este vínculo se diferencien de otros al aparecer encabezados con el pie temático (por momentos anafórico) de «Mi madre…».
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El frío y la nieve en Waitsfield no son meros escenarios, sino personajes en sí mismos de Gente muy fría, en los que Ruth se recuesta para explorar una constante «sensación de esperar» que la obsesiona. Describe detalladamente cómo la nieve se acumula en todas partes, transmitiéndonos su olor, textura y hasta su sabor, por efecto sinestésico: «Nieve blanca y húmeda crujiendo contra los dientes, fundiéndose transparente con el calor de mi boca». En este sentido, la dureza del clima configura un poderoso motivo interno en la narración, acentuando el aislamiento y la apatía en la existencia de Ruth. Cada nevada (cada día, cada año) tiene un sabor único, y como en esta novela la necesidad es utilizada como recurso expresivo, no solo se manifiesta de maneras sutiles, sino que es capaz de llegar a un grado de exageración tal, mediante el uso de hipérbole, que tiende a engrandecer la resistencia de Ruth:
Nos comíamos los témpanos no porque supieran bien, sino porque eran algo primitivo que no podía comprarse. Comerte uno era exponerte a que alguien te dijera que esa agua estaba sucia, que tenían tierra por dentro, cosa que todos sabíamos. Todo el mundo muerde el polvo alguna vez en la vida.
Lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota, decía Valle-Inclán.
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